LA LETRA Z
Poco después de mi entrevista con Bertache me avisaron, por la casa Artigues de Saint-Esprit, que el domingo me presentara en Ezpeleta, en la taberna El Compás de Oro, donde podría verme a las seis de la tarde con García Orejón, la letra Z. Me indicaban que preguntara al amo de la taberna por el Picador.
Salí en el tílburi de Iturri, el domingo por la mañana, camino de Ezpeleta. Estuve un momento en Cambo a saludar a Stratford. Hacía un día espléndido. Se veían los montes próximos muy azules; la peña de Aya, Larrun, Mondarrain y más a lo lejos, el pico de Ossau, todavía con la cima nevada.
Stratford me convidó a almorzar con él; acepté, y después salí de Cambo con el caballo al paso, camino de Ezpeleta, adonde llegué a eso de las tres o tres y media.
La posada El Compás de Oro estaba en la calle principal de Ezpeleta, a la salida, marchando de Bayona a San Juan Pie de Puerto. Tenía en el piso bajo una taberna, con sus bancos y su mostrador de cinc, y a un lado, el comedor, con una mesa larga, un armario y un reloj.
Dejé el coche en un patio y el caballo en la cuadra, y me senté.
Pedí una botella de sidra y llamé al tabernero, que se presentó en seguida. Otharre, el amo de El Compás de Oro, era un hombre grueso, pesado, de nariz abultada y roja, boca de labios finos y ojos pequeños, negros, llenos de malicia. Era un tipo que tenía una mirada burlona y una sonrisa llena de ironía. Vestía como de domingo: camisa muy blanca, blusa negra nueva, boina y alpargatas.
—¿Usted le conoce al Picador? —le pregunté.
—Sí.
—Pues va a venir aquí esta tarde a hablar conmigo. Así que, cuando venga, diga usted que me avisen.
—Muy bien.
Mientras bebía mi botella de sidra estuve oyendo a dos aldeanos que tenían un papel con una canción en diálogo, en vascuence, titulada El amo y el criado, y que se refería a la guerra carlista. La cantaban, mientras otros campesinos que les oían se reían a carcajadas. En la canción, el amo recibía en Burdeos a Fraschcu, su criado, y le preguntaba noticias de Oyarzun, su pueblo. El criado le contestaba contando miserias de la época, y el amo decía que los hombres que habían desencadenado la guerra debían tener los demonios en el cuerpo, fueran curas o frailes, y que era bastante mejor seguir la ley del turco que no la fe que predicaban aquellas gentes:
Duk askon hobea
turkuen Legea,
ez hoiek predikatzen
duten fedea.
Me hizo gracia la energía de la afirmación.
Cansado de estar quieto, salí a la calle y estuve contemplando las viejas casas vascas de Ezpeleta, con sus ventanas rojas y su entramado de maderas, que trazan figuras de H y de V en las paredes blancas.
Me chocó que hubiese tanta gente en la calle, y luego me fijé en que había colgaduras en los balcones.
—¿Qué pasa? —pregunté a unos aldeanos.
—Que viene el obispo de Bayona en visita pastoral.
—¿Cuándo?
—Ahora mismo acaba de llegar el coche.
Llega el obispo
Esperé una media hora, y comenzó a pasar la comitiva que precedía al obispo. Venían primero cuatro zapadores con morriones inmensos, adornados con estampitas, delantales de cuero y hachas de cartón al hombro; luego, cuatro trompetas y cuatro tambores, después, varios jóvenes con boinas rojas, chaquetillas también rojas, pantalón blanco y sable, y otros muchachos, jinetes en caballos pequeños, enarbolando banderas blancas. Me pareció una manifestación realista.
Después venía el obispo, rodeado por la gente del pueblo, saludando y echando bendiciones y dando a besar la mano, sobre todo a las señoras.
En el tropel vi a una mujer guapa, morena, que me llamó la atención.
«Yo conozco a esta señora —me dije—, pero ¿de qué?». No recordaba.
Pensé que quizás la habría visto en Bayona. Fue toda la comitiva al Ayuntamiento, una casatorre antigua colocada en un cerro y separada del caserío del pueblo. El párroco leyó un discurso, y el obispo contestó con una plática. Le estuve observando mientras hablaba. Le conocía de casa de madama D’Aubignac, donde se manifestaba burlón y mundano. Allí, en Ezpeleta, tomaba un aire místico, pero su actitud, indudablemente, era una comedia.
