IV

VALDÉS DE LOS GATOS

Unos días más tarde recibí una carta, fechada en París, de Manuel Valdés, citándome para cenar el domingo siguiente en el Café de Burdeos, café poco frecuentado, adonde iban, principalmente, militares franceses.

Llegué a la hora de la cita al café indicado; el dueño me dijo que me esperaban en el piso entresuelo; subí por una escalera de caracol, y entré en un comedor pequeño, empapelado de rojo, en donde había un caballero. Era Valdés de los Gatos.

—¿El señor Valdés?

—El mismo. ¿Usted es el señor Leguía?

—Para servirle.

Nos dimos la mano.

—¡Qué puntual! —me dijo Valdés.

—Es mi costumbre.

—No es una costumbre de español.

—Si no es costumbre de español, hay que adoptarla.

—Siéntese usted. ¡Pero usted es muy joven!

—Sí; no soy viejo.

—Le felicito a usted.

—¿Por qué?

—Porque al darle la misión que le dan se ve que tienen confianza en usted.

—No pienso ser más que un amanuense. Contar lo que usted me diga.

Nos sentamos a la mesa.

—Vea usted el menú a ver si le gusta —me dijo Valdés.

—Sí, seguramente; no soy un gourmet.

—¿No? ¡Qué error, mi querido! La cocina es el mayor manantial de nuestros placeres.

—Por ahora tengo bastante apetito para contentarme con comer —le dije yo.

Teníamos de cena langosta, pechugas de perdiz rellenas y foie-gras. De vino, una botella de Sauterne y otra de Burdeos. Nos pusimos a cenar.

Valdés era un tipo alto, esbelto, afeitado, muy peripuesto. Tenía la cara larga, delgada, fina, la nariz recta, la frente despejada, el pelo blanco, pegado y planchado, los ojos cansados y sin brillo.

Era un elegante un tanto arruinado por la vida. Vestía levita azul entallada, chaleco de terciopelo negro y pantalón con trabillas.

Un observador de minucias hubiera quizá notado, en pequeños detalles, que nuestro dandy no estaba en la opulencia.

El cuello, alto, limpio; la corbata, que le agarrotaba la garganta, impecable; los puños, inmaculados, denotaban su pulcritud; pero la levita y los pantalones, seguramente de buen sastre, se hallaban rozados, y las polainas, a la inglesa, disimulaban que las botas no eran nuevas.

Valdés tenía una ingenuidad de aventurero confinante con la del pillo, muy graciosa. Era hombre acostumbrado a dar a entender que, si se quería, se podía muy bien no darle a él importancia, pero que él tenía sus ideas, que le parecían tan buenas como las de otro cualquiera.

—Yo siempre he sido liberal —me dijo—; pero ¿qué quiere usted? La suerte y el haber consumido mi escasa fortuna me han obligado a adoptar una actitud que, íntimamente, no es la mía.

He tomado, hace poco, parte en la expedición del conde de Negrí, y he andado entre balas. ¿Usted ha presenciado alguna batalla?

—Sí.

—¿No le ha dado a usted la impresión de una cosa ridícula?

—En absoluto.

Valdés me contó, concisamente, algunos detalles de las acciones en que había intervenido.

Después de cenar y tomar café, comenzamos a pensar en el informe.

—No creo que le pueda decir a usted nada nuevo; pero, en fin, le daré mi opinión —me dijo Valdés—. Don Carlos, aunque probablemente no es hermano de Fernando VII más que de madre, tiene condiciones muy parecidas a él: es astuto, desagradecido, egoísta; se puede decir de él lo que de Fernando dijo un escritor francés: «Corazón de tigre y cabeza de mula». Don Carlos, como casi todos los Borbones, tiene la inclinación por la intriga, el favoritismo y la bajeza. Es verdad que ha odiado a Zumalacárregui, como odia a Maroto, a Cabrera y a todos los hombres fuertes, exaltados y valientes.

—Es decir, que es un miserable.

—Si a mí me gustaran los epítetos fuertes, no me parecía mal llamarle así.

Equilibrio carlista

—Para mí, al menos —siguió diciendo Valdés, después de contarme algunas anécdotas que ya conocía— hoy, los elementos importantes en el carlismo son Maroto, Arias Teijeiro, el padre Cirilo y el cura Echeverría. Cada cual tira por su lado; la fuerza de un grupo balancea la del otro, y así se establece el equilibrio. El día que uno de estos soportes del carlismo se quiebre, el equilibrio se perderá y todo el tinglado se vendrá abajo. Maroto tiene la fuerza material, pero no cuenta con la confianza del rey ni con los fanáticos; Arias Teijeiro cuenta con el rey, pero no con el ejército; el padre Cirilo es inteligente, intrigante, capaz de todo, pero su fuerza está en una sacristía, en un palacio o en un salón, pero no en el campo; el cura Echeverría tiene partidarios entusiastas en el pueblo, pero es tosco, y con él están solamente los brutos, como se ha llamado a sí mismo el general Guergué.

Los sobornables y los insobornables

—De estos cuatro elementos —siguió diciendo Valdés—, Maroto es, indudablemente, sobornable, no por dinero, el general es rico, sino por orgullo y por rencor. Maroto es un matón y un soberbio, pero al mismo tiempo es hábil y muy tenaz. Se la ha jugado a Cecilio Corpas, que es flexible y viscoso como una anguila, y al padre Cirilo, que es de la misma especie de animal de sangre fría. Maroto es muy cuco, y si puede pasar al ejército cristino de capitán general, pasará si es que el cambio le parece suficientemente satisfactorio para su ambición.

—¿Usted tiene la seguridad de esto? —le pregunté yo.

—Toda la seguridad que se puede tener en una cuestión así.

—Porque la cosa es muy importante para el Gobierno.

—Importantísima. Sigo adelante. El padre Cirilo es más sobornable todavía que Maroto. El señor arzobispo de Cuba no es hombre de descampados y de breñales; es hombre de salón, de damas elegantes; un Talleyrand de sacristía. A la primera ocasión, el padre Cirilo se pasará a la Monarquía liberal. Siempre muy católico, muy realista, sin abjurar de sus ideas, hará el honor de cobrar al Estado constitucional cincuenta o sesenta mil duros al año en cuanto le nombre arzobispo de Sevilla o de Toledo. Respecto a Arias Teijeiro, aunque dicen que es un danzante, no lo es tanto. Arias Teijeiro es el tipo del galleguito listo, mucha memoria, mucha viveza, mucho desparpajo. Arias no es sobornable, no es hombre que pueda ir, hoy al menos, a Madrid a alternar con un Mendizábal, con un Argüelles o con un Alcalá Galiano. Al cura Echeverría le pasa algo de lo mismo. Es un fanático, y un fanático que, fuera de sus navarros, a quienes exalta con sus discursos truculentos, no puede ser nada.

—De esto se deduce —le dije yo— que, según usted, hay dos grupos sobornables y dos insobornables. El de Maroto y el del padre Cirilo, sobornables; el de Teijeiro y el del cura Echeverría, insobornables.

—Eso es. Así que si el Gobierno de Madrid tiene fuerza y medios y buen sentido para influir en el campo carlista, su política será bien clara; consistirá en ayudar todo lo que pueda a Maroto y al padre Cirilo, y en reventar con toda su fuerza a Arias Teijeiro y a Echeverría.

Después de escribir la minuta y de leérsela a Valdés, nos despedimos los dos, muy amigos, y Valdés me invitó repetidas veces a que fuera a París, donde me presentaría a sus relaciones del faubourg Saint-Germain. El viejo dandy me dio sus señas en la rue Saint-Honoré, donde vivía.