PARÍS Y MADRID
A la primera ocasión que tuve fui a París.
El París de entonces no era el de ahora, este París enorme, cortado por grandes avenidas con árboles. Era todavía un pueblo de calles estrechas, misterioso, en donde todo parecía posible. No había este cuadriculado policíaco actual de la vida, que hace que en una inmensa ciudad como París, Londres o Berlín, se conozca a la gente casa por casa y cuarto por cuarto.
Eugenio de Ochoa me sirvió de cicerone; pero me enseñó, sobre todo, aquello que le podía dar lustre a él. Al cabo de quince días volví a Bayona.
Muy poco tiempo después, al comienzo de la primavera, don Eugenio me escribió diciéndome que sería conveniente que fuese a Madrid.
Me alegré mucho; tenía curiosidad de ver algo del interior de España.
Me ofrecí a mis amigos y conocidos bayoneses por si querían algo para Madrid. Gamboa me dio un paquete para que lo entregara al secretario del infante Don Francisco, el brigadier Rosales, y dos cartas, una, para don Ramón Gil de la Cuadra, y otra, para don Martín de los Heros, políticos amigos suyos.
Eugenio de Ochoa me dio también una carta de presentación para Usoz del Río.
A mediados de mayo marché a Santander, en barco, y de Santander, con grandes dificultades, a Madrid. Ya en el viaje me chocó la confusión y el desorden que había en todo, y me asombró, al entrar en Castilla, la cantidad de páramos y de desiertos que atravesamos.
Don Eugenio me esperaba en la Aduana, a la bajada de la diligencia, y me llevó a una casa de huéspedes de la calle del Lobo, donde vivía él.
Verdaderamente, Madrid me pareció feo y destartalado. La Puerta del Sol era una encrucijada sin importancia; todo lo encontraba muy polvoriento y descuidado.
—La verdad es que esto, al lado de París —le dije a don Eugenio—, parece poca cosa.
—¡Ah! ¿Tú también vas a ser de esos imbéciles que porque han estado unos días en París creen que han de despreciarlo todo?
Me callé, dispuesto a hacer las observaciones para adentro.
No es que yo despreciara Madrid; al revés: para mí, naturalmente, era más interesante que París, porque en París no podía ver más que paredes y calles, y en Madrid hablaba con gentes de cosas que me interesaban. Cierto que entonces todavía tenía ese pobre entusiasmo de admirar una calle ancha y recta, o un monumento muy grande, como si por eso fuera uno más feliz; pero aun a pesar de eso, como español, Madrid me interesaba más que París.
Yo comprendía claramente que, ante la vida europea, los españoles éramos muy poca cosa, que no pensábamos apenas nada. Madrid no llegaba a ser más que un barrio pobre de París.
¡Y la gente! ¡Qué mal aspecto! ¡Qué aire de miseria, de mala alimentación!
—Esta pobre España, tan enteca, tan mal dotada, ¿cómo ha podido hacer tanta cosa? —me preguntaba yo—. Ha sido el brío, la confianza, la ilusión, la que ha hecho levantarse estos Escoriales en medio de nuestros páramos. Hemos sido arquitectos con cañas, hemos construido sin medios; así ha resultado todo tan inconsciente.
En el tiempo en que yo he vivido, y sin ofrecer la historia española un interés universal, ¡qué tipos ha tenido nuestra época!, ¡qué fuerza y qué gallardía! Mina, el Empecinado, Zurbano, Zumalacárregui, don Diego de León… Si hubiera habido entre nosotros un poeta, estos hombres hubiesen llegado a ser universales, no por su ideología, que era seguramente mísera, sino por su brío y su prestancia. Yo en Madrid disentía un tanto de la opinión de las gentes; me hablaban mal del clima de la corte, que a mí me parecía magnífico, y me elogiaban cosas que yo no encontraba tan admirables. La Puerta del Sol, este pequeño foro, con sus militares, sus intrigantes, sus cesantes, sus rateros, sus mozos de cuerda, sus desharrapados políticos, sus sablistas y sus aguadores; todos estos grupos de hombres harapientos, con manta y calañés, y de señores con capa y sombrero de copa; las manolas de rumbo que pasaban a pie o se mostraban en las calesas, los chicos que corrían descalzos, vendiendo papeles y hojas volantes; toda esta gusanera revolviéndose al aire me interesaba mucho.
Paseé en el Prado con sus lechuguinos, sus damas aristocráticas, sus jóvenes oficiales; vi a la reina madre con Muñoz en su landó, y a la reina niña en un coche, tirado por seis mulas grises.
Pasé el tiempo en los cafés oscuros, llenos de humo, con los espejos manchados por las moscas, los divanes que olían a terciopelo arratonado; los mozos, que servían de mala gana; frecuenté La Fontana de Oro, La Cruz de Malta, el Café Nuevo, el de Venecia, el de San Sebastián; y vi en ellos tipos de todas clases, y militares de las varias guerras españolas de la península y de las Colonias, exclaustrados, masones, etc., etc. Leí El Guirigay y el Fray Gerundio, y los folletos anónimos y los papeles que corrían de mano en mano.
Estuve también en los toros a ver a Paquiro, Montes, y hablé con él un momento en el Café Nuevo.
