LAS CARTAS DE LORD CHESTERFIELD
Mi profesora de inglés me dio, como libro para traducir, las cartas de lord Chesterfield a su hijo: Lord Chesterfield’s Letters.
Me pareció que este libro debía ser muy aburrido, lleno de lugares comunes, y no tuve ninguna gana de avanzar en su lectura.
Luego encontré la biografía del lord, y me indujo a seguir leyendo sus cartas el ver que un autor inglés, Johson, decía de Chesterfield: «Su señoría enseña a su hijo la moral de una cortesana y las maneras de un profesor de baile».
«He aquí lo que a mí me conviene —me dije a mí mismo—; un poco de moral cortesana y otro poco de maneras de maestro de baile. Esto me dará el barniz necesario para lucirme en sociedad». Encontré luego en el gabinete de lectura las cartas del lord traducidas al francés, y las leí rápidamente.
He aquí los hallazgos que hice:
«La sociedad es un país —dice el lord a su hijo— que nadie ha conocido por medio de descripciones; cada uno de nosotros debe conocerlo en persona para ser iniciado». Los pensamientos del lord pedagogo no llegan a la sublimidad, pero, indudablemente, son de buen sentido y de mucha discreción. Ambas cosas yo las necesitaba.
«No hay en el mundo —dice en otro lado nuestro autor— señal más segura de un espíritu pobre y pequeño que la inatención. Todo lo que vale la pena de ser hecho merece y exige ser bien hecho, y nada puede ser bien hecho sin atención». En otra parte dice nuestro lord: «Un joven debe ser ambicioso y brillar y excederse».
Es lo que había pensado yo también siempre; en contra de la moral familiar, de la modestia y de la humildad.
La moral de la cortesana
La idea de considerar el placer como complemento de la educación me produjo cierta sorpresa.
Es una idea del siglo XVIII que desapareció, sin duda alguna, con las predicaciones en favor de la austeridad de la Revolución francesa: «El placer —indica el lord a su hijo— es hoy la última rama de vuestra educación: él endulzará y pulirá vuestras maneras, os impulsará a buscar y a adquirir la gracia».
Aquí estaba uno dentro de la moral de la cortesana.
«Las cenas, los bailes, son ahora vuestras escuelas y vuestras universidades… No hagáis sacrificios más que a las Gracias. Sacrificad en su honor hecatombes de libros». «Las mujeres son las refinadoras del oro masculino; ellas no añaden, es verdad, pero dan el resplandor y la brillantez». Cuando el noble lord se siente maestro de baile, le dice a su hijo: «Ante todo, tener maneras».
Además de la moral de la cortesana y de la estética del maestro de baile, hay en el autor inglés los consejos de un diplomático y de un hombre de mundo, tipo quizá intermedio entre la cortesana y el maestro de baile.
He aquí unas máximas suyas reunidas: «Leed mejor diez hombres que veinte libros antiguos».
«Hay que conocer y amar lo bueno y lo mejor, pero no hacerse el campeón de lo bueno contra todos». «Es preciso saber tolerar las debilidades de los demás, dejarles disfrutar tranquilamente de sus errores en el gusto como en la religión.»
Los negocios diplomáticos
Ahora una pauta para dirigir una cuestión diplomática.
«Un asunto —dice nuestro aristócrata pedagogo— está a medias resuelto cuando se ha ganado la simpatía y las afecciones de aquellos con quienes hay que tratar. El buen aspecto, una representación fácil, deben comenzar la obra; las buenas maneras y mil atenciones deben llevarla al fin…, Suaviter in modo, fortiter in re… Después del conocimiento de los tratados, y de la Historia, y de los talentos necesarios para las negociaciones, viene el arte de agradar, de ganar el corazón y la confianza, no sólo de aquellos con quienes se colabora, sino también de aquellos con quienes hay que luchar. Es necesario esconder vuestros pensamientos y vuestros planes y descubrir los de los demás; ganar la confianza por una franqueza aparente y un aire abierto y sereno, sin ir más lejos; atraerse el favor personal del rey, del príncipe, de los ministros o de la favorita que mande como dueña en la corte adonde hayáis sido enviado; dominar vuestro carácter y vuestros gustos de tal manera, que la cólera no os haga decir o que vuestra fisonomía no traicione lo que debe mantenerse en secreto; familiarizaos, vivir en relación con las mejores casas del lugar donde os encontréis, de suerte que seáis recibido más bien como amigo que como extranjero… De la misma manera que hacéis una amistad, que os ponéis en guardia contra un adversario o que subyugáis una querida, haréis un tratado ventajoso desconcertando a los que os hacen la guerra, y ganaréis el favor de la corte a donde hayáis sido enviado. Vuestros planes harán de vos un negociador consumado. Agradad a todos aquellos que valgan la pena de ser conquistados; no ofendáis a nadie; guardad vuestro secreto e intentad arrancar el de los demás. Desconcertad los proyectos de vuestros rivales con diligencia y destreza, pero al mismo tiempo con las mayores consideraciones personales. Sed firme, sin exaltación. Los señores D’Avaux y Servien, nuestros hábiles negociadores en el tratado de Westfalia, no han hecho más. Los mejores negociadores han sido siempre los hombres más pulidos, los más bien educados, aquellos a quienes las mujeres llaman des hommes charmants. Yo sostengo que un ministro en el extranjero no puede ser un buen político, un político consumado, si no es al mismo tiempo un hombre de placer. Por amor de Dios, no perdáis nunca de vista estos puntos importantes: las gracias, las gracias personales… De diez individuos hay nueve que consideran la cortesía como sinónima de bondad y que toman las atenciones por servicios. El que se preocupa de tener siempre razón en las cosas pequeñas puede permitirse padecer errores en las grandes; se estará inclinado a excusarle.»
