VI

EN CAMBO

Al comenzar la primavera, la madre de Stratford nos invitó a Delfina, a madama Saint-Allais y a mí a pasar una temporada en Jaureguía, su casa de Cambo.

Tomamos un coche, y salimos de Bayona una mañana espléndida. Jorge Stratford nos acompañó, y fue todo el camino hablando animadamente con Delfina. Yo tuve que recoger como en un lacrimatorio las frases sepulcrales de la poetisa madama de Saint-Allais, que veía el mundo con los ojos del vizconde de Arlincourt, el segundo o tercero de la serie de los vizcondes ilustres que comenzaba por el de Chateaubriand.

Después de Ustáriz, pasamos por el Seminario de Larresore. Madama de Saint-Allais quería ver a un sobrino suyo que estaba educándose allí, y entramos. Nos llevaron a un patio con arcos, y luego a una gran terraza con un barandado de hierro, desde donde se divisaba la vista admirable del valle del río Nive.

Jaureguía

Poco después de salir de Larresore llegamos a Jaureguía, la casa donde vivía Stratford, cerca de Cambo.

Era una casa del tiempo del Imperio, con un hermoso parque de árboles antiguos, algunos cortados en formas artificiales, cónicas y redondas. Delante de la fachada había un jardín enarenado con macizos de flores y un estanque en medio.

Al entrar por la avenida principal nos salieron a ladrar dos perrazos grandes, que, después de cumplir su misión, se retiraron tranquilamente.

Stratford saltó del coche, ayudó a bajar a las señoras, dándoles la mano, y fuimos los cuatro hasta la gran escalera del hotel, donde aparecieron madama Stratford y un señor viejo inglés, afeitado, elegante, con un perfil aguileño, sir David Hardeloch, y su sobrina, una señora joven casada con un marino: Stratford nos condujo a cada uno al cuarto que nos destinaron.

El mío era un cuarto antiguo con muebles de estilo Luis XV, con dos ventanas que daban a un jardín con grandes árboles y una fuente redonda en medio.

Yo me vestí, me arreglé, me puse el frac azul que tenía para las grandes solemnidades, entonces el frac no era sólo prenda de noche, y bajé al comedor.

La comida fue un poco ceremoniosa, y yo estuve atento viendo lo que hacían los demás para no cometer una inconveniencia. Se habló en francés y en inglés. Después de comer, pasamos a un saloncito, desde donde se veía el curso del Nive, que se alejaba serpenteando por el valle, ancho y verde.

Se habla de España

El señor inglés, sir David, que era diplomático, me preguntó noticias de la guerra de España; y como yo me mostrara algo pesimista sobre la suerte de mi país y de sus destinos históricos, me dijo:

—No tenga usted cuidado. España está en un período de crisis, pero se arreglará.

—¿Cree usted?

—Sí. Por otra parte, pensar que España no ha influido en el mundo de las ideas, como se afirma ahora, es una cosa injusta. Los héroes españoles reinan todavía en la literatura del mundo, y el Cid, Don Juan y Don Quijote son universales. ¡Qué fuego en estas figuras religiosas, como Santo Domingo, Loyola y Santa Teresa! ¡Qué brío en el pensamiento de Mariana, Servet, Molina, Suárez, Molinos! ¡Qué hombres de hierro estos españoles de la conquista de América! Tipos como Hernán Cortés y Pizarro no se encuentran en ningún país. Los italianos del Renacimiento no llegan a la fuerza de estos hombres. En el arte y la literatura, los españoles tienen una personalidad de las más relevantes. Os falta en España un progreso material y ciencia moderna, porque lleváis un periodo largo de guerras y de miseria, y la ciencia y el progreso necesitan reposo, pero eso vendrá. Eso vendrá, porque es fatal, automático. Lo que os falta es precisamente lo que se improvisa. Se improvisa un investigador; lo que no se improvisa es un poeta, ni un artista, ni un historiador. Esto necesita tradición Le di las más efusivas gracias a aquel señor, porque desde que estaba fuera de España no había oído más que hablar mal de mi país.

—Estará usted contento —me dijo Delfina.

—Sí, señora. ¿Por qué negarlo?

Las mujeres y los poetas

Poco después nos enzarzamos en una discusión acerca de las condiciones artísticas de las mujeres.

Stratford defendía con cierto valor que las mujeres tenía muy escaso sentido artístico.

Las señoras le atacaban, creyendo, sin duda, un poco ofensivo el que Stratford las considerara sin dotes estéticas.

—El arte es la más masculina de las actividades —decía mi amigo—, no en el sentido de que sea más fuerte, ni más noble, ni más elevada, ni más superior, sino en un sentido orgánico sexual. Se ve que el hombre siente más el arte que la mujer.

—Quizá a las mujeres nos ha faltado libertad para desarrollarnos en este sentido —dijo madama D’Aubignac.

—Lo que nos falta a las mujeres es vanidad —añadió lady Hardeloch—. No tenemos esa tonta soberbia del hombre.

—¡Oh, oh! —exclamó, riendo, sir David—. ¡Qué descubrimiento está haciendo mi sobrina!

Madama Saint-Allais nos afirmó que las mujeres, por instinto y por una inspiración genial, sabían más que el hombre con su ciencia, sus experiencias y sus libros.

—No lo creo —replicó Stratford—. Si fuera eso verdad no habría tampoco mérito alguno, como no hay mérito en que usted sea mujer y yo hombre, pero, no lo creo; creo que no se aprende más que con esfuerzo y con atención.

—Indudablemente —dijo sir David—; pero no hay que estar tampoco demasiado seguro de ello.

Stratford reconoció que era siempre prudente no tener una confianza absoluta en las cosas, por lógicas que pareciesen.

Como contraste de la conversación anterior, se habló después de si los poetas y los artistas eran hombres capaces de grandes pasiones.

Madama Saint-Allais, siguiendo el tópico corriente, creía que un poeta, que un artista, era el hombre más apasionado, más capaz de amar.

Madama Saint-Allais nos colocó con este motivo una serie de frases románticas y sepulcrales sorbidas en el vizconde D’Arlincourt; el garbanzo negro en la serie de los vizcondes escritores ilustres.

—Yo no creo —dijo Stratford— en las condiciones amatorias de los poetas y los artistas. El poeta, como artista, es un ególatra: aspira a que la mujer le quiera y le admire. Ve en la mujer una concreción del público, un público apasionado que exagera su entusiasmo y disimula sus faltas.

—¡Cómo habla contra sí mismo! —me dijo, riendo, sir David.

—Quiere convencer a estas damas que no se le debe querer —añadí yo.

Después, la sobrina de sir David, lady Hardeloch, cantó trozos de El barbero de Sevilla, acompañada al piano por Delfina.