En la frontera del Tirol

Como el enfermo que cambia de postura, me he trasladado a otro pueblo del mismo valle de los Grisones.

Es un pueblo en un alto, desde el cual se divisa un gran panorama de montes de Suiza y del Tirol. He ido al único hotel de la aldea, que tiene una espléndida terraza.

Estamos ahora en el momento más caliente del verano; el sol brilla de una manera implacable y el cielo se muestra uniformemente azul.

A la caída de la tarde salgo a pasear. El río murmura en el fondo del valle; se oye en los montes, entre los árboles, el cencerro de las vacas y el sonido romántico del cuerno de los pastores.

Por el camino no pasa casi nunca nadie; a veces me cruzo con algún hombre barbudo en un carro y, con frecuencia también, con un deshollinador vestido de negro, con un sombrero de copa encasquetado en la cabeza y una escalera en la espalda, que marcha montado en bicicleta.

Como el campo está seco, me siento sobre la hierba y contemplo estos prados con las anémonas y pulsatilas florecidas, de colores variados; los vilanos del diente de león y de las escabiosas, que se deshacen con el viento; los tomillos, las saxífragas, las siemprevivas y las pequeñas flores azules de los miosotis.

Cuando el sol se retira se siente en seguida frío, y vuelvo a mi cuarto del hotel.

No tengo nada que hacer, no tengo nada actual en qué pensar, y me dedico a seguir mis Memorias.