VII

LA VIDA EN BAYONA

Mi vida en Bayona era muy aburrida. Con las advertencias de Aviraneta me encontraba entre la gente cohibido. El miedo a la indiscreción me quitaba la espontaneidad natural.

Pasaba en la oficina ocho o diez horas al día.

—¿Trabaja usted mucho? —me preguntaban.

—Sí; ahora tengo que arreglar unas cuentas de mi socio, el señor Etchegaray —les contestaba yo.

Mis trabajos consistían en escribir todos los días largas epístolas a Corito, que estaba todavía en Laguardia, hablándole de mis trabajos, que no decía cuáles eran, y explicándole mis esperanzas.

Después me ponía a leer periódicos y novelas. Leía por la mañana. El Centinela de los Pirineos, periódico bayonés de la oposición, y El Faro de Bayona. Cuando llegaba el correo de España me dedicaba a El Eco del Comercio, de Madrid.

Tras de los periódicos venían las novelas, y el primer autor que devoré, no precisamente clásico, fue Paul de Kock; después fui leyendo todos los folletinistas de la época.

Si mientras estaba en esta ocupación seria sonaba la campanilla y venía alguien, metía el libro en un cajón y hacía como que estaba escribiendo.

Pasadas las horas de oficina iba de tertulia a casa de doña Paca Falcón y me sentaba en uno de los sillones que había en la tienda alrededor de la mesa estilo Luis XIV.

Los más constantes en la tertulia eran un comerciante judío, Gomes Salcedo, hombre muy listo que traficaba en todo; un cura, el abate D’Arzacq, que coleccionaba monedas romanas, y un señor viejo, maniático, monsieur de Saint-Allais, que, por lo que se decía, tenía una casa llena de preciosidades, que no dejaba ver a nadie.

Yo empezaba por entonces a comprender el francés y a hablar algo. Comenzaba a entender de cuadros, muebles, relojes antiguos y demás antigüedades. Al cabo de algún tiempo fui casi un especialista y conocía el mueble de Boule o el de Chippendale, el reloj del siglo XVIII, y diferenciaba el de París y el de Lyón.

No sólo conocía los estilos, sino que sabía también los precios de los varios objetos almacenados allí. En el cajón del mostrador de casa de la Falcón había un catálogo voluminoso de cuanto contenía la tienda, con tres precios para cada cosa: el que había costado, el último en que se podía vender y el que se podía pedir. Estos conocimientos me sirvieron después para hacer compras de muebles en Madrid y para adornar mi casa.

Los Carlistas

Bayona, al principio, me pareció un pueblo triste, aburrido; luego, ya me fue gustando más. Con sus murallas, sus castillos, su ciudadela, sus puertas estrechas, me oprimía el corazón. Había días que me parecían de una longitud inusitada, y desde que me levantaba hasta que sonaban, a las diez de la noche, los tambores y las cornetas, que anunciaban que se cerraban los portales, con sus puentes levadizos, creía haber pasado lo menos una semana.

Esta ciudad militar y comerciante, tranquila y soñolienta, un poco española, un poco bearnesa, un poco vasca y un poco judía, encerraba entonces en su seno una emigración de carlistas, la mayoría gente bárbara, violenta, sanguinaria, y, sin embargo, no se notaba apenas.

Únicamente por la mañana, en la encrucijada de los Cuatro Cantones o en el café de enfrente del teatro de la plaza Grammont, se veían grupos de hombres hablando español, que se escabullían en seguida.

En la calle de España, con sus tiendas españolas de ultramarinos, de zapaterías y lencerías, se oía hablar mucho castellano, y, por el aire de los tipos, se comprendía que eran carlistas riojanos y navarros.

En los alrededores de la plaza de los Capuchinos, del Pequeño Bayona, que era como una aldea, estaba el punto central de las posadas vascas, y se oía hablar mucho vascuence, y se hacían negocios entre contrabandistas, guerrilleros y negociantes; pero, en general, los carlistas de Bayona, como gallinas en corral ajeno, alborotaban poco.

