XII

LA DUQUESA Y SU ABATE

Un día, en la puerta del hotel, me encontré a un abate que me preguntó, en castellano, dónde estaba el Consulado de las Dos Sicilias. Le dije que no lo sabía, pero que podía preguntar en el Consulado de España, en la plaza de Armas.

A la hora de comer le volví a ver al abate. Era un tipo raro, con una cabeza dantesca. Llevaba melenas. Tenía la frente ancha, arrugada, tempestuosa; el entrecejo, fruncido; la nariz, corva, un poco roja; los labios, finos; la boca, sardónica; las cuencas de los ojos, grandes, y los ojos, negros e inquietos.

Tenía una cara de Polichinela, pero de un polichinela sombrío y tétrico.

Al volver a encontrarle me saludó con una profunda inclinación de cabeza.

Al mozo del hotel le pregunté:

—¿Quién es este tipo?

—Es un abate que ha venido con una señora. Se han inscrito en el hotel así: «La duquesa de Catalfano y el abate Girovanna».

Al día siguiente, el abate me volvió a hablar me dijo que la duquesa tenía interés en conocerme.

No comprendí qué interés podía ser el suyo, pero fui con el abate al cuarto de la duquesa.

Era esta una mujer de unos cuarenta años, con la cara larga y marchita, la nariz también larga, el color muy pálido, los labios muy finos, con las comisuras para abajo. Tenía un aire de galgo, un tipo muy aristocrático, se manifestaba muy lánguida, muy amable y como sumida en una profunda tristeza. Toda su vida estaba en los ojos, unos ojos claros, profundos y enigmáticos, que miraban muy atentamente, con una fijeza de felino.

Hablamos un instante la duquesa y yo, y al salir de su habitación, el abate Girovanna se despidió de mí con grandes demostraciones de amistad.

Volví a interrogar al mozo acerca de aquellos extraños personajes. Me dijo que la duquesa vivía alternativamente en Nápoles, en Niza y en París, y que el abate Girovanna hacía las veces de secretario o de mayordomo, aunque en sus relaciones con la duquesa más parecía el amo.

Un hombre extraño

Al día siguiente, el abate Girovanna fue a mi oficina y estuvo charlando largamente conmigo.

Hablaba español muy bien, aunque en su conversación mezclaba palabras de italiano y de francés.

Me invitó a dar una vuelta; fuimos paseando por los Arcos hasta la catedral, tomamos hacia la muralla, y por el Rempart Lachepaillet salimos a la puerta de España.

Me habló de las torres que había habido antiguamente en Bayona, y me indicó los sitios por donde pasaba la muralla galorromana.

—Vamos a seguir un poco hacia San Pedro de Irube —dijo—. Este camino sé conocía antes con el nombre de camino de los Agotes.

Luego vi que, efectivamente, así era.

El abate me dijo que se llamaba Jenaro Girovanna y que había nacido en Nápoles, aunque se consideraba cosmopolita. Me asombró. Era un hombre inquieto y turbulento. Sabía diez o doce idiomas. Su cabeza no regía bien: discurría a veces con buen sentido, pero de pronto desbarraba. Me dijo que era botánico y médico; me habló de todos los países del mundo, y me contó unas cosas que me dejaron espantado.

Según él, en los últimos tiempos, en las Cortes de Roma, de Nápoles, de Viena y de Madrid, se había envenenado mucho.

—No lo creo —le dije yo.

—No sea usted naivo —me contestó él—. Está probado. Muchos príncipes, palaciegos y cardenales han muerto envenenados.

—¿Y se sigue envenenando?

—No; porque ha habido un químico inglés, Marsh, que ha descubierto hace un par de años un aparato que revela los rastros del arsénico, y el arsénico era el veneno más usado.

El abate Girovanna me contó una porción de casos de envenenamiento, y sólo se interrumpió a la vuelta de nuestro paseo para mirar con curiosidad un escaparate de una tienda de ultramarinos de la calle de España, que no tenía nada de curioso.

Al día siguiente, el abate volvió a mi oficina, y salimos a pasear hacia Anglet.

El abate me interesaba cada vez más. Yo no he conocido un hombre más sugestivo que aquel siniestro Polichinela. Tenía una ciencia de benedictino, una memoria repleta de datos, de ideas, de conocimientos.

A esto unía una versatilidad de mujer histérica y una imaginación de taumaturgo. Era una cabeza capaz de abarcarlo todo. La Historia la conocía al dedillo; se ponía a hablar de geología y explicaba la formación de los terrenos con un lujo de detalles de un especialista; de esto pasaba a la política o a los idiomas, y se veía que no sólo sabía de todo, sino que tenía de la mayoría de las cosas una idea propia y original.

Sabiendo que yo era vasco, me habló en vascuence, y me explicó una porción de particularidades del idioma que yo ignoraba.

El abate tenía unas opiniones radicales. Decía que el cristianismo y los bárbaros del Norte habían perdido el mundo.

Para Girovanna, todas las extravagancias de la época tenían una gran importancia: la frenología, el magnetismo animal, la nigromancia. Creía también, o por lo menos aceptaba, la posibilidad de que existieran elixires de larga vida y bebedizos hechos con sangre de niño. Hablando de esto, expuso la teoría de que la sangre fresca, fuerte, debía emplearse en ciertos casos en alargar la vida de los hombres superiores.

Cada vez que le veía al abate mostraba una nueva faceta. Resultó que era también algo ventrílocuo y prestidigitador. Lo más curioso suyo era el rápido cambio de estado espiritual. Pasaba de la alegría a la tristeza, y de la risa casi al llanto, sin tránsito apenas.

