V

LA TIENDA DE ANTIGÜEDADES

A la mañana siguiente de llegar a Bayona salí del hotel y pregunté por la tienda de antigüedades de Falcón. Estaba en la calle de la Salie.

La calle de la Salie era una calle antigua, con algunas casas góticas, modernizadas, de arcos apuntados, calle de burguesía comerciante, con almacenes profundos y bien surtidos y tiendas abarrotadas de género.

La tienda de Falcón estaba en la planta baja de una casa grande y negra. Se llegaba a ella por unos cuantos escalones, tenía una portada pintada de nogal y un escaparate pequeño, en donde se exhibían un secreter de laca, varios jarrones, abanicos, porcelanas, jarras de cobre, figuritas, objetos de plata y miniaturas.

Dentro, el almacén estaba repleto de muebles, cuadros, estatuas, bordados, y tenía una dependencia interior, más repleta aún, que daba a un patio oscuro.

En medio de la tienda había una mesa de mármol estilo Luis XIV y varios sillones dorados, en los que se sentaban a hacer tertulia algunos parroquianos y amigos.

Era difícil, a primera vista, darse cuenta clara de lo que allí había amontonado, porque cada vez que se entraba se hacía un descubrimiento. Detrás de dos o tres bargueños españoles aparecían relojes ingleses de pared; detrás de un armario, cuadros antiguos, grabados muy perfilados y groseras litografías bárbaramente iluminadas. En las vitrinas se veían camafeos, puños de bastón, fosforeras, tabaqueras y relojes de repetición con esmaltes primorosos.

Doña Paca

Doña Francisca González de Falcón era una mujer de treinta y cinco años, gruesa, morena, de ojos negros. Su marido, el señor Falcón, era hombre delgado, fino, que estaba casi siempre fuera, pues viajaba mucho por Francia y por España, andaba por rincones raros y traía cajas con preciosidades. El señor Falcón coleccionaba medallas, y en esta afición ponía todo su entusiasmo.

Los Falcón tenían cuatro hijos, que estaban por entonces en el colegio.

Entré en la tienda de la calle de la Salie, y me encontré con doña Paca. Me presenté a ella; me hizo sentar, y hablamos. Sabía a lo que yo iba.

—Le conozco a Aviraneta ya hace muchos años, y somos muy amigos —me dijo—, pero estamos de acuerdo en no hablar el uno del otro, y cuando nos vemos pasamos por desconocidos.

—Es decir, que con usted no hay que hablar de don Eugenio ante la, gente.

—Es lo mejor. A él tampoco le conviene que se hable de adónde va y de dónde viene. Aviraneta me ha recomendado a usted. Yo seré la encargada de dirigirle al principio en Bayona, de darle los informes necesarios y el dinero para ir viviendo.

—Muy bien. ¿Puedo venir a la tienda con frecuencia?

—Sí; cuando usted quiera.

—Esto será entretenido.

—Ahora, en el verano, menos, porque la gente se marcha. En otoño es otra cosa. Usted puede venir aquí cuando quiera; oiga usted y entérese usted de lo que le interese. ¿Sabe usted francés?

—Muy poco.

—Pues es conveniente que lo aprenda. Yo conozco a un señor que le dará lecciones muy baratas.

Es un profesor: el señor Serret. Vive en la calle de la Platería. Aquí tiene usted sus señas.

—¿Así que yo puedo venir aquí y estarme horas y horas?

—Sí; todas las que usted quiera.

Me despedí de doña Paca, y fui a ver al señor Serret. Era este un hombre alto, flaco, seco, áspero y severo, con el pelo gris. Tenía la boca recta, dura; vivía retirado y modestamente con una familia numerosa.

Yo me figuraba que sabía algo de francés; pero, cuando llevé cuatro o cinco lecciones con el profesor, comprendí que no sabía nada.

