UN PLAN ESCRITO
A los tres días de la visita del sargento Elorrio me escribió Aviraneta dándome noticias. Alzate había enviado unos confidentes sagaces a Azcoitia.
En la villa guipuzcoana no había alrededor del Pretendiente, de su mujer y de su hijo más que una corte de ministros y empleados, frailes y oficiales hojalateros de poco cuidado. Añadía que Alzate le indicaba que fuera a San Sebastián a ponerse de acuerdo con ellos y a visitar a lord John Hay. Don Eugenio no podía ir. Vidaurreta le había dicho que si entraba en España le prenderían.
No tenía más remedio que delegar la misión en mí. Fui al día siguiente a ver a Aviraneta, y me dio unas cuartillas con el plan y me hizo algunas observaciones.
—Si el comodoro dice que sí, avísame en seguida. Temo un poco de Elorrio y de sus chapelgorris. No sé si serán lo suficientemente violentos. El guipuzcoano no es cruel y se deja convencer con facilidad.
—Primero veamos si el comodoro acepta —dije yo.
—Tienes razón.
Marché a casa y leí el plan; decía así:
«Teniendo yo, como tengo, la convicción de que es fácil apoderarse del Pretendiente mientras se encuentra en Azcoitia, pues no dispone allí tropas que le defiendan, he dado este proyecto.
»Se pondrán de acuerdo lord John Hay, el general don Gaspar Jáuregui y el jefe político de la provincia, don Eustasio Amilibia, para concertar el mejor modo de poner en ejecución el plan.
»Estará listo un cuerpo de chapelgorris de doscientos hombres en Rentería o Lezo, dispuesto a embarcar a la primera orden, y cincuenta soldados escogidos entre los chapelgorris por el sargento Elorrio.
»Lord John Hay tendrá preparados dos vapores y un aviso en el puerto de Pasajes.
»Se escogerá una noche oscura, a ser posible lluviosa; se embarcarán los doscientos cincuenta hombres a bordo de los vapores. De antemano se llevarán, en cajones cerrados y en los mismos vapores, cincuenta y una levitas cortas, iguales a las que usan los chapelchuris, o sean los soldados carlistas del quinto batallón de Guipúzcoa; cincuenta y una boinas blancas, ciento dos pistolas y cincuenta y un puñales.
»Levadas anclas de cinco a seis de la tarde, tomarán los vapores rumbo a alta mar para despistar a los curiosos, si los hay; y después se dirigirán a Zumaya. A la misma hora de zarpar los vapores saldrán tres o cuatro trincaduras al mando de uno de los comandantes del general Jáuregui, con destino a Guetaria. El comandante será portador de un pliego cerrado para el jefe de la fortaleza, y en el pliego se le recomendará a este que se halle preparado, por si los expedicionarios tuviesen que acogerse a Guetaria.
»Ya en el mar la expedición, los cincuenta soldados y el sargento Elorrio abrirán los cajones y sacarán las levitas iguales a las de los chapelchuris, y las boinas blancas, y se pondrán los nuevos trajes, y se armarán. Llevarán en el morral una cantimplora de aguardiente, media libra de salchichón y un pan de dos libras.
»Los vapores deberían estar hacia las ocho de la noche delante de la punta de Izustarri, entre Guetaria y Zumaya. Desembarcarán, primero, el sargento Elorrio con sus cincuenta hombres, y al momento marcharán camino de Azcoitia, sin pasar por ningún pueblo ni tocar en ningún caserío.
Después desembarcarán los doscientos hombres y vigilarán la costa, la punta de Izustarri, la de Arrauna y la playa de Santiago, hasta la desembocadura del Urola, prendiendo a todo el que pueda darse cuenta de la novedad.
»Las lanchas permanecerán a poca distancia de tierra.
»El sargento Elorrio y sus compañeros estarán en Azcoitia de diez y media a once de la noche, lo más tarde; no preguntarán nada a nadie. Deben emplear, lo más, una hora en la prisión del Pretendiente y su hijo. A las dos o dos y media de la mañana estarán de regreso. Cuando se encuentren a media legua del sitio del desembarco, echarán tres cohetes en dirección a la playa de Santiago, con tres minutos de intervalo. Al cuarto de legua, otros tres.
