«BERTACHE»
«Bertache», la letra Y, me citó con tres días de anticipación en una taberna del puerto de Socoa, de San Juan de Luz, la taberna de La Bella Marinera. Se presentaría vestido con blusa azul, boina, pañuelo rojo al cuello y un bastón de tratante de ganado.
Fui a San Juan de Luz; encontré la taberna, que tenía un ancla en la puerta, y entré en ella y pedí de cenar.
Me trajeron unas sopas de ajo con huevos y una cazuela de merluza con salsa verde, muy suculenta.
Siempre que como en una taberna platos regionales me parece encontrar una relación estrecha entre el gusto y el color del guiso con el paisaje material y espiritual. Un guisote de esos de marineros del Mediterráneo con sus pimientos, sus tomates y su azafrán, está tan en consonancia con el clima por su sabor, su color y su olor como un guiso con perejil con el Cantábrico; un plato de salchichería fría nos recuerda la mitología germánica de Wágner, y el queso de Gruyère, con sus agujeros, nos trae a la imaginación los abismos alpinos de Suiza.
No hablo ya de los productos naturales, porque esos no hay duda que representan admirablemente el clima; los melocotones, las peras, las uvas, las naranjas, los plátanos, dicen por su aspecto el paisaje de donde vienen; pero aun los productos elaborados parece que saben algo del clima de donde proceden. El aceite habla latín, y la manteca, germano. El vino tiene todos los acentos: es ciceroniano en el jerez y en el málaga, recuerda al espíritu de las leyes en el burdeos y se parece a una canción chispeante de café concierto pariense en el champán, por su espuma y su picor…
Estando en estas profundas reflexiones apareció Bertache, y le conocí en seguida por su blusa azul, su boina, su pañuelo rojo y el bastón de tratante. Venía con él su novia.
Me levanté para saludarles, y se sentaron a la mesa.
—¿Quieren ustedes cenar? —les pregunté.
—Hemos cenado ya—, contestaron.
Bertache pidió una botella de champaña. Dentro de mis ideas anteriores, el pedir una botella de champaña en La Bella Marinera era un absurdo; debía de haber pedido una botella de sidra o de chacolí.
Mientras bebía, contemplé a Bertache. Era tipo de estatura mediana, bien plantado, moreno, esbelto, de ojos claros, facciones serias y tristes y labios delgados. Usaba patilla corta y bigote pequeño.
Según las teorías frenológicas del abate Girovanna, debía ser muy valiente y tener grandes condiciones para la música y las matemáticas, porque sus sienes eran muy abultadas.
Llevaba el pelo largo, y una boina grande de medio lado dejaba parte de la cabellera rizada al descubierto. Tenía las manos finas y con anillos. Por entre la abertura de la blusa se veía un chaleco bordado y una gruesa cadena de plata, y, colgando de ella, un sello con las armas de los Arreches: un árbol con dos osos. Contemplando a aquel hombre se imponía la idea de que lo que decían de él era verdad: que era audaz, atrevido, sanguinario, egoísta, rapaz, dispuesto a todo. Se sentía en él al hombre felino, sin conciencia, para quien los deseos son los amos absolutos de su espíritu.
Pedro Luis Arreche, alias Bertache, era oficial del 5.° de Navarra. Procedía de Almandoz, un pueblo del valle del Baztán, en la subida de la carretera de Irún a Pamplona, por el alto de Velate.
La casa de Bertache era casa importante en el pueblo: entonces vivían la madre y tres hijos, dos varones y una hembra. Los dos Arreche varones eran de la piel del diablo: malos, rencorosos y vengativos.
El subteniente Bertache, por los datos que adquirí de él, era un Don Juan de aldea, ambicioso, cínico, atrevido, que había matado ya varios hombres, entre ellos al brigadier Cabañas, por odio, por venganza y por rabia.
Bertache, según la opinión de todos los que le conocían, era un tipo sanguinario, para quien asesinar o robar no tenía gran importancia.
Gabriela, «La Roncalesa»
La muchacha que le acompañaba se llamaba Gabriela Sarriés, y la decían Gabriela la Roncalesa.
Era alta, huesuda, rubia, de un rubio de color de panocha, con los ojos claros, las facciones un poco duras, el aire enérgico e inteligente.
Gabriela era contrabandista; tenía una mula, que cargaba de género en Francia y que introducía en Guipúzcoa y en Navarra.
Gabriela solía hacer sus compras en casa de Iturri; y por Iturri, Aviraneta se entendió con Gabriela y luego con Bertache.
Mientras bebimos estuve yo contemplando a esta pareja, y Bertache estudiándome a mí. Gabriela no separaba los ojos de su amante. Se veía que estaba locamente enamorada de él.