Bayona era entonces una gran casa de huéspedes; por cualquier parte, por cualquier rincón aparecía un carlista.

Las tiendas que tenían una tertulia española eran un centro de intrigas políticas.

Se hacían muchas compras de armas y de vestuario por delante de las narices del cónsul de España, sin que este se enterara. Los judíos bayoneses habían puesto dinero en el carlismo.

Todo el mundo intrigaba: unos por fanatismo, otros por ambición, otros por dinero. Había algunos que lo hacían por amor al arte. Algún tiempo después, estando en París, oí contar que un napolitano fue a ofrecer trabajo a un editor. Este le dijo:

—No lo quiero por que sé que es usted un espía.

—Es cierto —contestó el italiano— que soy un espía pero no por el dinero, ma per l’onore.

Había muchos espías en Bayona en los dos bandos que no lo eran por dinero, sino per l’onore.

Los carlistas españoles no tenían el aire de casaca, lazo y peluca que querían darles los legitimistas franceses, ni el aspecto de bandidos siniestros con que los pintaban los liberales. Su carácter estaba más en sus ideas que en sus actitudes y sus trajes: en el sello reconcentrado y un tanto sombrío de todo lo español. El carlista tenía la candidez de creer que la vida española era superior a todas las demás, y suponía que el español era más inteligente, más comprensivo y más enérgico que los demás hombres.

Yo no tenía por ellos la menor simpatía. Aviraneta, en cambio, experimentaba por estos absolutistas cierto afecto, y les reconocía el mérito de ser patriotas.

Entre los carlistas los había de todas clases: fanáticos, moderados, absolutistas, de un clericalismo cerril, y verdaderos liberales. Unos llevaban una vida pobre y austera; otros se mezclaban en toda clase de negocios. Los más pedantes eran los que se llamaban a sí mismos los puros. La pureza, la incorruptibilidad, es un tópico de todas las revoluciones. Generalmente, ser puro es ser más estólido e incomprensivo que los demás, no avenirse a razones y no discurrir.

Muchos de estos pobres carlistas habían ido a Bayona, arruinándose, y vivían en una situación precaria. Las señoritas distinguidas trabajaban para fuera con gran misterio.

La misma situación precaria hacía que aquellos soldados de Cristo se enredaran con la primera aventurera o fregona que encontraran al paso, sin considerar indispensable la bendición de un clérigo.

Se había unido la inmoralidad de la vida provinciana francesa con la hipocresía y la mojigatería española en silencio. Aquel viejo mundo español decrépito, cuya esencia representaba el carlismo, con sus generales inútiles, sus frailes y curas fanáticos y sus guerrilleros atrevidos y crueles, había hecho su nido en la tranquila Bayona, ciudad burguesa, que, aparentemente, tenía una moral muy respetable, pero en la que había mucho mar de fondo.

De esta unión resultaba que la ciudad estaba más españolizada que nunca y que en casi todos los comercios se hablaba castellano.

Se vendían en las tiendas muchos objetos de procedencia española y americana: joyas, relojes, anillos, cuadros, imágenes, tabaqueras, vajillas de plata y cadenas gruesas de oro, traídas de Méjico.

Se decía que el comercio bayonés marchaba mal, probablemente a causa del cierre de la frontera.

Los bayoneses se mostraban amables y, al mismo tiempo, explotadores y sórdidos. Quizás en una ciudad española hubiéramos hecho lo mismo, aunque yo creo que, en general, los españoles hubiéramos sido con los extranjeros menos amables y menos sórdidos.

Mis paseos

A veces iba a las Allées Marines, hasta la colina de Blanc-Pignon; otras, daba la vuelta a las murallas; pero lo que más me atraía eran las proximidades del Nive. El Adour, como río gascón, me era más antipático que el Nive.

Iba por los muelles de una y otra orilla, paseaba por los arcos bajos de la Galupèrie y del Pont Traversant, y veía las gabarras y las chalanas que bajaban de Ustáriz y de Cambó. Cruzaba los puentes de madera, el puente Mayou y el puente Panecau, y contemplaba las casuchas, sórdidas y sucias de los muelles.

