III

STRATFORD GRAIN

Jorge Stratford Grain, el joven inglés que me había servido de testigo en el desafío, era un muchacho elegante, moreno, de cara larga y tipo aristocrático. La cara de Stratford era de esas caras que se contemplan a gusto; daba la impresión de una fisonomía serena y amable.

Jorge sabía mucho, tenía una gran cultura; había pasado tres o cuatro años enfermo del pie, sin poder andar más que con muletas, y durante este tiempo se dedicó a leer. Su madre vivía en una casa magnífica, en Cambo.

La madre de Stratford era una señora alta, con un aire de reina, de unos cuarenta a cuarenta y cinco años, con una amabilidad un tanto imperiosa.

A la madre, como al hijo, los había conocido en casa de doña Paca Falcón; después, a Jorge le traté con motivo de mi desafío, y llegamos a intimar.

Tenía Stratford un hermano y una hermana mayores, en Inglaterra, por los que sentía gran afecto.

Me habló de que su hermano había hecho la expedición de Vera, en 1830, con Mina y con Fermín Leguía.

Tuvimos grandes charlas, sobre todo mientras yo estuve en la cama con la herida. Hablamos mucho de política y de literatura. El desenfreno en el elemento patético, cosa típica en nuestra época, era para él algo que le producía repugnancia. Stratford se sentía antirromántico.

—Toda esta literatura romántica de hoy —me dijo un día— es sólo confusión y aparato de afectación; quiere ser muchas cosas al mismo tiempo, y, a veces, no es nada. Bien está ser elástico y poder saltar, pero no se saltará nunca por encima de la propia sombra.

Yo no estaba completamente conforme con él. Es cierto que en la literatura romántica del siglo XIX hay mucha cosa pesada, exagerada y ridícula; pero, aun así, es la única que todavía conmueve al hombre moderno.

Como siempre sucede, en el seno mismo de una tendencia aparece ya un impulso contrario, y Stratford se había saciado en su juventud de romanticismo, e iba teniendo una inclinación opuesta a él.

—¿Quién había de pensar —me decía una vez— que La Nueva Eloísa, Pablo y Virginia, Atala y El Genio del cristianismo y los Poemas, de lord Byron, estarían ya tan olvidados? Es la vida, la naturalidad, lo que perdura. El asno de Oro, de Apuleyo; El Satiricón, de Petronio, o El lazarillo de Tormes, aunque no son más que juguetes, vivirán más que todas esas obras aparatosas de literatura recalentada.

—Cierto —pensaba yo—; hay una clase de romanticismo que muere, pero hay otra que vive, como el de Goethe, el de Dickens, el de Balzac, el de Carlyle, y que vivirá siempre.

Varias veces supuse que Stratford escribía; pero por más insinuaciones que le hice respecto a esto, no me dijo nada. En algunas cosas era de una extrema reserva.

Stratford tenía un vivo deseo de ir a Londres y de escuchar a los grandes parlamentarios ingleses.

Sobre todo, Disraeli le producía una gran curiosidad.

Su madre no quería dejarle marchar hasta que no estuviera completamente fuerte, pues le consideraba todavía como un niño, y como un niño débil.

Estuve una vez con Stratford en su casa de Cambo, y, tanto él como su madre, me convencieron de que debía estudiar el inglés.

Había en Bayona una señorita vieja, miss Rose, a quien los Stratford conocían por miss Rose, la flaca, porque, sin duda, había habido otra del mismo apellido, a quien llamaban miss Rose, la gorda.

Fui a casa de miss Rose, la flaca, y comencé con ella a dar lecciones de inglés.