Sara, la judía

Al día siguiente, por la tarde, volví a casa de la Falcón. Doña Paca tenía una dependienta, una muchacha judía del barrio de Saint-Esprit, delgada, morena, de aire un poco triste, con los ojos como dos azabaches, la nariz corva, los labios gruesos y el pelo negro, rizado. Esta muchacha se llamaba Sara, hablaba muy bien el castellano y era muy inteligente.

En los primeros días en que no conocía a nadie, fue para mí un gran recurso ir a hablar con ella.

Por la noche, a la hora de cerrar la tienda, solía venir la madre de Sara a acompañarla. Era una vieja judía, gruesa, mal vestida, con los ojos negros e inquietos.

Sara me habló de la vida triste que llevaba en su rincón de Saint-Esprit; el padre, malhumorado e indiferente; la madre, llena de suspicacia por todo, no queriendo que nadie entrase en su casa y cerrando de noche las puertas y ventanas con barras de hierro, como si viviera en un país peligroso.

El hermano de Sara venía también con frecuencia. Era un jorobado con unas manos largas y delgadas, tipo muy pálido, con aire febril, muy inteligente y muy triste.

Me hubiera dejado llevar por el atractivo de hablar con Sara, y la hubiera galanteado; pero comprendí que doña Paca Falcón me espiaba, y esto bastó para no seguir adelante en mis proyectados galanteos.

Enfrente de la tienda de antigüedades había una camisería, y entre los dependientes, una señorita del mostrador, muy bonita y muy displicente, con la cabeza llena de rizos. Solía venir con frecuencia a casa de doña Paca a cambiar dinero, y yo hablaba con ella, y la acompañé un domingo en los Arcos.

El general estaba en Bayona aburrido. Contribuía al aburrimiento, el calor, que fue grande aquel verano, y el que no hubiera gente en la ciudad, pues todo el mundo distinguido se había marchado a tomar los baños de mar a Biarritz.

Mis únicos recursos de distracción eran el hotel y la tienda de doña Paca. El hotel servía de punto de cita a muchos jefes carlistas, que desde allí marchaban a sus respectivos destinos. Muchas veces me enteraba de lo que decían, porque, como buenos españoles, tenían la costumbre de hablar alto.

Las corredoras

En la tienda de la Falcón fui conociendo a corredoras de alhajas y de muebles, gente de vida muy pintoresca. A una de estas la llamaban la Condesa. Era una señora, alta, esbelta, que debía haber sido muy guapa, pero que estaba ya marchita. Hablaba mucho mejor el francés que el castellano, a pesar de que decía que era española, y tenía grandes conferencias con doña Paca, que la trataba secamente.

Otra de estas corredoras era la señora Hidalgo. La Hidalgo era una vieja gruesa, algo coja, muy ocurrente y muy insinuante, que tenía una conversación divertida y amena. Ella fingía que hacía sus gestiones comerciales de compras y ventas por amistad, por remediar la situación precaria de alguna familia carlista, pero cobraba sus corretajes. Esta mujer vivía con un filólogo, agricultor y libelista, que se llamaba Martínez López. La señora Hidalgo llevaba una cartera grande, como un maletín, donde guardaba una porción de cosas; de allí solía sacar abanicos, fosforeras, relojes, collares, papeles con piedras preciosas, y discutía el precio de estas joyas con doña Paca, diciendo ingeniosidades de cuando en cuando, que hacían reír a todos los que la escuchaban.

Había otros españoles que trabajaban en la casa: un carpintero madrileño, muy hábil para imitar muebles antiguos y hacer falsificaciones, que se llamaba Joaquín García; un cerrajero riojano, Horcajo, que tenía una especialidad semejante en los hierros, y una mujer, Ángela, que componía y arreglaba los encajes y tapices rotos y hacía unos zurcidos maravillosos que apenas se notaban.

Doña Paca Falcón prefería a los españoles para tales menesteres, no por patriotismo, sino porque, aislados como estaban en el pueblo, cobraban menos por sus trabajos.

La primera semana de Bayona me pareció aburridísima. No le veía a Aviraneta ni sabía nada de él.

A los diez o doce días don Eugenio me escribió para que fuera a la fonda de Iturri.