Divagaciones sobre los «homes charmants».
Esta teoría de la vieja diplomacia de lord Chesterfield me causó mucho efecto. En nuestro tiempo hubiera hecho reír a carcajadas al señor de Bismarck.
Llevado por la teoría del aristócrata pedagogo, me dediqué a aprender a hacer reverencias mirándome al espejo, echando el pie para atrás, y a sonreír amablemente. Creía en eso de los hombres encantadores.
Hoy tengo poco entusismo por los hommes charmants. Todavía un joven de elegancia afectada, está bien; pero un hombre cincuentón, sonriendo con coquetería y haciendo muecas de cortesana, es algo verdaderamente desagradable. Las canas, que ya de por sí son repugnantes, a pesar de los epítetos de respetables, venerables y demás, se hacen aún más repulsivas cuando están repeinadas y aliñadas.
La teoría de Chesterfield es falsa. Pensar que el hombre cuando ha aprendido, a fuerza de miserias y de vilezas —¿quién no las ha cometido?—, a ser falso constantemente, es cuando es encantador, es una idea absurda.
Entre esas gentes que tropezamos en las calles, en las oficinas y en los teatros, hay muchos inteligentes y llenos de astucia que saben saludar con una sonrisa amable, llevar una raya impecable en la cabeza y en el pantalón y que tienen esas gracias preconizadas por lord Chesterfield, y, sin embargo, no los queremos, no los ayudamos y los dejaremos arruinarse en la Bolsa o morirse en un rincón con perfecta serenidad; y, en cambio, seremos capaces de ayudar a un niño, de tenderle la mano y de salvarlo, a pesar de que tenga en germen todas las malas pasiones del hombre, sólo porque el niño, si es malo, egoísta, envidioso, lo es de una manera ingenua, sin astucia, sin premeditación y sin comiquería; y esto le basta para hacerse amable y simpático.
Esta idea de los hommes charmants del lord pedagogo es una idea de solterona inglesa y ridícula que no tiene ningún valor.
Nueva divagación sobre la teoría y la práctica
La verdad es que, por más que intenté llevar a la práctica los principios de lord Chesterfield, no conseguí gran cosa.
Nadie obra exclusivamente por principios, sino impulsado por el instinto; pocos al ejecutar razonan previamente; más bien improvisan. Además, entre la teoría y la práctica, hay un abismo.
¿Quién no lo sabe?
Nunca he comprendido la exactitud de esta vulgaridad como en el hotel de un pueblo alemán donde estuve hace días. En ese pueblo conocí a un doctor, hombre sabio e inteligente, a juzgar por su conversación.
Era un señor grueso, rechoncho, con grandes bigotes y barbas grises, armado de unos anteojos dobles, a través de los cuales se veían sus ojos azules.
El doctor comía con avidez, pero distraído. A veces me preguntaba después de comer algo:
—¿Estaba bueno esto?
—¿No lo ha comido usted?
—Sí; pero yo no me fijo.
Este señor cantaba la Naturaleza con un lirismo germánico, ¡oh Natura, qué bella eres!; pero luego hablaba a continuación de las miasmas, de los microbios, de los mil peligros que hay en el ambiente. El aire, el agua, las plantas, las flores, todo se hallaba infestado, según este entusiasta de la Naturaleza.
Estaba yo hace unos días sentado en el hall del hotel, que tenía una gran ventana a la calle, cuando entró el doctor. Se acercó a mí, se sentó en una butaca de mimbre, y me dijo, de pronto, en francés:
—¡Aj! Aquí hay moscas.
—Sí.
—¡Qué porquería!
—Sí; es un poco desagradable, pero ¿qué se va a hacer?
—La mosca es uno de los animales más perjudiciales del mundo.
El doctor habló de la mosca doméstica, de la Stomoxys, de la Antromya, de la Sarcophaga, de la Piophila…
—¡Aj! —exclamó luego— la mosca es el vehículo de innumerables enfermedades (citó quince o veinte). Sobre todo, esas verdes (dijo el nombre científico) son malísimas. A mí me repugnan.
Después de decir esto, el doctor se levantó, se acercó al ventanal, y con el pulgar y el índice aplastó siete u ocho moscas, y luego se pasó los dedos, sonriendo, por los bigotes, con gran tranquilidad.
Yo le miraba en el colmo del asombro y de la estupefacción, y él seguía sonriendo, sin comprender qué salto mortal había dado, sin notarlo, entre la teoría y la práctica.