IX

NOSTALGIAS

Hizo un par de días, mientras estuve en Cambo, deliciosos, de verano. El sol brillaba en el follaje nuevo de los árboles con una alegría, con una pompa espléndida y magnífica. Los manzanos y los perales estaban en flor; las abejas y los moscones rezongaban en el aire caliente. Este prólogo de la nueva vida tenía algo admirable y encantador.

Yo me sentía conmovido como con un acceso sentimental. Estaba a veces casi a punto de llorar.

Mi cuarto, con sus muebles rococós y sus retratos antiguos, tenía un aire tan poético y al mismo tiempo tan viejo, sobre todo cuando entraba el sol de media tarde, que me llenaba el espíritu de melancolía, de una melancolía dulce y poética.

Me parecía que vivía en un aire ya pasado, con cosas muertas, que tenían un perfume marchito, como un manojo de flores guardado en un armario. Cuando salía al campo pensaba que me gustaría vivir en uno de aquellos caseríos, marchando delante de la carreta con los bueyes, yendo con el aguijón al hombro y diciendo: «¡Aída! ¡Aída!», y que todas estas fantasías de intrigas políticas, de espionajes y de enredos no eran más que estúpidas maniobras que no tenían la menor importancia…

La verdad es que este país vascofrancés es encantador; más templado que el vascoespañol, menos montañoso y más soleado, parece hecho únicamente para dormir y soñar. Yo no he visto nada más ingenuo, más suave ni más amable. Allí no hay grandes montes rudos y melancólicos, ni cascadas, ni castillos roqueros de aire amenazador; allí no hay preciosidades artísticas, ni gente muy rica, ni gente muy pobre; todo es alegre, pequeño, sin exageración, claro, reposado.

El campesino vasco es casi el único aldeano de Europa que tiene hoy aspecto de campesino.

Cuando se le ve trabajar en su tierra con sus bueyes, está tan identificado con la Naturaleza, que se funde con ella. El contemplar a estos aldeanos es para mí uno de los pocos motivos que me induce a tener respeto por ciertas formas de la tradición. Muchas veces, contemplando el campo, recordaba aquellos versos de Elizamburu, el poeta de Sara, que fue capitán de granaderos de la Guardia Imperial de Napoleón:

Ikusten duzu goizean

argia hasten denean,

menditto baten gainean,

etxe ttipitto aintzin txuri bat,

lau haitz haundiren erdian,

txakur txuri bat atean,

iturriño bat aldean

han bizi naiz ni pakean.

(¿Ves por las mañanas, cuando la luz comienza a alumbrar, en lo alto del monte, una casa chiquita, con la fachada blanca, en medio de cuatro robles, con un perro blanco en la puerta y una fuentecilla al lado? Allí vivo yo en paz.)

Estos versos no tenían la originalidad de los de Goethe, de los de Víctor Hugo o de los de Heine; pero reflejaban dentro de su medianía admirablemente el deseo de un vasco de vivir en la tierra de sus antepasados.

Elizamburu, el capitán de granaderos que había recorrido media Europa, había sentido al escribirlos la nostalgia de su aldea, soñando con volver a su casa, blanca y pequeña, a la vida oscura del campo. Yo, que no había recorrido Europa, experimentaba un anhelo parecido.

Quizás era un anhelo intelectual más que real, un amor por una idea, por un concepto…

No conozco yo bien la casa campesina de otros países; no sé si es mejor o peor; pero no creo que me entusiasme como la casa vasca.

No me ilusiona el cortijo o la masía en donde apenas se hace fuego; ni las porcelanas, ni los azulejos, ni los suelos de ladrillo; a mí me gusta que en el hogar haya siempre lumbre, y que una columna de humo salga constantemente de la chimenea; me gusta que en la cocina haya poca luz, que huela a leña quemada, que haya una buena vieja junto al fuego y que se oiga cerca el mugido de los bueyes…

No, seguramente Aviraneta no tenía estos ridículos accesos sentimentales. Él era en sus ideas y en sus planes más constante, más tenaz; su personalidad estaba constituida de una substancia homogénea; no tenía esta heterogeneidad de mi carácter, ni tampoco este sentimentalismo mío, no sé si perruno o de capitán de granaderos.