»Los chapelgorris contestarán a esta señal con cinco cohetes, para indicar que la playa está franca.
»Los expedicionarios llevarán con ellos dos paquetes de cohetes: uno para el sargento Elorrio, que lo esconderá en el camino, para recogerlo a su regreso, y al aproximarse a Zumaya, de vuelta de la expedición, servirse de los cohetes anunciando su llegada; el otro lo guardarán los otros chapelgorris para contestar a sus compañeros indicándoles que pueden avanzar, hacia la punta de Izustarri y la playa de Santiago, sin temor.
»En seguida empezará el embarque en los vapores.
»El general Jáuregui, para entonces, tendrá extendidos dos partes: uno para el ministro de la Guerra y el otro para el general en jefe del Ejército de la Reina, contando el hecho y notificándoles que el Pretendiente se halla a bordo de un barco inglés y que va a ser conducido a San Sebastián.
»Los vapores regresarán con rumbo a Pasajes. Al cruzar por las aguas de Guetaria, el general Jáuregui avisará al jefe de las trincaduras el haberse realizado la expedición.
»Llegado a la vista de San Sebastián, se desembarcarán al Pretendiente y a su hijo, con la escolta correspondiente.
»En el inesperado caso de que el sargento Elorrio y sus compañeros de expedición no pudieran regresar a Zumaya a la hora convenida, y que para las cinco de la mañana no se hubiesen presentado, los doscientos chapelgorris se apoderarán del pueblo, sin permitir que ningún vecino salga de la villa, ni por tierra ni por mar, y vigilarán todas las embarcaciones del puerto, como quechemarines, lanchas y botes.
»Permanecerán en el puerto hasta las diez de la mañana, en espera del sargento Elorrio y sus compañeros, y si no hubiesen llegado para esta hora, se embarcarán en los vapores ingleses e irán por cerca de la costa, despacio, por las aguas de Guetaria y Zarauz, para ver si pueden distinguir a sus compañeros. De ser posible, lord John Hay y el general Jáuregui dirigirán personalmente la expedición.
»Bayona, enero de 1839.
Eugenio de Aviraneta.»
El proyecto me pareció muy bien; únicamente encontré que era un poco demasiado seco al hablar del comodoro inglés y del general Jáuregui, y que ordenaba de una manera un tanto napoleónica. Así que añadí algunas fórmulas de cortesía y metí por aquí y por allá algún excelentísimo señor.
Al día siguiente salí de Bayona y llegué a San Sebastián. Me presenté a don Lorenzo Alzate, y este avisó al jefe político y al general Jáuregui, Les leí el plan de Aviraneta y se decidió que Juáregui, Amilibia y yo fuéramos a Pasajes a visitar al comodoro.
Lord John Hay
Marchamos los tres en coche a Pasajes y nos embarcamos en una lancha, conducida por una batelera, una chica joven y fuerte. Jáuregui le hizo algunas preguntas en broma, y ella contestó con gracia y desgarro.
La batelera nos llevó al costado de una hermosa fragata inglesa; subimos la escala del barco y llegamos sobre cubierta.
Se nos presentó el oficial de guardia al que expliqué, en inglés, quiénes éramos y a lo que íbamos; el oficial nos pasó a un camarote muy elegante, y hubo allí grandes saludos y ceremoniosas presentaciones.
En esto llegó un tal Queille, comerciante de San Sebastián, que era el intérprete de lord John.
Queille quiso enterarse del asunto que traíamos; pero yo le dije que sólo a lord John Hay le hablaríamos, y que si el comodoro consideraba necesario que estuviera su intérprete delante, que entonces sería otra cosa.
Queille dijo que lord John no tenía secretos para él.
—No digo que no, pero nuestro encargo se limita a hablar al comandante, y sólo a él hablaremos —le dije.
Vino lord John y le saludamos. El comodoro conocía a Jáuregui. Yo le expliqué, en mi mal inglés, que el proyecto que traíamos era muy reservado y que preferiríamos leérselo a él sólo.
—Bueno, muy bien. El castellano hablado no lo entiendo siempre, pero escrito sí.
Le leí el proyecto, y luego le di las cuartillas; me hizo varias preguntas en inglés, que yo contesté, y añadí algunas explicaciones sobre lo que había dicho Elorrio acerca de la posibilidad de llevar a cabo el plan pensado por Aviraneta.
