LAS BACANTES VASCAS DE AÑOA
Llegamos a Añoa, entramos en un café titulado A la Cita de los Cazadores; saqué yo papel y pluma y me puse a escribir el informe. Cuando lo concluí entregué la minuta a Orejón, quien se puso unos anteojos y la leyó muy atentamente. Hizo algunas observaciones y dio su beneplácito.
Inmediatamente se levantó; dijo que tenía prisa. Antes de salir del café miró a derecha e izquierda, y, cerciorado de que nadie le seguía se marchó a la carrera, y desapareció en la penumbra del crepúsculo.
Me dejó la impresión de hombre oscuro, misterioso, hundido en el fango; un hombre de pesadilla.
Iba a montar en el cochecito para volver a Bayona, cuando vi venir por la calle del pueblo una cabalgata de diez o doce hombres vestidos de mujer, montados en burros, adornados de vejigas y de cencerros, al son de un tambor y de un pito.
—¿Qué pasa? —le pregunté al mozo del café.
—Nada; una tontería. Que van a hacer una cencerrada, un charivari, dedicado a un español.
—A un español. ¿Y por qué?
—Ha habido aquí un ex oficial carlista que se casó con una muchacha del pueblo y se llevó la cuñada a su casa, y al cabo del año ha resultado que la cuñada ha quedado embarazada, y la mujer, dicen que, de rabia, le ha pegado al marido. Para celebrar esto han inventado este charivari.
—¿Y está aquí el español?
—No; se ha ido. Estas cosas están prohibidas por la Policía; pero como los gendarmes se han marchado a Ezpeleta, los del pueblo se aprovechan.
Las «basa-andriak»
La función se celebró en un escenario improvisado en un gran portal. En medio, en unos bancos, se colocaron los hombres vestidos de mujer, que representaban las basa-andriak (mujeres del bosque), que tenían que juzgar el caso.
Estas basa-andriak eran tipos grotescos, tipos de borrachos del pueblo, con caras maliciosas y ojos burlones. Llevaban faldas, enaguas, pañuelos en la cabeza, y estaban armados de escobas.
Al lado de estas damas estaban sus maridos, vestidos de pieles y con sus correspondientes cuernos.
El mozo del café me indicó, entre las basa-andriak, el barbero del pueblo, el alpargatero, el sacristán, el que hacía las chisteras para jugar a la pelota y el zapatero. La obra que se iba a tener el honor de representar era del sacristán Dominique Elissalde de Elissagaray, en colaboración con el barbero, Juan Pedro de Irumberry.
Irumberry tenía fama de ingenioso desde que mandó pintar la muestra de su barbería. Esta muestra representaba a un hombre a punto de ahogarse, a quien otro socorría y sujetaba por el pelo; pero el salvador agarraba de unos pelos falsos al que estaba a punto de ahogarse, y no le salvaba, porque el hombre llevaba peluca. Debajo de esta pintura estaba escrita la leyenda: «Al inconveniente de las pelucas». Algunos decían que Irumberry no era original, y que había copiado su muestra.
El presidente de las basa-andriak hizo sonar un cencerro, y gritó:
—Se abre la sesión; que entre el procesado.
Entonces pasaron al escenario dos abogadas, con togas de percal negro; dos gendarmes, el español, su mujer y su cuñada, todos terriblemente caricaturizados. El español, que se llamaba nada menos que el señor Garbanzón, tenía una cara estilo Zumalacárregui: patillas negras, entrecejo sombrío, un tricornio de papel en la cabeza y una espada de madera.
El señor Garbanzón miraba a derecha e izquierda de una manera siniestra, apoyándose en la espada, y decía a cada paso:
—¡Mil rayos! ¡Mil bombas! ¡Mil truenos! ¡Por el vientre del Papa! ¡Le voy a comer a uno los hígados!
El que hacía de esposa del señor Garbanzón era un hombre muy alto, muy flaco, con una peluca y un lazo de color de rosa en la cabeza; y el que hacía de su cuñada era un hombre bajito, vestido con falda corta, con el pecho lleno de trapos, y el trasero lo mismo, y un muñeco, al que cantaba y hacía como que daba de mamar. Comenzó el juicio con el interrogatorio del acusado. El señor Garbanzón contestaba a las preguntas con aire de mal humor.
—¡Levántese el procesado! ¿Cómo se llama usted? —le preguntó la presidenta.
—¡Mil rayos! ¡Mil bombas! ¡Mil truenos! ¡Por Satanás! Me llamo don Pepito Garbanzón de los Prados.
—¿Qué profesión tiene usted?
—¡Rayos y centellas! ¡Por los cuernos de Lucifer! Soy oficial del ejército de Su Majestad Católica Don Carlos de Borbón (aquí saludó con el sombrero de papel), rey legítimo de Castilla, de León, de Aragón, de las Dos Sicilias, de Jerusalén…
—Bueno, bueno.
—De Navarra, de Granada, de Toledo, de Valencia, de Galicia…
—Ya, ya; comprendido.
—De Sevilla, de Cerdeña, de Córdoba…
—Bien, bien.