A mí me producía una mezcla de atracción y de horror. Algún día no apareció; luego me dijo, más tarde, que a veces tenía dolores muy fuertes en el pecho y en la cintura, y que para calmarlos tomaba opio.

Sus observaciones frenológicas eran muy curiosas; de repente cambiaba de aspecto y se notaba que experimentaba una gran curiosidad o una gran repulsión por una persona en cuya cabeza había visto algún signo que le desagradaba.

—Tiene usted la sagacidad comparativa —me dijo una vez.

—Y eso, ¿en qué se distingue?

—En esa protuberancia de en medio de la frente.

Yo, no sé por qué, no creía en esto gran cosa, y se lo dije.

—Pues hay algo de verdad —replicó él—. Fíjese usted en los hombres valientes, decididos, que tienen condiciones para la música y las matemáticas. Verá usted que casi siempre tienen la cabeza ancha y las sienes abultadas; en cambio, en los grandes poetas, en los artistas, en los historiadores, no verá usted con frecuencia esas cabezas, sino cabezas largas, con la frente prominente.

—¿Y yo qué clase de hombre soy, según usted?

—Usted es un hombre sensual; pero hay dos cosas en usted fuertes que corrigen su sensualidad.

—¿Y son?

—La intuición y la lógica. Usted no hará grandes tonterías; si las hace será llevado por el orgullo o por la curiosidad, impulsado por una pasión intelectual, pero nunca por el instinto ciego.

A la semana de conocerme el abate me dio un frasquito que contenía un narcótico.

—Guárdeselo usted —me dijo—; a veces se encuentra uno con una persona que estorba. Se le dan unas gotas de este licor en un vino capitoso, y va lo tiene usted fuera de combate.

Hice la prueba dándole unas gotas en un terrón de azúcar al perro del hotel, que se quedó durante muchas horas dormido. En vista de la eficacia del narcótico, me decidí a llevar siempre el frasquito en el chaleco, en el bolsillo del pecho, hasta que pensé que estaría viejo y lo tiré.

Una proposición

A los diez o doce días de conocerle, el abate me propuso ser secretario de la duquesa. Él empezaba a perder la memoria y a estar demasiado nervioso. Me daría quinientos francos al mes y todos los gastos pagados. Tendría en perspectivas una vida espléndida, viajes, gran mundo, trato con mujeres hermosas… Como para mostrarme la generosidad de la duquesa, me mostró un sobre lleno de diamantes y esmeraldas que ella le había regalado.

Yo, pensando en Aviraneta, le contesté que tenía que consultar con mi padre.

—¿Para qué? Los padres nunca saben dar buenos consejos…; pero, en fin, haga usted lo que quiera.

Estaba indeciso; la proposición me halagaba extraordinariamente. No sabía qué hacer, y me decidí a explicar el asunto a Delfina. Ella me dijo que le parecía una imprudencia el seguir a la duquesa y al abate, que probablemente serían unos aventureros.

—Es muy extraño —añadió ella— que le hagan un ofrecimiento así, sin motivo alguno, y sin conocerle. Por lo menos, entérese usted de quiénes son.

El consejo era bueno y me determiné a seguirle. Fui a ver al canciller del Consulado de España para que pidiera al cónsul de las Dos Sicilias datos de la duquesa y del abate.

Al día siguiente los dos habían desaparecido.

Rumores

Poco tiempo después corrió el rumor extraño de que la duquesa de Catalfano era una mujer vampiro.

Se dijo que al ver a un muchacho de la fonda que se había hecho sangre en una mano le había entrado una gran agitación, brillándole los ojos como a un ave de rapiña; que tomó la actitud de abalanzarse hacia él, y que el abate le había detenido.

Luego se añadió que la duquesa necesitaba para vivir el sorber sangre, y que el abate le llevaba muchachos engañados.

No se pudo averiguar de dónde salió este rumor ni de qué procedía; a pesar de no tener la menor verosimilitud, la idea me hacía temblar.

Más o menos claramente, había tenido la sospecha de que la titulada duquesa era una mujer lasciva que se valía de su secretario para tener hombres jóvenes.

Luego se dijo que detrás de la duquesa y del abate vino a Bayona un viejo de Nápoles, a quien el abate le había llevado un hijo que no se sabía dónde estaba. Tampoco pude comprobar esto. Lo que sí resultó verdad fue que, en Niza, el abate se hacía llamar Lazaretti y ella la princesa de Campo Chiaro.

También averiguamos que a una señora vieja del hotel, el abate había prometido regenerarla y convertirla en un jovencito la primera luna del año siguiente. La señora estaba desconsolada por que el abate se había marchado, dejándola preocupada y pensando, sin duda, en la transformación que iba a haber en sus instintos para que le empezaran a gustar las mujeres más que los hombres. Con este motivo se habló de Cagliostro, del conde de San Germán, de los elixires, de los vampiros y de los brucolacos.

Yo no creía gran cosa que Girovanna fuera un bandido. Más bien pensaba que era un hombre fantástico y raro y amigo de asombrar con sus conocimientos y sus ideas; pero aun así me producía cierto espanto.

Delfina se rio mucho comentando los peligros a que me hubiera expuesto si llego a aceptar la plaza de secretario de la Catalfano.

—Lo que me choca es que creyera usted que le iban a hacer un ofrecimiento tan espléndido por nada. Algo le tenían que pedir.

—Sí; es verdad.

—En parte es usted muy modesto y en parte muy orgulloso.

A veces, en sueños, recordaba a la duquesa y al abate con sus ojos hundidos y su aire de Polichinela, y muchas veces imaginé que entre los dos me metían en una campana de cristal y me dejaban exangüe y blanco como un papel.