XI

MADAMA D’AUBIGNAC

Madama D’Aubignac, Delfina Vitelli, no se parecía en nada a madama Laussat; era un tipo completamente distinto.

Madama D’Aubignac tendría entonces veinteséis o veintisiete años. Era rubia, con un color como desteñido, de ojos azules, la nariz recta, las cejas finas, la boca pequeña, de labios pálidos, la expresión reservada y un tanto teatral. Era muy elegante y esbelta; tenía las manos delgadas, de dedos largos, con las que accionaba muy bien, y tomaba unas actitudes artísticas. Tenía un niño y una niña. Delfina era nieta de un italiano, y decía que era descendiente de Vitellozzo Vitelli, uno de los condottieri muertos por César Borgia en la célebre emboscada de Sinigaglia.

Delfina tenía un ingenio muy agudo y un gran sentido de observación, lo que no le impedía ser muy romántica.

Entonces, no; pero hoy hubiera dicho que era una mujer envenenada por la literatura. Le hubiera gustado ser sacerdotisa como Velleda, no como la de Tácito, sino como la de Chateaubriand, y tener un destino trágico y triste. Excitada por la literatura y por la música, Delfina era una mujer descontenta, una mujer alambicada, con una gran inclinación a las sutilezas psicológicas y literarias, muy aficionada a escribir largas cartas con análisis espirituales.

Madama D’Aubignac tenía en sus reuniones la actitud de una señora de casa que aspira a que la gente se distraiga en su salón; hablaba de una manera muy insinuante, y sus explicaciones eran siempre claras, precisas, sin oscuridades, y las ayudaba con el gesto y con el ademán de aquellas manos de dedos largos y finos.

El señor D’Aubignac era militar, hombre correcto, frío, realista y muy arbitrario. Oí decir que se había casado con Delfina principalmente por la dote; guardaba consideraciones a su mujer, pero no le tenía cariño. Galanteaba a madama Picamilh, que era una morena opulenta, de ojos negros, que estaba muy enamorada de su marido.

El señor D’Aubignac me trataba muy amablemente.

Las amistades de Delfina

A casa de Delfina solían ir con frecuencia madama Picamilh y madama Saint-Allais, que era una viuda vaporosa, como una sílfide, que hacía versos sepulcrales. También iba madama Laussat, pero Delfina sabía demostrar que no consideraba a esta dama entre sus amistades íntimas.

Los hombres que acudían a las reuniones eran en su mayoría militares, aunque había también paisanos, magistrados, empleados y comerciantes. El clero frecuentaba poco la casa; algunas veces iba un canónigo, y, en una o dos ocasiones, el obispo, que se dedicó a galantear a las señoras.

Uno de los hombres que más bullía era el doctor Iriart, hombre alto, viejo, muy empaquetado, muy derecho, muy bien vestido, y a quien se le tenía por una eminencia. El doctor hablaba como si tuviera el secreto de todas las cosas. A mí me pareció un antipático farsante de la tribu de los galenos.

Otro médico que frecuentaba la casa era el doctor Lacroix, médico del regimiento. El doctor Lacroix tenía un tipo frailuno: era fuerte, rechoncho, displicente, con el cráneo calvo y abultado; había vivido en Argelia; era soltero, y tenía afición por los caballos y por los perros.

Los jóvenes oficiales que acudían a casa de madama D’Aubignac estaban cortados todos por el mismo patrón: eran fatuos, vanidosos y de aire frío y ceremonioso.

El único amable, al menos conmigo, era el teniente Gassion, mi sustituto cerca de madama Laussat. Gassion era alto, delgado, rubio, con los bigotes en punta, con la cara roja y con esa insignificancia corriente en el tipo rubio, que da la impresión de un joven de mostrador o de un mozo de fonda. El teniente Gassion era una buena persona, hombre amable y servicial, pero un charlatán desenfrenado.

Mis resentimientos

En esta tertulia, muchas veces los oficiales jóvenes me trataban con desdén o me decían alguna impertinencia. Varias veces me propuse no ir.

Al principio me sentía muy cohibido y muy molesto. Me encontraba como un mozo del campo a quien le ponen por primera vez cuello almidonado y botas nuevas. A veces, por una frase, por una sonrisa, la ira brotaba en mí de una manera súbita.

No sospechaba yo que tuviera este fondo de violencia y de barbarie.

Me sentía más iracundo y más irritable en Bayona que en España. Yo me explicaba a veces esto, porque en España, con el odio de los dos partidos, se dividían las actividades psíquicas, y una gran cantidad de irritación y de cólera se empleaba en detestar a los enemigos; pero en Francia, en donde esta división no era posible para un español, ponía uno la violencia y la rabia dentro de la vida social.

Me chocaba encontrar en mí mismo, de una manera tan exagerada, esta mezcla de violencia, de brutalidad y de debilidad. Por un motivo pequeño me sentía indignado e irritado, y al cabo de un par de días surgía otro, que recogía a su alrededor la misma cólera y violencia.

Me había creído cándidamente un hombre comprensivo y amable, pero iba viendo que no había tal cosa y que estallaba por dentro a cada paso con una irritación y una rabia frenéticas.

Algunos días en que había poca gente me sentía muy a gusto en casa de madama D’Aubignac.

Era ya a principios de otoño; se encendía fuego en la chimenea, se charlaba, y yo me encontraba bien, y, a veces, hasta ocurrente.

Las ideas de Madama D’Aubignac

Delfina me invitó varias veces a comer en su casa, y llegué a tener cierta confianza, nunca mucha, porque la manera de ser de aquella señora no lo permitía, y había que estar siempre en guardia.

