ALGO DE MI INFANCIA
No sé si lo que he contado de mí mismo en esta larga obra habrá bastado a los lectores para conocerme.
De chico fui yo un poco bárbaro valiente, reñidor y turbulento. Tenía un amor propio exagerado.
Esto hizo, principalmente, que no pudiera acomodarme a vivir en mi casa con mi padrastro. Era, sobre todo, terco, y cuando me decidía a hacer alguna cosa no retrocedía jamás.
Los compañeros de la escuela, en Vera, que lo sabían, se burlaban de mí.
Una vez estábamos subidos a una tapia muy alta, y dos chicos me dijeron:
—¿A que no te tiras de aquí?
—A que sí.
Me tiré; al caer me agaché, me di con una rodilla en un ojo, y lo tuve hinchado cerca de un mes.
Cuando íbamos a bañarnos al Bidasoa, al comienzo del verano, yo era de los primeros que se tiraban al río.
Al caer al agua y sentir que estaba helada me ponía a temblar, pero luego me vengaba.
—¿Cómo está el agua? —me decían los chicos; y yo, tiritando de frío y nadando, decía: «¡Caliente, caliente!».
Una vez fuimos a las fiestas de Pamplona, en donde se hace un encierro que a la mayoría le parece bárbaro, pero que yo lo encuentro bien. La gente del pueblo marcha por las calles delante de los toros bravos que se han de lidiar, excitándolos y desafiándolos.
Para mí lo repugnante en los toros es que un cobarde pueda comprar con dinero el derecho de ver cómo otro hombre se expone a que lo maten; pero si el espectador es capaz de ser actor y de exponerse a su vez a la muerte, entonces los toros constituyen una fiesta brava y atrevida.
Si todos los espectadores de una plaza fueran capaces de torear, si no vieran en el torero más que una superioridad de agilidad, de habilidad o de talento, pero no de valor, los toros me parecerían, como digo, bien.
Por eso yo dejaría las capeas de los pueblos, aunque murieran en cada fiesta cuatro o cinco, y suprimiría las corridas de los profesionales.
Estando en el encierro de las fiestas de Pamplona corrí delante de los toros, y al llegar a la plaza me encontré con un ribereño, que me dijo:
—¿A que no haces lo que hago yo?
—A que sí.
Se puso él en el camino por donde tenían que pasar los toros con la boina en la mano. Yo hice lo mismo. Los toros pasaron por delante, y no nos mataron porque, sin duda, tenían más buen sentido que nosotros.
Otra de mis aventuras sonadas la pensé imitando a mi tío Fermín, por quien sentía gran admiración. Como él había escalado el castillo de Fuenterrabía, yo pensé que debía escalar algo, y escalé la casa de una muchacha, hija del enterrador, que me gustaba.
Tenía en mi casa guardada una cuerda para cualquier evento, con un gancho de hierro en la punta. Una noche tiré mi cuerda con su gancho al balcón de atrás de la casa de la muchacha; dio la coincidencia de que agarró, y subí. Las maderas del balcón estaban cerradas. Decidido a llevar adelante la aventura, escalé el tejado y vi la chimenea rota. Cabía yo por allí. Sujeté el gancho de la cuerda, me metí por el tubo de la chimenea y bajé a la cocina del enterrador, envuelto en hollín y asustando a la familia.
Varias otras calaveradas de esta clase hice de chico, y la que me obligó a salir de Vera fue el haberle acompañado al general Oráa en un encuentro que tuvo con los carlistas; cerca del pueblo.
Yo era liberal rabioso y anticlerical furibundo. Consideraba a mi tío Fermín como a un héroe, y recordaba sus frases y su odio por los clérigos. Habían excitado también mis rencores antifrailunos los frailes del convento de capuchinos del pueblo próximo al barrio de Alzate, que nos enseñaban a los chicos la gramática, las matemáticas y el latín a fuerza de pescozones y de puntapiés.
Hay que reconocer que por entonces era la época en que los dómines, fueran laicos o seglares tenían como principios pedagógicos el apotegma: la letra, con sangre entra.
Los dos frailes encargados de la enseñanza superior en el convento eran el padre Gregorio y el padre Aquilino. El padre Gregorio era hombre simpático, y nos enseñaba matemáticas.
Se desacreditó porque, según se dijo, visitaba a una muchacha del pueblo que acababa de casarse con un zapatero. Una noche, el marido sorprendió al fraile en una habitación de la casa. El zapatero era un filósofo, y no dijo nada; cogió las ropas del fraile, interiores y exteriores, se las echó al hombro y fue a casa de su suegra.
—Aquí tiene usted —le dijo— lo que había ahora en la alcoba de su hija —y echó al suelo las ropas del capuchino.
La suegra puso el grito en el cielo, fue al convento, intervino el prior, y llevaron las ropas al padre Gregorio, quien tuvo que marcharse poco después de Vera.
El otro padre, el padre Aquilino, era un bruto muy malhumorado y muy austero, que nos zurraba a los chicos como quien varea lana. Yo le tenía un odio profundo; así que, al quemar las tropas liberales el convento y dispersar a los frailes, me alegré muchísimo.
El incendio se verificó cuando pasó por Vera el general Rodil; y yo estuve presenciando cómo salían las llamas de los tejados y celebrándolo. Por este motivo tuve un gran altercado con mi padrastro, que se reprodujo cuando pasó Zuaznavar con una compañía de chapelgorris, y luego cuando vino el general Oráa. Yo tenía entonces dieciséis o diecisiete años. Todo el pueblo estaba escondido a la llegada de las tropas liberales. Yo me presenté y hablé con el mismo Oráa, que era un viejo navarro, de cara de mal humor, pero muy simpático.
Sería esto hacia abril; hacía un tiempo admirable. Oráa me preguntó primero quién era; le dije que era sobrino de Fermín Leguía, y liberal. Luego me pidió detalles sobre la topografía del terreno.
Los carlistas estaban enfrente del pueblo, en un alto, que se llama Cashernagaña.
—Vamos a echar a los carlistas de ese monte —me dijo Oráa—. ¿Quieres venir a verlo?
—Si me dan un caballo, sí.
Me monté a caballo, y, al lado del general, presencié el combate. Estaba entusiasmado oyendo los tiros. Yo creía que los carlistas se defenderían mejor y que los nuestros atacarían desde más cerca. Al cabo de unas horas los carlistas se retiraron. Entre los liberales había muchos muertos, y vi pasar hacia el cementerio diez o doce; entre ellos, me dijeron que estaba un abogado, Goicochea, que mandaba una de las compañías de cazadores de Isabel II.
Esta nueva aventura con Oráa alarmó mi casa; mi padrastro afirmó que acabaría en presidio o en el patíbulo; mi madre me dijo que era mejor que me marchara del pueblo. Al día siguiente iba camino de San Sebastián…
Con estos datos de la infancia creo que se puede componer mi retrato moral. Respecto a lo físico, era alto, fornido, con la cara redonda, los ojos pardos y el pelo negro y ensortijado. Aviraneta me dijo varias veces que me encontraba cierto aire neroniano. Afortunadamente, el parecido con Nerón no pasaba del aspecto.