XII

NUEVA TERTULIA

Cuando llegué a Bayona a hacer la vida ordinaria, me encontré con algunas ligeras novedades.

Se había instalado en mi mismo hotel González Arnao, que tenía su tertulia en su cuarto.

Solían ir a ella varios españoles, entre ellos Eugenio de Ochoa, hijo natural del abate Miñano.

Ochoa era por entonces un joven elegante, de veintitrés a veinticuatro años, muy emperifollado, muy culto y que hablaba perfectamente el francés.

También solía ir un pintor muy malo, Augusto Bertrand, entusiasta de lo más ñoño de la pintura francesa, ya de por sí un tanto ñoña. Monsieur Bertrand era gran admirador de David, de Ingres, y, sobre todo, de Greuze. Fuimos al estudio del señor Bertrand, que, cuando mostraba sus cuadros, daba una lente grande, como si se tuviera que contemplar la fractura de algún mineral o algún pequeño insecto.

Otro de los contertulios fue el profesor Teinturier.

Yo, a este hombre, no le entendía. Era republicano radical, entusiasta de Barbes, de Blanqui y de Martin Bernard y de los que con ellos preparaban la revolución en las sociedades secretas, y al mismo tiempo tenía una predilección marcada por Racine y los clásicos antiguos. Sin duda, aspiraba a una revolución con formas clásicas. Esto para mí era difícil de comprender. Yo me explico que los revolucionarios exaltados deseen la igualdad absoluta, el comunismo y hasta la antropofagia, pero revolucionarios con versos de Horacio y de Racine, no me caben en la cabeza. Para revolución con formas académicas, hemos tenido la Revolución francesa, y ya basta.

Teinturier, después de muchos rodeos, me pidió que le presentase en casa de madama D’Aubignac. Le dije que hacía tiempo que no la veía a esta señora, pero que en la primera ocasión le presentaría.

Cuando fui a casa de Delfina y se lo dije a ella, se opuso.

—De ninguna manera se le ocurra a usted traer a mi casa a ese señor —me indicó.

No repliqué nada.

—La vista sólo de ese hombre me molesta —añadió—. ¡Tiene un tipo tan vulgar! ¡Unas manos tan ordinarias! ¡Unos pies tan grandes! ¡Luego mira de una manera tan descarada!

—No crea usted. Es más bien la timidez. Está muy entusiasmado con usted.

—Pues, no; no le traiga usted aquí.

«¡Pobre hombre! —pensé yo—. Para eso ha estudiado tanto, para que no lo consideren ni siquiera a la altura de uno de estos oficiales majaderos e insolentes que se lucen en los salones». Siempre me ha chocado la poca comprensión que tienen las mujeres por cierta clase de hombres.

Estos tipos de hombres fuertes, que se creen más fuertes de lo que son, que ven a la mujer como un producto débil, más débil de lo que es en realidad, este hombre toro, que parece que debía ser el ideal de la mujer femenina, lo es pocas veces, casi nunca.

Conversación con Delfina

Delfina me preguntó si había vuelto a ver a Stratford. Le dije que le había visto un momento.

—¿No le ha hablado a usted de mí?

—No.

—Estamos reñidos.

—¿De verdad?

—Sí.

—¿Y por qué?

—Yo le tengo cariño a Jorge, le tengo por un caballero, por un hombre noble y bueno.

—Yo también.

—Yo desearía conservar con él una buena amistad, pero él no se contenta con eso.

—Él quisiera ser su amante.

—No.

—Pues entonces, ¿qué quiere?

—Él quisiera que yo abandonara mi casa y fuéramos juntos los dos a otro país.

—¿Y los hijos?

—Él me decía que nos llevaríamos los hijos.

—¿Pero su marido de usted?

—A mí, ¿qué quiere usted? No me importa nada mi marido, pero lo que no puedo sacrificar son mis hijos. Prefiero ser desgraciada.

Hablando del asunto llegué a comprender la situación respectiva de Delfina y de Stratford. Ella le había dado a entender la posibilidad de que él fuera su amante sin escándalo, lo que ocurría en muchos hogares. Él no aceptaba la solución. Nada de bajo adulterio, ocultándose del marido.

Afrontar la situación desde el principio y marcharse a otro país.

—Jorge es un corazón noble, y yo le admiro ahora más que antes —dijo Delfina.

Hablamos largamente, y me pidió que la primera vez que viera a Stratford le sondeara acerca de sus intenciones.

Al despedirme de ella, Delfina me dijo:

—Cuento con su discreción, Leguía, ¿verdad?

—Una vez he podido ser imprudente, pero dos, no.

—Así lo espero. Además, aquello era una niñería.

Cuando salí a la calle, todo lo que se me había ocurrido mientras hablaba con Delfina se lo dije al viento:

—Señora, usted es muy alambicada y muy cuca; quiere usted religión y libertad de pensamiento exclusiva para usted, costumbres muy severas y al mismo tiempo facilidad en las pasiones; ser muy honorable y tener un amante, tener un hombre enérgico y altivo y al mismo tiempo que se doblegue a sus necesidades y a sus caprichos. Todo esto no se encuentra más que en Jauja o en el país de las Gangas. Yo no diré nada, pero no seré tampoco el que intervenga en sus asuntos.