VIII

SENSIBILIDAD PATRIÓTICA

Además de mis conocimientos del hotel, tenía otros de españoles, gente modesta, a quien conocía por doña Paca Falcón y sus operarios.

Uno de estos españoles, amigo del carpintero Joaquín García y del cerrajero Horcajo, era un tal Jesús Díaz, carlista, andaluz, el padre del chico de mi oficina, Fernandito; Jesús Díaz había tenido que emigrar de su pueblo con su mujer y sus hijos, y se había establecido en Bayona. Lo cómico era que, a medida que vivía en Francia, iba perdiendo el fervor carlista y haciéndose republicano.

Don Jesús vivía en la calle de la Zapatería, una callejuela que iba de la calle de España hacia la muralla, callejuela sombría, en una casa de cuatro pisos, con unas habitaciones que daban a un patio oscuro. Don Jesús era un hombre joven, guapo, de bigote negro. Daba lecciones de español, pintaba cuadritos y escudos nobiliarios y hacía juguetes de madera y alambre, que vendía a bajo precio.

Debía pasar épocas de miseria negra. Algunas veces fui a su casa. Tenía una mujer que trabajaba mucho y, además de Fernandito, dos chicas morenitas muy graciosas, que se pasaban la vida abanicándose vertiginosamente y lamentándose de estar en Francia, que les parecía un país muy soso, en donde los hombres no decían galanterías a las mujeres en la calle. Don Jesús tocaba la guitarra, y las chicas bailaban las sevillanas o los caracoles u otros bailes de su tierra.

En la misma casa, sórdida y siniestra, vivían otros dos españoles: uno de ellos era Joaquín, el carpintero, que trabajaba en la tienda de doña Paca, y el otro, un carlista vascongado, Zabaleta, amigo del conde de Negrí, que estaba empleado en una frutería. Todos ellos tenían de noche su tertulia en una taberna de la calle de España, que antiguamente se había llamado La Bandera Blanca, y que era de un ex policía.

En aquella taberna se hacía espionaje a favor de Don Carlos, como en la casa de Iturri a favor de la reina.

A este rincón solían ir españoles que vivían en la vecindad, tipos raros y desgarrados.

Uno de ellos era un cura catalán, mosén Pau, hombre cetrino y cejijunto, muy áspero. Mosén Pau había peleado con Tristany, y estaba resentido con él por un motivo de dinero.

Mosén Pau vivía en una casa de la calle de la Carnicería Vieja, y todo su entretenimiento era ir al campo y tirar al blanco con una pistola sobre botellas vacías, huevos vacíos, etc. Para este cura, tirador al blanco, no había hisopo que tuviera el encanto de una carabina o de cualquiera otra arma de fuego, ni agua bendita tan agradable como la pólvora.

En la misma casa de mosén Pau, en una buhardilla, vivía otro carlista viejo, arruinado por la causa. Era un hombre de cerca de setenta años, con varias cicatrices profundas en la cara. Iba a casa de los españoles pudientes y esperaba a la puerta horas y horas, embozado en una capa raída y apoyado en un bastón, a que le dieran una limosna. Si recibía algunos cuartos, saludaba dignamente y se marchaba.

Era también contertulio de la taberna un tipógrafo de la imprenta de Lamaignère, donde trabajaba como corrector de pruebas. Este tipógrafo se llamaba Barbanegre; era hombre de unos cuarenta años, muy culto; muy enterado de la política y de los asuntos españoles, y muy aficionado al vino.

Para publicar algunas hojas, cuyos originales me envió Aviraneta, me entendí con Barbanegre, y fui a la imprenta de Lamaignére, que estaba en la calle de Bourg-Neuf, del Pequeño Bayona, una de las calles más frías y más húmedas del pueblo.

Un día me encontré a mosén Pau; me dijo que estaba Tristany en Bayona, y que iba a verle. Me invitó a comer con ellos.

Fuimos a un fonducho miserable de la calle de los Toneleros, oscuro y húmedo, y allí conocí a Tristany, que andaba vestido de cura y se preparaba a entrar de nuevo en Cataluña. Mosén Pau y Tristany se pusieron a discutir, en catalán, con tal violencia, que parecía que estaban dispuestos a matarse. Dejé a estos dos energúmenos con placer.

Tertulia en la librería

Barbanegre, el cajista, me llevó a la librería de Mocochain, sucesor de Gosse, donde me presentó al librero, que era un señor ya viejo. Yo quería suscribirme a una librería circulante, y me suscribí allí.

Había otro librero en Bayona llamado Larroullet, que prestaba libros, y un salón de lectura en la plaza de Armas.

Mocochain tenía la especialidad de los libros raros. Fui a su tienda con frecuencia. Allí se reunían varios bibliófilos, la mayoría curas; entre ellos, el abate Miñano.

Miñano era hombre muy acicalado, muy elegante, de una gran facundia, y, como había vivido mucho y conocido muchas gentes, se manifestaba muy escéptico. Empleaba en la conversación frases maquiavélicas que, aunque no las hubiera inventado él, las usaba con gran oportunidad: Es más que un crimen: es una falta. Una victoria más como esta, y estamos perdidos…

La librera, madama Mocochain, muy sonriente y muy joven, según las malas lenguas, no era una virtud muy sólida.