Pasaba poco tiempo en la casa de huéspedes. Tenía en ella un cuarto bastante grande, blanqueado, un tanto oscuro, con una cama de madera, y en las paredes, estampas de Atala y de los Incas, con la leyenda en castellano y en francés. Siendo el cuarto tan triste y estando la calle tan alegre, ¿cómo quedarse en casa? La misma reflexión debían hacerse la mayoría de los madrileños, a juzgar por la gente que andaba por las calles.
Por la mañana, el criado que cepillaba las botas me despertaba cantando canciones liberales:
Guerra, guerra a muerte
a tiranos y a esclavos.
o aquello de
Viva, viva, viva, viva la nación;
viva eternamente la Constitución.
El oír estos guerras o estos vivas era señal de que había que levantarse. Efectivamente, me levantaba, y ya no volvía a casa hasta la hora de comer, si no comía fuera.
Hice mis visitas.
Primeramente fui a ver a los amigos de Gamboa, don Martín de los Heros y don Ramón Gil de la Cuadra.
Estos dos señores, los dos vizcaínos, de Valmaseda, vivían en la misma casa de la calle de Cantarranas, hoy Lope de Vega, donde también había vivido Argüelles. La casa era un antro de progresismo. En la visita a Gil de la Cuadra tuve el maligno placer de hacerle hablar de Aviraneta, diciéndole que Gamboa había estado muy preocupado con la estancia de don Eugenio en Francia.
Gil de la Cuadra habló pestes de Aviraneta: dijo que era un miserable intrigante, traidor a la masonería, difamador, enemigo de todas las personas sensatas, y a quien debían poner a la sombra.
Noté que no podía decir contra don Eugenio nada en concreto.
También visité a Usoz del Río, a quien encontré en compañía de don José Somoza. Los dos eran tipos raros y extravagantes. Somoza tenía la preocupación de la metempsicosis, y Usoz, la del protestantismo.
A Usoz le volvió a ver años después en San Sebastián, de vuelta de Inglaterra, ya declaradamente cuáquero.
Usoz no era, como dice Menéndez y Pelayo en Los heterodoxos, nacido en Madrid, sino americano, de familia navarra. Él no me lo dijo, porque no hablaba nunca de sí mismo, pero encontré su filiación en las notas policiacas del Livre Noir de Delaveau y Franchet, hechas en tiempo de Carlos X. La primera vez que le vi, Usoz estaba preparando un viaje a Londres. Usoz me presentó al escritor inglés Borrow, y me llevó a casa del embajador de Inglaterra en Madrid, sir Jorge Villiers; luego, lord Clarendon, hombre que tenía por entonces una gran importancia en la política española.
Fui también a casa del infante Don Francisco, y hablé con su secretario, el brigadier Rosales.
Este me preguntó mucho acerca de lo que se decía en Bayona.
De pronto, el brigadier me dijo:
—El otro día le vi a usted en el café hablando con un sujeto que se llama Aviraneta. ¿Le conoce usted?
—De vista nada más.
—Pues tenga usted cuidado con él. Es el mayor revolucionario de España, hombre muy peligroso. Su alteza real el infante Don Francisco y yo le conocemos mucho, por desgracia.
Estando hablando con Rosales vino el general Minuissir, y me presentaron a él. Yo tenía curiosidad por este hombre, y le pregunté algo acerca de las conspiraciones del tiempo de Fernando VII.
Minuissir no quiso hablar; ya no tenía ningún entusiasmo por los revolucionarios. Pocos años después, cuando el proceso de don Diego de León, Minuissir fue fiscal de la causa, y se habló mal de él por haber pedido con energía la muerte del reo. Se dijo que había exagerado el servilismo con Espartero; que era hijo de un cocinero italiano, y que cuando, como premio a su sumisión, le pidió a San Miguel la faja de general, este le dijo:
—Sería una faja manchada de sangre.
Cuando le conté a don Eugenio mi visita a Rosales, se rio:
—¿Así que Rosales dice que yo soy hombre peligroso? Más peligroso ha sido él para mí, que me ha propuesto varias veces conspirar a favor del infante Don Francisco.
—¿Es hombre revolucionario ese militar?
—Sí; si los demás hacen revoluciones en beneficio de su amo y de él, es revolucionario. Él es un cobarde, un tumbón. Le conocí en Ciudad Rodrigo, en 1823. Estaba allí de comandante sin mando.
Mientras nosotros nos rompíamos la crisma por aquellos vericuetos, él se entregó en seguida que llegaron los absolutistas.
Hablé con otras personas, y me presentaron en un salón de la buena sociedad. Habiendo vivido en un medio pequeño, como Bayona, con tantas precauciones, al llegar a un medio grande, como Madrid, en donde podía hablar a mis anchas, me encontraba como los soldados romanos, a quienes, después de haberles obligado a andar con sandalias de plomo, les dejaban correr libremente los días de batalla.
Acostumbrado a la ficción constante, no me costaba ningún trabajo mentir.
La frase de Talleyrand, o de quien sea, de que la palabra es un medio de ocultar el pensamiento, era uno de mis dogmas. Llegué hasta saber fingir la confusión de una manera perfecta.