MUÑAGORRI Y SU GENTE
En San Juan de Luz visité a doña Mercedes, la madre de Corito, que me dijo que su hija vendría pronto.
De San Juan de Luz marché a Sara.
Me encontré allí con Cazalet, el bohemio, que había ido, sin duda, con alguna comisión para Muñagorri.
—¿Qué hace usted aquí? —le dije yo.
—Y usted, ¿qué hace?
Nos echamos a reír.
—Lo mío no es ningún misterio —repliqué—: he venido a ver a Muñagorri.
—Yo también. He estado hospedado en la misma casa en donde estuvo Don Carlos acompañado de Auguet de Saint-Silvain, titulado por el Pretendiente el barón de los Valles.
—¡Qué honor!
Entramos en una tienda, en donde había una muchacha muy guapa, que Cazalet conocía, y que se llamaba Pepita, Pepita Haramboure, y allí tomamos unas copas de vino blanco con bizcochos.
Cuando se fue Cazalet le pregunté a Pepita dónde podría ver a Muñagorri, y me dijo que tenía el campamento cerca del pueblo. Salí de la tienda y fui a ver si lo encontraba. Vi en el camino a varios hombres, por su aspecto soldados de Muñagorri. Le pregunté a uno de ellos dónde podría encontrar al jefe, y me señaló un caserío abandonado. Efectivamente, allí estaba, en compañía de otros dos hombres, moviendo con una gran cuchara un caldero de habas. José Antonio Muñagorri parecía un buen hombre. Era grueso, rechoncho, de cabeza redonda, de nariz aguileña, ojos negros y sonrisa amable.
—¿Ya ha comido usted? —me preguntó, hablando con un canto de aldeano vascongado.
—No.
—Pues dentro de una hora comeremos aquí. Si quiere usted venir…
Le dije que Aviraneta me había enviado para que me diera ciertos datos acerca de sus futuros planes.
—¿Conoce usted a Altuna? —me preguntó.
—No.
—Pues vaya usted a verle al pueblo. Estará ahora en la fonda de Hoyartzábal.
Fui a la fonda y lo encontré. Asensio Ignacio Altuna, el secretario de la empresa Paz y Fueros, dirigida por Muñagorri, era hombre alto, rubio, de buen color, de ojos claros, con un aire atlético.
—¿Ha comido usted? —me preguntó.
—No.
—Quédese usted a comer aquí.
—Me ha invitado también Muñagorri.
—No haga usted caso; aquí comerá usted mejor.
Me pareció poco cortés; pero, ya que el subordinado de Muñagorri me lo decía, me quedé allí.
Le expliqué a Altuna el objeto de mi viaje; cómo venía de parte de Aviraneta, quien probablemente pasaría mis informes al Gobierno.
—Le daré a usted mi opinión sin ambages —me dijo Altuna—. Muñagorri es un hombre inteligente y un hombre honrado. Es un tipo que encontrará usted aquí en el país vasco, bueno, optimista, pero de esos a quienes se les ocurre una idea y ya no varían jamás. Su proyecto de Paz y Fueros le parece admirable.
Yo sabía que esta idea no era originalmente de Muñagorri, pues había sido inventada por un amigo y compañero de Aviraneta, don Juan Olavarría, y patrocinada primero por el ministerio Bardají, y luego por el ministerio Ofalia.
—Muñagorri no avanza —siguió diciendo Altuna—, porque en vez de luchar por una causa vieja y tradicional tiene que defender una causa nueva inventada por él. Para esto, no basta un talento corriente: se necesita genio.
—¿Y él no lo tiene? —pregunté yo.
—No, no lo tiene. ¿Quién lo tiene? Él no es capaz de cambiar de ideas, pero sí de procedimientos. En su misma vida ha cambiado: Muñagorri, antes de ser fundidor, era de profesión escribano; luego abandonó el oficio y arrendó varias ferrerías en Berastegui, con lo que ganaba mucho y daba de comer al país. Tampoco es un aventurero. Ha sido un hombre rico, condecorado con la cruz de Carlos III, y ahora con su empresa se ha arruinado, y sus ferrerías de Berastegui trabajan fundiendo cañones carlistas.
—Así, que el jefe no es malo.
—No, no es malo.
—Pues corre por el país la idea de que es un inepto.
—No, no es verdad. Lo que nos pasa a él y a los suyos es que tenemos muchas dificultades.
