VI

NUEVAS INSTRUCCIONES

Llegué al anochecer al comedor de la fonda de Iturri y me encontré con Aviraneta.

—Me marcho —me dijo—, pero tú te vas a quedar aquí.

—Lo siento.

—¿Te aburres?

—Un poco.

—Te irás acostumbrando. Ya está hecha la escritura con el supuesto Etchegaray. Iturri tiene un poder del ente de razón. Tú tienes que ir mañana con Iturri a la notaría a firmar.

—Bueno.

—Luego buscarás un piso bajo y pondrás la casa de comisión.

—Muy bien; todo se hará. ¿Y qué le ocurre a usted para marcharse?

—Gamboa, el cónsul, que me hace la guerra a muerte y me cierra todos los caminos.

—¿Y por qué?

—Gamboa es amigo y agente de Calatrava, y este es, a su vez, compadre de Mendizábal y de Gil de la Cuadra. Todos ellos son masones escoceses y enemigos míos, y me persiguen; no quieren que yo salga adelante en mis propósitos.

—¿Y qué le ha pasado a usted con Gamboa?

—Al llegar aquí, sin salir, sin hacer el menor alarde, he visto que la Policía francesa me vigilaba como a un criminal. Cansado, he ido a ver al cónsul, le he mostrado mi nombramiento del Ministerio y le he dicho a qué venía. Gamboa ha examinado detenidamente mis credenciales, y he visto que ha quedado resentido.

—¿Por qué?

—Porque cree que vengo a quitarle atribuciones, a enmendarle la plana. Al día siguiente de mi visita a Gamboa, un empleado de la Subprefectura, amigo mío y de Iturri, un italiano, Pagani, me ha invitado a que vaya allí a regularizar mi residencia y a visar el pasaporte. El subprefecto me ha sometido a un interrogatorio acerca del objeto de mi viaje, y me ha dicho que no puedo permanecer en Bayona. «Está bien —le he contestado yo—; entonces me iré». Al día siguiente ha venido a mi hotel el canciller del Consulado, Ignacio Vidaurreta, y me ha dicho que no puedo salir de Bayona.

He ido a ver a Gamboa y hemos tenido un altercado. Ha aparecido la causa del resentimiento.

Gamboa cree que el Gobierno le ha ofendido enviando una persona a su distrito para que dirija los asuntos políticos de la guerra, como si él fuera un imbécil, y ha añadido que en su Consulado no puede haber más dirección que la suya, ni más agentes que los que él designe. «Eso, al Gobierno», le he replicado yo. «Al Gobierno y a usted —me ha contestado él—, porque mientras yo esté aquí en el Consulado, usted no podrá hacer nada». «Bueno, me iré a Perpiñán». «No irá usted, no le daré pasaporte». «Iré con el pasaporte de usted o sin él», le he contestado. Así que me marcho en seguida hacia la frontera catalana. Si no puedo sostenerme allí, me iré a Madrid, pero tú seguirás aquí, porque es indispensable que tengamos en Bayona una persona de confianza. No te faltará el dinero necesario. El ministro o la reina darán para vivir. Aquí no creo que puedas perder el tiempo en absoluto. Si la cosa sale mal y no da resultado, habrás pasado unos meses en Bayona, habrás aprendido el francés, y eso será todo; si la cosa sale bien, habrá otras esperanzas.

—¿Tengo que cambiar de plan?

—No. Tú sigues en la fonda de San Esteban, y desde mañana buscas el piso para la casa de comisión. Doña Paca te indicará los mejores sitios y te ayudará a arreglar la oficina.

—Muy bien.

—Por ahora, amigo Pello, no te voy a dar un plan de campaña. Hazte amigo de toda la gente que puedas y de todas las mujeres que anden cerca de ti. No te enamores. Ya te basta con Corito. Una pequeña intriga amorosa, bien llevada y sin escándalo, no está mal. Piensa que de aquí puede salir tu porvenir. Respecto a tu amigo don Eugenio de Aviraneta, no hables nunca de él, ni para defenderle ni para atacarle. Tú no le conoces a ese señor.

—Respecto a los demás, ¿no habrá que llevar tan lejos la prudencia?

—Sin embargo, acostúmbrate a hablar lo menos posible, sobre todo de política.

—No sé si podré.

—Habla de lo que hablen los demás; desconfía de asombrar a los otros con ideas originales y brillantes, y aprende a decir sólo lo que te convenga.

—Eso me parece muy difícil.

—¡Ah! ¡Claro! Eso no se consigue en seguida; pero tú tienes condiciones de diplomático, y ya te las arreglarás.

—¿Cree usted?

—Sí.

—¡Qué sé yo!

—Naturalmente, como todos, tendrás tus tropiezos. La prudencia y la diplomacia no se improvisan: es cuestión de tiempo y de voluntad. De cuando en cuando recuerdas mi consejo y cuando estés en camino de decir algo atrevido, piensas: «¿Si estaré diciendo una tontería?». Si te hacen a ti una confidencia, guárdala lo mejor posible.

—Voy a matar en mí toda espontaneidad.

—Siempre queda espontaneidad. Otro consejo: Si te invitan a hacerte masón, no digas que no; aceptas, pero sin entusiasmo. Si nadie te invita, no te presentes tú.