Al bajar hacia la plaza de Armas, contemplaba la animación del puente de Saint-Esprit, puente de madera tendido sobre barcas, y veía el puerto, ya en el Adour, con sus goletas, sus bergantines y sus pataches.

La larga fila de embarcaciones que comenzaba en la confluencia del Nive y del Adour se extendía por el muelle de la Aduana, a lo largo de la reja de la plaza de Armas, hacia las Allées Marines.

Los carros de bueyes iban y venían; los obreros del muelle, con sus sacos a la cabeza como capuchas y los pies descalzos, cargaban y descargaban las barricas de vino y de aguardiente de Armagnac, las maderas de los Pirineos y de las Landas, los sacos de harina del centro de Francia, los fardos de pita americana para los alpargateros y los cordeleros. El sol daba en el Adour de una manera lánguida, y las gaviotas jugueteaban sobre las aguas muertas de este río, que deja de ser un torrente para convertirse en seguida en un pantano.

Conocimientos de hotel

Por entonces, en la fonda de San Esteban, había algunas personas fijas como yo: un profesor del Liceo, monsieur Teinturier, varios militares y un señor rico que quería ser elegante. Este señor se llamaba Tartas. El señor De Tartas tenía ya cerca de cincuenta años, pero pretendía pasar por joven; vestía a la última moda; llevaba una peluca muy bien disimulada; era gordo, rechoncho, ventrudo, con los dientes postizos, el bigote pintado, y con corsé. Era voluptuoso y goloso. Las modistas y los pasteles de crema eran sus debilidades. Yo le decía Tartas, el elegante, y algunos chuscos le habían llamado por su laminería Tartas a la crema, la que recordaba la Tarte à la crème, de Moliere. Tartas tenía un color rubio falso y una piel rojiza; parecía un cochinillo asado. Se las echaba de muchacho, y solía pasearse conmigo por los arcos del puerto nuevo hablando de sus conquistas y mirándose en todos los escaparates.

Tartas era mentiroso y farsante como pocos, un verdadero gascón. A creerle a él, con la historia de sus antepasados, y con la suya, y con sus amores, se podían hacer tomos y tomos. La preocupación íntima de Tartas era no ser bastante alto. Respecto a todas las demás particularidades de su físico, estaba convencido de que eran encantadoras. Tenía un abdomen abultado, pero esto era una señal de fuerza; tenía un color rojizo, pero hacía bien; su optimismo no podía conseguir el que se creyera de buena estatura.

La amistad con Tartas me daba a mí también un aire de donjuanismo y de fatuidad que no estaba mal para un hombre que, como yo, iba a intentar una segunda vida de conspirador.

Otro de los huéspedes de la fonda era el profesor Teinturier, joven, del centro de Francia, de unos veinticinco a treinta años. Teinturier era un tipo de galo: tenía una cara juanetuda y cuadrada, una mirada dura y fuerte, los labios gruesos, la barba cobriza y las manos fuertes.

Era muy radical en sus ideas y muy tímido con las mujeres.

Teinturier y Tartas se despreciaban mutuamente; yo comprendía que valía mucho más el profesor que aquel dandy grasiento, encorsetado y repintado; pero este tenía más relaciones, y me incliné a reunirme con él.

También venía a pasear con nosotros un abate, el abate D’Arzacq, que vivía en la misma fonda. El abate D’Arzacq era un hombre rubio, sonriente, sonrosado, anticuario y coleccionista de monedas.

Yo le conocía de la casa de la Falcón, porque era uno de los contertulios de la tienda de antigüedades. D’Arzacq tenía un aire tan insinuante y tan burlón, que parecía que debía ser inteligentísimo. A mí me daba la impresión de un cínife, pero en él todo era fachada.

El abate D’Arzacq era un hombre hecho para las reverencias: las hacía maravillosamente. En compañía del señor De Tartas conocí a algunas chicas guapas que estaban en los comercios, y con el abate D’Arzacq visité a varias familias de la buena sociedad bayonesa, que, naturalmente, eran clericales y legitimistas.