—De Córcega, de Murcia, de los Algarves, de Algeciras…
—¡Basta! ¡Basta!
—De Gibraltar, duque de Atenas y de Neopatria; conde de Barcelona, señor de Vizcaya…
—¡Socorro! ¡Socorro! —gritó la presidenta—. Ponedle, como a las barricas de sidra, un tapón de barro.
Le taparon la boca, y el señor Garbanzón siguió mascullando su retahíla hasta que la acabó.
—Está bien don Pepito —le dijo la presidenta—. Y ahora aquí, en confianza, ¿usted por qué abandonaba a su mujer e iba a la cama de su cuñada?
—¡Mil rayos! ¡Mil terremotos! ¡Por el ombligo de Buda! Mi cuñada es más gordita; en cambio, mi mujer no tiene nada.
—¡Que no tengo nada! —gritó el que hacía de mujer propia—. ¡Cochino! ¡Cerdo! ¡Que no tengo nada! —y mostró un pecho negro y peludo—. ¿Qué es esto, entonces?
—Eso es una piel de oso.
—En cambio, esta está más gordita —dijo don Pepito.
La cuñada se levantó del banco con su muñeco en brazos, y mostró su pecho, enorme, lleno de trapos, y su trasero, igualmente enorme, y dio una vuelta de bailarina.
—¡Mil rayos! ¡Sangre y centellas! ¡Por las barbas de Lutero! Esto ya es otra cosa —dijo el señor Garbanzón—, pellizcando en el trasero a la supuesta cuñada.
—¡Me va a dar algo! ¡Me va a dar algo! —gritó la mujer propia, agitándose de una manera violenta, abanicándose y rugiendo, y tirando el lazo de la cabeza al suelo, y pateándolo con unas botas como dos gabarras.
La cuñada del señor Garbanzón comenzó a mecer y a cantar al muñeco la canción Lo, lo, lo; pero la mujer legítima le quitaba el niño iracunda, y decía que era suyo. Le quería dar de mamar, le ponía la cabeza abajo y terminaba por ponerle el dedo en la boca para que chupara.
Después de una porción de disparates y de absurdos se dilucidó el punto de si la mujer de don Pepito le había pegado a su marido con un palo o con una caña, y si le había dado en la cabeza o en la espalda.
—¿Cómo le ha pegado usted? —le preguntó la presidenta a la mujer propia.
—Pues le he pegado así —y le dio cuatro o cinco cañazos al señor Garbanzón.
—¡Rayos y centellas! ¡Por los hígados de Mahoma! No ha sido así —dijo don Pepito.
—Pues, ¿cómo ha sido?
—Así —y don Pepito cogió la caña, y arreo una tanda de cañazos a su mujer.
Luego se mezclaron los gendarmes en la contienda, y estos recibieron los golpes de don Pepito, de su mujer y de su cuñada.
La sentencia de Don Pepito
Después de aclarado este punto, la fiscala y la defensora soltaron dos discursos grotescos, y la presidenta preguntó a las basa-andriak:
—El señor Garbanzón de los Prados, ¿es culpable de haberse acostado con su cuñada y haberle hecho un pequeño Garbanzón?
—¡Sí, sí! —aullaron todas las basa-andriak.
—Madama Garbanzón de los Prados, ¿es culpable de haber dado con una caña o palo u otro objeto contundente uno o varios golpes a su marido al saber lo que ocurría en su casa?
—¡Sí, sí! —volvieron a aullar las bacantes. Después de esta deliberación, la presidenta leyó la sentencia:
«Artículo 1.° Que puesto que la mujer de don Pepito Garbanzón de los Prados no tiene gracia para tener críos, se le encarga de esta tarea a la cuñada, que cuenta con más facultades.
»Artículo 2.° Que la mujer propia de dicho señor Garbanzón puede seguir en la casa haciendo la comida, barriendo la escalera, cepillando las botas, fregando los platos y demás adminículos, como ahora.
»Artículo 3.° Que como no está demostrado que madama Garbanzón no puede tener críos, el señor Garbanzón, don Pepito, estará obligado a acostarse con ella una vez al año, o antes, si está en peligro de muerte.
«Artículo 4.° Que en casa del señor Garbanzón desaparecerá todo lo que tenga carácter de instrumento contundente, sea de caña, de palo o de otra substancia, para que el hecho de autos no se repita». Después de leída la sentencia, las basa-andriak se levantaron enarbolaron las escobas, agarraron a don Pepito y se pusieron a dar gritos terribles y a agitar los cencerros. Los maridos cornudos se unieron a la algazara mugiendo sonoramente.
Tras del juicio se preparó la farándula, y salieron todos, agarrados de la mano, al son del pito y del tamboril, hasta la plaza, donde se bailó un fandango desenfrenado.
Yo me reí mucho con aquella farsa. Encontré a la gente de Añoa de muy buen humor, y el sacristán, Dominique Elissalde de Elissagaray, y su colaborador, Juan Pedro de Irumberry, me parecieron dos Plautos campesinos.