Lord John Hay era hombre de buena pasta, un tanto vanidoso, y a quien le había entrado la obsesión de hacer un papel trascendental en la historia de España.
Era un hombre sin tipo y sin carácter, un inglés de los muchos que produce el troquel de la Gran Bretaña, correctos, tranquilos e insignificantes. Lord John Hay hablaba demasiado, porque creía que hablaba bien; quería ser maquiavélico y le gustaba provocar la expectación rodeándose de misterio; pero, en general, se engañaba, y entendía las cosas despacio cuando no las entendía al revés.
Era hombre, en el fondo, cándido y de buena fe. Se había engañado con Muñagorri, creyéndole capaz de grandes cosas, y le molestaba su fracaso como algo propio.
Después de pensar algún rato el comodoro, dijo:
—Estoy convencido, como ustedes, de que este plan está muy bien pensado y de que su realización es relativamente fácil, pero tengo que estudiarlo detenidamente. Así que creo que lo mejor que podemos hacer es que ustedes vuelvan por la tarde, después de comer, a hablar conmigo.
Yo les convidaría a comer en el barco; pero ahora tenemos un cocinero muy malo, y no quiero desacreditarme.
Negativa
Bajamos del barco inglés, y fuimos en lancha a Pasajes de San Pedro, donde comimos.
La dilación del lord me dio a mí mala espina, y dije a mis compañeros que no creía que el marino inglés aceptara el proyecto.
Desde la fonda, que tenía una galería que daba al mar, vi con los gemelos a Queille, el intérprete, que bajó del barco y tomó un bote, y una hora después advertimos que volvía con el coronel Colquhoun y con otro, para mí desconocido, a la fragata inglesa. Todas estas ideas y venidas me daban poca confianza.
Volvimos a las cuatro al barco, y pasamos a la cámara del lord.
—Sigo —nos dijo el comodoro— pensando que el proyecto que ustedes me han traído está muy bien pensado y es factible, pero yo no voy a poder patrocinarlo.
—¿Podemos saber por qué? —le pregunté yo.
—Porque yo no puedo ser más español que los españoles, ni más cristino que los cristinos. He favorecido la empresa de Muñagorri pensando que hacía un gran beneficio a la causa de la Reina, y al general O’Donnell y el cónsul de Bayona se han quejado, y han hecho todo lo posible para que la empresa de Paz y Fueros no tenga el menor éxito. Los generales españoles son como el perro del hortelano.
Les traduje a Jáuregui y a Amilibia lo que decía el lord.
—Hay que reconocer —dijo Jáuregui— que el pensamiento de Muñagorri era más oscuro y más vago que lo que les proponemos a usted.
—¡Si el proyecto me parece magnífico! —exclamó el lord—. Si usted, Jáuregui, fuera el comandante general de la provincia, no tendría usted más que fijar el día para que las fuerzas navales de su Graciosa Majestad saliesen para Zumaya; pero el comandante es el brigadier Araoz, mi Gobierno me ha mandado varias veces que no obre más que en colaboración con las autoridades españolas. Si ustedes traen el consentimiento de Araoz, inmediatamente salimos.
Se pensó en visitar al brigadier Araoz, pero no teníamos atribuciones de Aviraneta, y decidimos, primero, consultar con este.
Lord John me ofreció una escampavía de la Marina real inglesa para ir a San Juan de Luz, fui, hecho un personaje, acompañado de un oficial a desembarcar en Socoa.
De allí mandé una carta a Aviraneta contándole lo ocurrido y diciéndole que esperaba sus órdenes.
Al día siguiente recibí la contestación:
«El proyecto hay que darlo por muerto —me decía—. Con la burocracia del ejército sería un fracaso ridículo. Los militares quieren acabar la guerra con batallas, y no pueden; pero, a pesar de ello, el pensar en otro sistema para traer la paz les irrita. Consideran que es el reconocimiento de su impotencia. Hoy mismo le he escrito al ministro lo que pasa, y por qué no se ha podido realizar mi plan. Otra cosa, aunque no tiene gran importancia: si no te viene mal, vete a ver el campamento de Muñagorri, próximo a Endarlaza, a ver qué es eso.»