XIII

LA ARBITRARIEDAD

Iba intimidando más con madama D’Aubignac y asistiendo con frecuencia a su casa.

Delfina encontraba que mi manera de hablar francés era dura y recortada, y me recomendó que aprendiera de memoria trozos de Corneille y de Racine, como El sueño de Atalia, El furor de Hermiona, Las imprecaciones de Camila, cosas que me aburrían lo indecible. También me recomendó que leyera en voz alta Los mártires, de Chateaubriand. Tampoco podía con ellos; todos los personajes del ilustre vizconde me parecían de cartón, figuras sin relieve ni calor humano, como las estampas que reproducían cuadros de Ingres y de David, que tanto gustaban a Delfina.

Para convencerme con el ejemplo, madama D’Aubignac me leyó una vez aquel trozo de Los mártires: «Pharamond! Pharamond, nous avons combattu avec l’épée!». Ella pronunciaba esto de una manera perfiladísima; a mí me parecía todo ello amaneramiento y afectación. Si no de una manera clara, con algún circunloquio se lo dije.

La afectación y la tradición

Para Delfina, el reproche de afectación no constituía un defecto. Ella creía que la afectación amanerada era la verdadera forma de civilización; suponía que la pérdida de las costumbres y de las modas de la antigua sociedad francesa, con sus peinados y sus pelucas, sus moscas, y sus tacones rojos, y el colorete, era lastimoso. A mí todo esto me sorprendía y me indignaba. Ahora no me hubiera indignado; comprendo que la sociedad que pretenda ser elegante tiene que ser amanerada, jerárquica y tradicionalista. Las cosas no se improvisan tan fácilmente como quieren creer los revolucionarios.

Durante mucho tiempo yo he tenido el desdén y la antipatía por la tradición en la política, y sobre todo en la literatura, y he llegado hasta leer con gusto los libros de Tolstoy, Dostoievski e Ibsen, con su psicología del hombre solo y desnudo de viejas fórmulas; pero ahora voy volviendo al redil y prefiero la psicología del hombre vestido, acompañado y con tradiciones.

Del amor por la literatura oscura y caótica, aunque llena de sugestión, he pasado, por grados sucesivos, al gusto, para mí aviranetiano, por la claridad y la sequedad.

Es la influencia de la vejez y el retorno a lo antiguo.

Actualmente, este gusto no es un gusto a la moda, porque el público de hoy desea la solemnidad, y que el poeta, el músico, el cantor y el bailarín tomen aires de sacerdotes; pero, en fin, no me preocupa gran cosa estar a la moda.

Incomprensión

Delfina era muy partidaria de la aristocracia; yo me sentía entonces rabiosamente demagogo.

Hoy tampoco lo soy. No se puede creer que un hombre, por el hecho de pertenecer a una familia aristocrática, sea sólo por eso noble y distinguido; ni al revés: que un hombre, porque su familia haya sido oscura, sea un bruto; pero que en el régimen de vida actual hay mucho en el individuo que se pega de la familia, es indudable.

Delfina me preguntó por los Leguía, y cuando le dije que tenían su escudo, le pareció bien.

La verdad es que hay una incomprensión completa entre las personas de los distintos países.

Delfina aceptaba únicamente su punto de vista francés; más, era un defecto; menos, también.

Creía, como un dogma, que el idioma francés era bonito, y el alemán y el inglés, feos. Yo le decía:

—Para mí un idioma es bonito si se entiende. Si no se entiende y no se ha oído, todos los idiomas parecen absurdos. La prueba está en los chicos. Un chico oye hablar a un extranjero y se burla de él; le parece ridículo.

Delfina no aceptaba mis puntos de vista generales. Hablábamos, por ejemplo, de las mujeres españolas, y las reprochaba que andaban con pasos menudos y con mucho melindre.

—Sí —decía yo—; las españolas son más pequeñas de estatura que las francesas; tienen que dar los pasos más cortos; si le gusta a usted que una mujer tenga el paso largo, le gustará la manera de andar de una inglesa.

—¡Ah, no! La inglesa anda como un granadero. En todo, Delfina era lo mismo. Ella tenía que dar la norma: estaba en el fiel de la balanza.

Descontento

Iba estando nervioso y poco satisfecho en Bayona. Pasaba el tiempo y no hacía nada; los planes de Aviraneta no tenían el menor éxito; la casa de comisión no marchaba bien, cosa natural, porque no ofrecía condiciones de vida. En el primer negocio que quise intervenir tropecé con la mala voluntad del cónsul Gamboa; llegamos a reñir, y yo le dije algunas cosas duras.

Hubiera vuelto a España con mucho gusto, ¿pero adónde? El ir de dependiente de comercio me parecía horrible; volver a mi casa de Vera, estando mi padrastro, no lo hubiera podido soportar.

Hice un viaje a San Juan de Luz, a visitar a la madre de Corito, y esta señora me acogió muy fríamente. A mí me fue también bastante antipática mi futura suegra; me pareció muy orgullosa y muy entonada.

Volví a Bayona pensando que la suerte me volvía la espalda. Estaba desesperado y desilusionado. No tenía tampoco un amigo a quien contar mis penas.

Mucho de mi mal humor se convirtió en autocrítica.

—¡Qué bruto soy! —pensaba muchas veces—. ¡Qué farsantería hay dentro de mí! ¡Me emborracho de petulancia y de deseo de ser interesante!

Entre los demás y yo mismo me habían laminado. Aviraneta, doña Paca Falcón, madama Laussat, Delfina, la madre de Corito, me habían alargado y estrechado y puesto en el lecho de Procusto. Iba perdiendo toda espontaneidad y toda alegría.

Hablando de esto, Delfina me decía:

—Se va usted haciendo un hombre, y antes era usted un niño.

La verdad, no agradecía el cambio.