—Muy bien.

—Segundo consejo: Ahora, no; pero si más tarde tienes algo importante que guardar, lo llevas al caserío Ithurbide, de Bidart, y lo dejas en el armario de mi cuarto. Siempre ve solo y aprende a guiar un cochecito.

—Sé guiar.

—Iturri tiene un tílburi, y te lo prestará siempre que lo necesites.

—Muy bien.

—Es importante en muchas ocasiones no tener más testigo que un caballo. Ahora nos vamos a quedar de acuerdo en los medios de correspondencia entre nosotros dos. Asunto de familia, sin importancia: carta corriente. Asunto político reservado, pero sin trascendencia: papel blanco y tinta simpática. Asunto político importante: papel amarillento, carta con plantilla número uno y tinta simpática. Asunto importantísimo: carta con papel azulado, con plantilla número dos y tinta simpática.

Aviraneta me dio dos frasquitos de la tinta simpática, las plantillas una y dos, y me explicó su uso.

—También convendría —concluyó diciendo— que escribieras un diario contando todo lo que vayas viendo, y haciendo una biografía de cuantas personas conozcas. Si haces esto que yo te aconsejo, nunca pongas nombres, sino anagramas.

—¡Bah! ¿Cree usted que el espionaje va a llegar a tanto?

—¿Quién sabe? Viviendo en un hotel, el espionaje es fácil. Tú, como yo, puedes tener enfrente el espionaje masón y el de los curas, que aquí, en Francia, lo dirigen las congregaciones en que se mueven los jesuitas.

Dicho esto, Aviraneta se despidió de mí.

La oficina

Días después de marcharse don Eugenio alquilé un piso bajo en la calle del Puerto Nuevo, en los Arcos, y puse una placa de metal, en la entrada, con este letrero:

Del mobiliario de la oficina se encargó doña Paca Falcón, y le dio un aire muy elegante. Había dos armarios, una mesa tallada, un reloj magnífico de pared, varias sillas y una caja fuerte. Allí dentro me sentía un capitalista. Tomé un chico para abrir la puerta y llevar las cartas al correo.

Este chico, Fernandito, hijo de un emigrado carlista andaluz, era un chico muy listo, sabía el francés bien y conocía todos los rincones de Bayona.

Las horas de oficina me las tenía que pasar escribiendo a la novia, mirando las paredes y leyendo novelas.

La sociedad con Etchegaray, aquel ente de razón, como le llamaba Aviraneta, me llegó a veces a inquietar. Me preguntaron varias veces por Etchegaray, y había gente que pretendía conocerle y que contaba anécdotas de su vida.

En las causas célebres de Gayot de Pitaval, que luego leí en momentos de aburrimiento, encontré que un joyero francés de a principios del siglo XVIII, de apellido vascongado, un tal Duhalde hizo una sociedad nada menos que con Dios, para explotar el negocio de la joyería.

Luego, andando el tiempo, he visto que un prendero madrileño le ha imitado o ha tenido la misma idea que Duhalde, y ha fundado su sociedad nada menos que con Jesucristo.

No sé si a Aviraneta se le ocurrió la sociedad con el fantástico Etchegaray por haberse enterado de la fundada por el joyero francés, o si fue el suyo un proyecto espontáneo de su imaginación de intrigante.

Ya después de montada mi oficina fui al Consulado de España, en la plaza de Armas, a entregar a Gamboa la carta de recomendación que me habían dado para él. Gamboa me recibió un tanto fríamente y me preguntó qué parentesco tenía con Fermín Leguía. Le dije que era su sobrino. Luego me interrogó acerca de Etchegaray. Le conté la novela inventada por Aviraneta y por mí.

—¿Qué hace ahora Etchegaray?

—Está en España. Va a ir a América a realizar su fortuna.

Gamboa pretendía conocer a Etchegaray.

Unos días después, el canciller del Consulado, Vidaurreta, estuvo en mi oficina y quedó admirado de verla tan elegantemente puesta.

Por lo que supe después, tanto Gamboa como Vidaurreta se extrañaron de que un hombre tan sesudo como Etchegaray —¡se le consideraba sesudo!— hubiera dejado su negocio en manos tan inexpertas como las mías.

Elogio de Etchegaray

Algunos me hablaban de Etchegaray como de un hombre lleno de virtudes. Yo, al oírles, me reía; hoy no me río. La verdad es que era un hombre completo este ente de razón, como le llamaba Aviraneta.

¡Qué varón virtuoso! ¡Qué ejemplo de filosofía y de virtudes comerciales! ¡Qué modestia en sus aspiraciones! ¡Qué falta de amor propio!

No, con él no había miedo de que se empeñara terca y estúpidamente en defender sus opiniones; con él no había cuidado de que se acalorase hasta perder su serenidad.

Se le encontraba siempre tranquilo, siempre ecuánime. No se quejaba si se le abrían las cartas, ni si se firmaba con su firma, ni si se le echaba la culpa de un olvido o de una falta; no pedía cuentas del dinero gastado, ni se enfurruñaba, ni murmuraba, ni intrigaba.

Era el ideal del hombre y el ideal del socio. No le faltaba más que existir; pero, seguramente, si hubiera existido, no hubiera sido tan ideal.