Fui a la librería varias veces, al anochecer, y escuché lo que allí se hablaba, y me quedé asombrado de la cantidad de cosas desconocidas por mí: la historia antigua, la historia moderna, la literatura, el arte, la política, sin contar las ciencias, que no pretendía, ni aun siquiera someramente, enterarme de ellas. ¡Qué suma se podía hacer con mis ignorancias!

Tenía buen sentido y bastante buena memoria, y pensé en los procedimientos para cubrir mi desnudez mental de una manera decente. Como mi cultura era tan escasa, discurrí el modo de adquirirla. Decidí que, después de aprender el francés, me dedicaría al inglés.

Mis lecturas

Abonado a la librería circulante de Mocochain y al gabinete de lectura de la plaza de Armas, me puse a leer de una manera frenética. Ya la vida en Bayona no me parecía tan aburrida, y muchas veces me faltaba el tiempo para las cosas más elementales.

Alternando con las novelas y los libros de Historia, me puse a leer biografías de hombres célebres para ver qué camino emprendieron en la vida tales hambres. La Biografía Universal, de Michaud, que por entonces se acababa de publicar e iba dando suplementos, me sirvió mucho para mis planes.

Tomaba notas de todo lo que me chocaba en la lectura, y, como tenía buena memoria, y mucha curiosidad y deseo de saber, me iba improvisando una cultura y marchaba camino de ser un polihistor.

Los franceses y España

Uno de los resultados de mis lecturas fue el darme una preocupación grande por España, y, al último, hacerme patriota.

Leí un Resumen geográfico de la Península Ibérica, por Bory de Saint-Vincent, muy áspero para nosotros, y otro libro, L’Espagne sous Fernand VII, por el marqués de Custine, que tenía escrito en los márgenes palabras de protesta de algún lector español. Yo conocía de España muy poco, casi nada, y, sin embargo, me dio la impresión de que el libro del señor marqués era un tejido de embustes y de tonterías.

Leí todos los libros que encontré sobre nuestro país.

Hay que reconocer que la mayoría de las cosas que los franceses han escrito acerca de España valen poco; son casi siempre observaciones superficiales y vulgaridades que destilan antipatía y odio. No se explica bien, más que teniendo un fondo entre rencoroso e indelicado, la rabia de los franceses contra un país como el nuestro en el siglo XIX, en plena disolución y decadencia.

Estas duras invectivas contra España me hicieron, como digo, patriota.

Mi sensibilidad patriótica fue un hecho nuevo que surgió en mí con la lectura y al ver que se denigraba constantemente a España. En España no se podía vivir una vida relativamente civilizada, ni comer, ni dormir. España era un país imposible. Los españoles, al parecer, éramos una excepción en el mundo: malos, crueles, sanguinarios, incultos, indisciplinados, de color negro y cobardes.

Sin embargo, cuando fui leyendo biografías, encontré que los tipos históricos españoles valían lo de los otros países, y que muchas veces los superaban. Me chocó la incomprensión de los franceses para con nosotros. Reconocían que España podía haber tenido en otras épocas hombres de genio, pero eso no valía.

Los franceses, en general, creen que el colmo de la civilización es llevar un redingote con elegancia, y que decir cuatro o cinco lugares comunes con una pronunciación muy perfilada y con un acento muy nasal es algo sublime. En esto se engañan. El mundo que admira el acento parisiense, y la cocina francesa, y las cantantes de café-concierto, es el mundo de los tontos, de los rastacueros y de los negros disfrazados. Al mundo inteligente lo que le interesa de Francia es su aportación a la cultura general, sobre todo su aportación científica.

Los grandes hombres de la época

Una cosa que me asombró leyendo la Biografía Universal, principalmente los tomos del «Suplemento», que se referían a hombres contemporáneos, fue ver que casi todos ellos habían sido de una perfecta inmoralidad: ladrones, inconsecuentes y traidores. Además, no sólo ocurría esto, sino que casi todos los traidores habían sido premiados, y casi todos los hombres fieles a una causa acababan en la miseria, en la prisión o en el patíbulo.

Era un ejemplo verdaderamente inmoral. Yo me fijaba, sobre todo, en españoles y franceses. Los fieles a una idea, Robespierre, Vergniaud, Sain-Just, Ney, Berton, Riego, el Empecinado, Torrijos, caían en la lucha; en cambio, los Tayllerand, los Fouché, los Bernadotte, los Soult, subían como la espuma.

La ingratitud de los reyes era verdaderamente espantosa. Fernando VII fusilaba a los generales de la Independencia, que habían luchado heroicamente por él, y hundía en la miseria a Godoy, que quizá era su padre; Luis XVIII daba pensiones a los bonapartistas y republicanos, y dejaba abandonado a Fauche-Borel, agente de los Borbones durante más de treinta años, que, viéndose en la vejez, sin amparo, acabó suicidándose. María Cristina, traicionando a los que la defendían, pactaba con Don Carlos, y este último veía con inquietud los éxitos de Zumalacárregui y escuchaba con tranquilidad la noticia de su muerte.

Si de la Historia puede desprenderse una moral, de la historia de nuestro tiempo no podía desprenderse más que una lección de inmoralidad.

¡Qué grandes hombres de estercolero todos los grandes hombres de la época! Me hizo pensar mucho su ejemplo. ¿Es que los hombres, como las hortalizas, necesitarán el fiemo para crecer y desarrollarse? —pensaba—. ¿Es que las sociedades honestas y virtuosas no producirán más que hombres mediocres?