Madama D’Aubignac era la pulcritud llevada al último extremo: toda su casa estaba tan bien cuidada, que daba pena pisar el suelo con las botas sucias de la calle. Tenía un salón verde, con una sillería Chippendale, de seda también verde; un piano Erard, la araña en el techo, un velador, una vitrina con miniaturas y abanicos preciosos, unas cortinas de terciopelo verde con guarniciones de hierro forjado, un retrato al óleo de una dama de su familia y varias estampas: La Llegada de una diligencia, de Bailly, grabada por Massard, y Le Bal Paré y El Concierto, dibujados por Saint-Aubin y grabados por Duclós, que son pequeñas obras maestras en el género.

Delfina tocaba el piano y cantaba, si no con mucha voz, con mucho sentimiento, El barbero de Sevilla, Lucía de Lammermoor, que se estrenó por entonces, y algunas canciones vascas, como Hiru damatxo (las tres señoritas donostiarras de una tienda de Rentería, que saben coser bien, pero que saben mejor beber vino). Esta canción la había instrumentado el músico francés Habeneck, y llegó a hacerse popular.

Delfina era muy entusiasta de los libros de Balzac y de los dibujos de Gavarni, que le parecían maravillosos. Estaba suscrita al periódico La Moda, árbitro entonces de las opiniones y de las costumbres de la gente elegante.

Tenía también gran entusiasmo por Víctor Hugo, aunque el carácter demagógico que iba tomando el poeta no le gustaba. Sabía de memoria trozos de Hernani, y una vez ella y un joven oficial recitaron la escena de Hernani y doña Sol, en que doña Sol dice aquella frase célebre: Vous êtes mon lion superbe et généreux! Realmente, madama D’Aubignac declamaba muy bien.

Delfina hubiera querido vivir en París. No sentía amor por su marido, pero era de una conducta severa. Únicamente una gran pasión la hubiera arrancado de su pasividad. Tenía por la gran pasión un amor exaltado. Yo sospechaba que en este culto por la gran pasión había mucho de exasperación, producida por la literatura romántica.

Tenía también un entusiasmo exagerado por la belleza, por la prestancia y por el rango, que a mí me irritaba profundamente.

La verdad es que en la vida todos los caminos, cuando queremos recorrerlos hasta el final, nos llevan a algo feo e innoble.

La admiración por la belleza, por la fuerza, por el rango es justa, está bien, pero nos induce fácilmente a la adulación y hasta a la vileza. La compasión, la piedad, tienen mucho de sublime, pero conducen, a poco que crezcan, al odio por el feliz y por el ecuánime.

¡Tan difícil es tomar una posición sentimental honesta en la vida!

Yo, cuando veo a una persona que busca deliberadamente como amigos a los ricos, a los fuertes, a los hombres de rango, desconfío de ella; pero cuando veo a otro que busca también deliberadamente a los desgraciados, a los tristes, a los rencorosos, desconfío más.

Sólo el amor por lo intelectual tiene nobleza en su comienzo y en su fin.

Delfina era eminentemente social. A mí me chocaba que fuera tan amable con viejos estúpidos y malhumorados, que apenas si hacían caso de sus lagoterías.

Había uno sobre todo, un señor Durand, rico, que a mí me exasperaba. Era un hombre gordo, rojo, apoplético, con un pelo blanco que parecía lana, unos ojos claros y una voz con notas agudas de falsete. Era el hombre de las observaciones mal intencionadas. Yo, en un período de revolución y teniendo poder, lo hubiera mandado fusilar sólo por el tipo.

Cuando tuve confianza con Delfina, le dije:

—Me choca que haga usted caso y que prodigue usted sus amabilidades a ese viejo estúpido y antipático, que además no le agradece su solicitud. ¡Qué manera de dilapidar la amabilidad!

—Pero así hay que ser; todos tenemos defectos.

«Claro que todos tenemos defectos —pensaba yo—. Hay hasta defectos que son muy simpáticos». Lo que me chocaba es que Delfina tuviera simpatía, estimación por gentes pesadas, plúmbeas, sin ninguna cualidad.

Entonces sentía yo por lo burguesía, por el filisteo negado y petulante, un odio verdaderamente violento.

Me hubiera parecido una obra casi meritoria, encontrando un tipo de estúpidos, satisfechos y mal intencionados, como el señor Durand, el quitarle el dinero, el arrebatarle la mujer y el seducir a su hija.

Hoy ya la más intensa de las estupideces me deja frío.

La idea sobre España

Si algunas veces yo chocaba con las opiniones de Delfina llevándole la contraria, ella me hería siempre que hablaba de España y de los españoles. La mala opinión que tenía de nosotros me irritaba, y a veces la replicaba violentamente. Todos hablaban de España con ironía, como de un país atrasado, sucio, bárbaro, que no hacía nada bien. Esto me ofendía, y pensaba en devolver el golpe que me daban. Me irritaba luego el ver que yo, en el fondo, era más rencoroso que ellos, porque yo recordaba durante algún tiempo lo que me había ofendido, y ellos, con esa superficialidad francesa, se olvidaban en seguida de lo que habían dicho.

Una vez que me quejaba delante de Delfina de la mala opinión que tenían los franceses de nosotros, ella me dijo:

—A los franceses nos da España una impresión de barbarie y de tosquedad.

—Sí; también a nosotros Francia nos da una impresión de relajación. Para un español, todos los franceses son cornudos, y, naturalmente, todas las mujeres engañan a sus maridos.

—Pero eso es una falsedad.

—Es posible; pero ¿por qué no ha de ser una falsedad también la opinión de ustedes sobre España?