Usted sabe que se organizaron en Bayona juntas de las cuatro provincias para que influyesen en el país y ayudasen a Muñagorri. Estas juntas no han dado resultado. El Gobierno nos abrió un crédito de dos millones de reales en la casa Ardoin. Este dinero ha venido mermado. ¿Quién se ha quedado con él? Yo no lo sé. Al principio patrocinaron la idea algunos de nuestros políticos y varios prohombres ingleses. Lord Palmerston y sir Jorge Villiers escribieron a lord John Hay para que nos favoreciese. Hoy ya no se acuerda nadie de nosotros, y únicamente el general Jáuregui nos alienta.
El cónsul Gamboa trabaja contra nosotros. En Bayona, las autoridades del Gobierno cristino nos han tratado como criminales y desertores. El sub-prefecto daba noticias a los carlistas de lo que hacía Muñagorri. Al cónsul esto le parecía muy bien.
—Es que este Gobierno español y sus empleados son de una incapacidad tan extraña, que llega a lo ridículo —dije yo.
—Parecen agentes de los carlistas. No nos favorecen los liberales, y los carlistas nos odian. El general Iturbe, que estaba comprometido, se ha puesto francamente en contra de la empresa. Los carlistas han empleado toda clase de recursos contra nosotros. El canónigo Batanero ha pedido para Muñagorri y su gente la excomunión. Necesitaríamos alguien que consultara con los generales cristinos y nos indicara sus intenciones.
—Yo puedo hacer eso.
Le dije a Altuna que, pasadas un par de semanas, tenía el proyecto de ir a San Sebastián para enterarme allá de qué pensaban los generales de la reina de la empresa de Paz y Fueros.
—Escríbanos usted con detalles el resultado de su entrevista —me dijo él.
—Lo haré, no tenga usted cuidado.
Volvimos Altura y yo al campamento de Muñagorri.
Canciones
Había concluido de comer Muñagorri con quince o veinte de sus partidarios, y un viejo cantaba una canción en honor del caudillo fuerista, que comenzaba así:
Carlos agertu ezkero
probintzi hauetan,
beti bizi gerade
neke ta penetan.
Naiz kendu guk deguna
beinere ezer eman;
Bost negar egiteko,
nunbait jaio giñan.
(Desde que Carlos ha aparecido en estas provincias, nosotros vivimos siempre en la fatiga y en la pena. Se nos quita nuestros bienes y nunca se nos da nada).
Esta canción lacrimosa me pareció muy propia de una empresa que marchaba tan mal.
Me despedí de Muñagorri y de Altuna, y tomé a caballo el camino de San Juan de Luz. Antes de llegar a Ascaín me encontré con tres muchachos carlistas que habían estado quince días en el campamento de Muñagorri y que pensaban volver de nuevo a España, al ejército de Don Carlos. Uno era guipuzcoano, el otro navarro y el otro francés. Se burlaban de Muñagorri y de sus planes, y me cantaron varias canciones contra él. El francés llevaba un pito, con el que tocaba. El guipuzcoano cantó:
Ez dute aditzen soinu eder hori,
Saratikan heldu da gure Muñagorri.
Riau, riau, riau, kataplau,
Gure umoria,
utzi alde batera,
euskaldun gendia.
(¿No oís un hermoso sonido? De Sara ha salido nuestro Muñagorri. Riau, riau, riau, cataplau, nuestro buen humor, dejad a un lado, gente vasca.)
Después de esta canción cantó otra más burlona, que empezaba diciendo:
Muñagorrien sarrera
espainiako lurrera,
legua gutxi aurrera.
(La entrada de Muñagorri en el suelo español, pocas leguas adentro.)
El navarro, a su vez, cantó:
Muñagorrien gendiak
sutan ez dirade trebiak;
bila liteke hobiak
sekulan ez du
gauz onik egin.
Gizon gogorik gabiak
gehienak desertoriak:
diru bila ateriak.
Aditu beharko dute beriak.
(La gente de Muñagorri no es muy lista para el fuego; podría encontrarse fácilmente otra mejor. Nunca ha hecho cosa buena la gente sin ganas: la mayoría, desertores. Tendrán que oír lo suyo.)
Estas canciones, mucho mejor que las palabras de Altuna, me indicaron que la empresa de Muñagorri marchaba muy mal.