V

VARIEDADES SOBRE EL DANDISMO

Muchas veces venía Stratford a Bayona y pasaba el día conmigo, e íbamos a visitar a Delfina. Esta me preguntaba mucho por él.

—¿Qué hace el Bello Tenebroso? —me dijo una vez—. ¿Lo ha visto usted de nuevo?

—A Stratford no se le puede llamar tenebroso —le contesté yo—; no tiene nada de byroniano Delfina quería averiguar qué vida hacía el joven inglés, cuáles eran sus ideas y sus costumbres.

Stratford podía pasar por un dandy, pero su dandismo no tenía nada de donjuanesco.

No sentía Stratford el menor entusiasmo por el tipo de don Juan ni por la extravagancia. Su idea consistía en que había que vivir de una manera limpia y razonable. Su filosofía acababa en un estoicismo con cierto aire de fatuidad.

Este dandismo espiritual suyo no se parecía en nada al de Jorge Brummell.

—Hay que ser principalmente gentleman —decía él—; defender al débil, al niño y a la mujer, suponiendo que la mujer sea débil, y aunque no lo sea.

Indiferencia por la vulgaridad

Yo no me entendía completamente bien con Stratford. Su individualismo y el mío chocaban muchas veces, y aunque él era hombre generoso, su indiferencia por las cosas de los demás me molestaba.

No se le podía hablar de algo íntimo, porque desdeñaba las intimidades y confidencias.

El desdén por la vulgaridad era uno de sus dogmas.

—Yo soy implacable con el hombre estúpido y ramplón.

Stratford solía muy bien fingir la indiferencia y expresarla; para esto le ayudaba su aire frío.

No le gustaba lo enfático, lo exagerado.

—Toda idea exaltada es un peligro —decía—; una invitación a la grosería, a la violencia y a la brutalidad.

Sentía antipatía por los declamadores; había que tener según él, una actitud fría e impasible para las tonterías de la masa: nada de exaltación, de republicanismo francés, ni de democracia, ni de otras cosas, para él de mal gusto. También le repugnaban los crímenes y las canalladas colectivas.

Una vez, paseando por las Allées Marines, me decía:

—Yo prefiero el crimen a la vileza. Yo no sé si podría llegar al crimen individual. A lo que no llegaría nunca es al crimen político o colectivo. Antes de matar, prender o fusilar por defender un principio, me retiraría de la política.

—Es extraño —pensaba yo al oírle. Su posición espiritual era absolutamente contraria a la de Aviraneta, que afirmaba que por la salud del Estado se podía sacrificar a los individuos.

—El mundo es negro —añadía Stratford—; conservemos la cara y las manos limpias. No por limpiarlo vayamos a tiznarnos.

Era también el punto de vista contrario al de Aviraneta, que aceptaba el tiznado suyo para mejorar la sociedad.

—La mayoría de la gente hay que considerarla como manada —afirmaba Stratford—; luchar contra ella, es una locura. Si viene a nuestro encuentro, lo más prudente es apartarse.

Las máximas de Stratford me confundían y me hacían pesar el pro y el contra de muchas cuestiones que hasta entonces no se me había ocurrido examinar.

Todavía más que la exaltación política, repugnaban a Stratford las nuevas sectas religiosas que constantemente están naciendo en Inglaterra y en los Estados Unidos; pensaba que, de aceptar un dogma cerrado, el mejor era el católico.

Yo veía en la actitud de Stratford una actitud de decadencia, pues sólo en las sociedades que decaen aparecen estos tipos, que, en vez de apoyarse sobre las conveniencias sociales, se asientan en la tierra, y en vez de mirar con los ojos de todo el mundo, quieren mirar con los suyos.

Un aventurero

Por entonces apareció en Bayona un aventurero, un lion, que se llamaba o se hacía llamar Narbonne Burton. Este aventurero se decía hijo natural del conde de Narbonne Lara y de una señora francesa emigrada en Londres. A su vez, de Narbonne Lara, el presunto padre del lion, se decía que era hijo de Luis XV y de su hija Adelaida, es decir, que era hijo de su abuelo y hermano de su madre.

Este aventurero paró en mi hotel. Tenía el tipo borbónico, vestía bien y llevaba un alfiler con una flor de lis, de oro, en la corbata.

Hablé con él. Era un hombre solemne y vulgar; todo lo que decía estaba inspirado en las novelas de Balzac, en donde, sin duda, creía encontrar las esencias de la vida.

Él pretendía ser un lion como de Marsay o Ronquerolles o cualquier otro de los héroes balzaquianos.

El juego, la política, las duquesas diabólicas con aire angelical, los hombres monstruos, toda la fauna inventada por el novelista creía haberla encontrado en la vida.

Lo más divertido de este aventurero era que llamaba en serio primos suyos a Don Carlos y a María Cristina.

—Yo también soy un Borbón —me dijo varias veces.

Cuando le hablé del aventurero a Stratford, le pregunté:

—¿No quiere usted conocerle? Es un tipo que le interesará a usted.

—No creo. Es el tipo bajo de don Juan —me contestó con su indiferencia Stratford.

Sobre Don Juan

—Es decir —añadió Stratford—, hoy todos los tipos de don Juan son bajos e insignificantes.

Para mí don Juan no ha tenido valor más que allí donde ha habido creencias religiosas fuertes, donde la mujer se guardaba ansiosamente por temor al pecado y al infierno.

—En España.

—Claro, en la España de los Austrias, donde el amor tenía que luchar con enormes dificultades.

En otras partes, es una tontería. El Don Juan de Moliére me parece un contrasentido y hasta una ridiculez. ¡Un señor rico en Francia que seduce muchachas aldeanas! ¡En un país en donde las chicas están deseando dejarse seducir!

—Sí, ¡la verdad es que no es un gran mérito!

—Ninguno. El don Juan no tiene valor más que en la España católica y fanática de los siglos XVI y XVII, con un fondo de miedo al infierno, de terror místico, de misterio. Fuera de esa época y de España, es un personaje ridículo.

—¿Y todos esos franceses, ingleses y alemanes que han transplantado a su país el tipo de don Juan? —le pregunté yo.

—Pues son unos petulantes majaderos. Los de más talento no lo han podido rejuvenecer ni transplantar: Lord Byron no lo ha conseguido. Respecto a Lovelace, es un canalla insignificante.

Don Juan en el amor es lo que el hereje en la Teología. Se necesita un dogma activo, eficiente, con un brazo secular poderoso, para que haya un hereje; si no lo hay, el hombre que piense atrevidamente será un original, un librepensador, pero no un hereje. Lo mismo pasa en el amor; ¿no hay peligro, no hay misterio? Pues don Juan no puede ser un héroe malo y demoníaco, sino un señor vulgar. ¿Qué es el don Juan en este tiempo? Joven, es el calavera corriente; entrado en años, es el vieux marcheur, que se ve en París, rojo, pesado, delante de un escaparate tratando de seducir con su dinero a una aprendiza de quince a dieciséis años. En ninguna de estas edades creo que se le pueda ocurrir a nadie el tener a este tipo de don Juan como un ornamento de la humanidad.

—Y el dandismo, ¿no es algo así como una variedad del donjuanismo? —le pregunté yo.

—No. El dandy es un tipo más en consonancia con nuestro tiempo. Hoy se puede ser un dandy verdadero; en cambio, no se puede ser más que un don Juan falsificado.