EMBOSCADA
Era ya bastante tarde cuando aparejé el caballo y el coche y me preparé para volver a casa.
Al entrar en Ezpeleta vacilé en seguir adelante o en quedarme allí. No adelantaba gran cosa en encontrarme en Bayona a las altas horas de la noche, y el recordar al Murciélago en aquel grupo de carlistas que había visto a la llegada del obispo, en compañía de Fermina la Navarra, me infundía algunas sospechas.
Pensé en las precauciones que tomaba el Picador para entrar y salir de cualquier parte.
—Entre hacer y no hacer, es mejor hacer, ¡qué diablo! Vamos adelante.
La noche estaba con alternativas, clara y oscura, había luna en el cielo y pasaban de cuando en cuando nubarrones espesos que dejaban el campo negro.
A los cinco minutos de salir de Ezpeleta se me apagó la luz del coche.
—¡Qué fastidio! —pensé—. El caballo se va a espantar con las sombras del camino y me va a dar la gran jaqueca.
Tiros
Poco después, un nubarrón cubrió la luna, y quedó la carretera tan negra, que no se veía a cuatro pasos. Se me encogió el corazón, y pensé que había hecho un gran disparate en salir. Iba con el caballo al trote corto, cuando brillaron dos fogonazos en los setos del camino, y silbaron unas balas cerca de mí.
Azoté al caballo, que echó a correr al galope, y al poco rato sonaron, ya detrás, otros dos estampidos.
Yo me agaché en el pescante, por si disparaban de nuevo, y seguí azotando al caballo.
Poco después volvió a salir la luna.
A la hora llegué a Cambo, y llamé en casa de Stratford. Me abrieron. Mi amigo estaba aún levantado, y le conté, riendo, lo que me había ocurrido.
—El farol apagado a tiempo y el nubarrón le han salvado a usted la vida.
—Sí, es verdad.
Tomé unos bizcochos y una copa de jerez, y me fui a acostar.
Al pensar en lo que me había ocurrido sentí una mezcla de terror y de placer al mismo tiempo.
—Tengo que tener confianza en mi estrella —me dije, y me restregué las manos con gusto.