Cuando concluyó su plática, la gente gritó: «¡Viva monseñor!»; y el público comenzó a agitarse y a dispersarse.
Fermina «La Navarra»
En aquel momento vi, de frente, a la señora morena que me llamó la atención. Era la misma que había visto salir de Laguardia con Aviraneta y que Zurbano hizo comparecer ante su presencia. Era Fermina la Navarra, casada con Vargas.
Ella me reconoció también en seguida, y me mostró disimuladamente a un grupo de hombres que, por su aspecto, me parecieron españoles y carlistas. Efectivamente; poco después advertí entre ellos a mi vecino de hotel, el Murciélago. Como veía que me espiaban, me retiré a la posada. Le pregunté al tabernero Otharre.
—Oiga usted, ¿una señora morena española, de negro, vive aquí?
—Una guapa. ¿La señora de Vargas?
—Sí.
—Suele venir con frecuencia, pero creo que vive en el pueblo. Es carlista, y conoce en Ezpeleta mucha gente.
—¿Por aquí habrá mucho carlista?
—Naturalmente. Van y vienen como usted.
El tabernero, sin duda, me había tomado por carlista.
«El Picador»
A media tarde apareció García Orejón en la taberna El Compás de Oro, en compañía de Otharre.
Era un hombre alto, grueso, fornido, de unos cuarenta años. Había sido picador de caballos; tenía la cara curtida, amarillenta y marcada de viruelas; las piernas, arqueadas. Usaba bigote largo, negro y caído. Era un poco calvo; tenía los ojos brillantes, la mirada oscura, de través, y los labios, gruesos.
—Hablaremos por el camino —me dijo el Picador.
—Aparejaré el cochecillo que he traído, e iremos en él.
—No; no me conviene que nos vean juntos. Yo iré por esta carretera, a pie, y usted me recoge al paso. Si no tiene usted prisa, me lleva usted hasta Añoa.
—Muy bien.
Lo hice así, y salí del pueblo por el otro extremo de donde había entrado. Encontré a poco a Orejón, que montó en el tílburi, y fuimos despacio.
El Picador no me dijo, naturalmente, nada nuevo; pero me dio más detalles de las cuestiones. Me habló de la lucha envenenada entre Maroto y Arias Teijeiro, del odio de Guergué y de García contra Maroto, que ya no se velaba, y de la actitud levantisca de muchos oficiales y sargentos partidarios de los presos de Arciniega. El fusilamiento del capitán don Felipe de Urra, amigo de los presos, ordenado por Don Carlos, después del primer motín de Estella, había exasperado a muchos carlistas.
Orejón me aseguró que el ejército estaba inquieto, hambriento, sin cobrar una paga.
—Con poco dinero —dijo— sería fácil provocar disturbios e insurrecciones: siempre pidiendo las pagas.
—¿Qué dinero necesita usted para empezar?
—Unos tres mil duros.
—Se le girarán cuanto antes.
—No sé —añadió— si podré ir inmediatamente a Estella, porque me han denunciado a Maroto como uno de los cómplices del último motín militar y como partidario de la abdicación de Don Carlos y de la proclamación de su primogénito. He estado unos días escondido en una casa del Roncal. Me enteraré. Si no puedo ir yo en seguida, mandaré a una mujer.
—Yo conozco una roncalesa de mucho brío.
—Será la misma, Gabriela.
—Sí.
—Me entenderé con Bertache, Zabala y con otros. Le escribiré a usted lo que haga con tinta simpática.
—Muy bien.
—Diga usted que me sigan mandando el dinero por conducto del cura de Sara.
—Lo diré.
Luego hablamos de otras cosas.
García Orejón estaba enredado con una mujerona de Burdeos que había sido cocinera. Orejón era hombre de gustos pacíficos. Su ideal consistía en construir una casita en Francia, en una aldea; en España tenía miedo de la venganza de algún carlista; soñaba con hacer una vida tranquila, comer bien e ir a pasear por el campo y a pescar al río, como un buen burgués retirado.