Comprendí que Bertache sentía una gran antipatía por mí. Sin duda me consideraba como un joven rico, mimado por la fortuna.
Bertache era el mozo guapo del pueblo, acostumbrado a romerías y a fiestas, a quien las mujeres adoran, y que va por la pendiente del donjuanismo haciéndose cada vez más violento, más orgulloso y más canalla. Un rival para él debía ser algo muy odioso.
Bertache era un hombre despistado, de poca penetración psicológica. Se veía que le costaba trabajo el comprender la manera de pensar de los demás. Yo le sorprendía. Sin duda daba vueltas en su cabeza a la idea de quién sería yo y qué importancia tendría.
¡Dinero! ¡Dinero!
Bertache me dijo desde el principio, ásperamente, que lo que se necesitaba era dinero. Con dinero él era capaz de todo.
Me contó fríamente cómo habían asesinado al brigadier Cabañas, hijo del ministro de la Guerra de Don Carlos, en un caserío llamado Saracoíz, hacia Cirauqui, por órdenes del comandante Aguirre y del general García.
Lo habían matado entre el subteniente Uzcáriz, los soldados Salaverri, Santacilia, Nuin y él.
Explicó cómo le dieron tres bayonetazos, le tuvieron dos horas herido, le cortaron una mano y, por último, lo tiraron a un arroyo próximo. Uno de los soldados se había quedado con el reloj de Cabañas.
Me chocó que Bertache no intentara exculparse. Contaba el crimen como si tal cosa. Después me explicó los antecedentes de la asonada que habían conseguido provocar entre el teniente del 2.° de Guipúzcoa, José Zabala, y otros sargentos y subtenientes, por la falta de pagas, en la que gritaron las tropas: «¡Muera la Junta!», «¡Mueran los hojalateros!», «¡Abajo los castellanos!», y «¡Vengan nuestras pagas!».
Don Carlos y su Corte estuvieron a punto de caer en las garras de la tropa amotinada, y si no ocurrió esto fue por haberse acobardado algunos sargentos en el momento del conflicto.
—Y si le cogen ustedes a Don Carlos —le pregunté yo—, ¿qué hacen ustedes con él?
—Le hubiéramos pegado cuatro tiros.
Bertache tenía odio por Don Carlos. En su naturaleza de felino, parecía que el único sentimiento espontáneo era el odio.
A consecuencia del motín de las pagas de Estella y de la muerte del brigadier Cabañas, Bertache y sus amigos estaban en entredicho, y Maroto había mandado que se comenzase un proceso para aclarar estos motines y muertes, aunque luego dispuso que se suspendieran las causas.
Bertache aparecía entre los intransigentes carlistas, y estaba entonces en Almandoz con unos días de licencia.
La traición y el valor
Bertache era como un gato montés, como una alimaña.
Hay el lugar común general de identificar el tipo del traidor con el del cobarde. La retórica corriente, que llama cobarde atentado al atentado de un anarquista fiero y de un terrible valor, quiere que traidor y cobarde sean sinónimos.
Estas son ilusiones del buen burgués, tranquilo, apacible, a quien inciensa cotidianamente el periodista con sus adulaciones. Claro, es lógico que haya algunos espías y traidores cobardes y pusilámines; pero la mayoría son valientes y atrevidos. En cambio, en el buen burgués, honrado, hasta cierto punto, y patriota, se da el caso del tipo cobarde con muchísima más frecuencia.
El valor no es un resultado intelectual ni moral, sino un caso de fuerza nerviosa.
Bertache era de una fiereza y de un valor de tigre, de estos hombres de cieno y de sangre que no tienen ninguna idea política, ni religiosa, ni social, y que marchan dejando a su paso un rastro de violencia y de crímenes.
A las diez de la noche, Bertache se levantó dispuesto a marcharse.
—¿Adónde va usted ahora? —le dije.
—Voy a Vera, donde dormiré un par de horas, y para el mediodía estaré en Almandoz.
—¿Quiere usted que le lea lo que he escrito?
—No. ¿Para qué? Mi última palabra es esta: ¡dinero, dinero y dinero!
—¿Lo necesita usted inmediatamente?
—Sí.
Le di dos mil pesetas que llevaba en el bolsillo, y me firmó un recibo con la inicial Y.
—Tendrán ustedes pronto noticias mías. Diga usted al Gobierno de Madrid que, si quiere emplear dinero, se hará todo…; si no, esto seguirá no sabemos hasta cuándo.
Gabriela me indicó que antes de un mes estaría en Bayona de nuevo para sus negocios, y que me avisaría por Iturri.
Bertache pagó la botella de champaña y salió con su novia de la taberna contoneándose, golpeando el suelo con el bastón.
Yo me marché a dormir a San Juan de Luz, y al día siguiente estaba en Bayona.