PROYECTOS
Al llegar a la fonda de Iturri pregunté a una muchacha por Aviraneta; me indicó una escalera estrecha y tortuosa; subí, llamé a una puerta y pasé a un comedor, con un armario y una mesa en medio.
Había en la pared un retrato, en litografía, de Mina; una estampa iluminada con las varias edades de la existencia, y un reloj muy adornado, en cuya péndola se veía un picador recortado de hoja de lata, muy repintado, con patillas, picando a un toro, también de hoja de lata y con los cuernos de búfalo. Con el movimiento del reloj, el picador se inclinaba y clavaba la pica en el toro semibúfalo.
Salió Aviraneta, y me pasó a un cuarto pequeño y blanqueado, y charlamos.
Le conté lo que se había dicho en San Sebastián acerca de él y de su conversación con el conde Mirasol.
—¿Han dicho que hemos reñido?
—Sí.
—Pues no es cierto. El conde me llamó por conducto del jefe político, Amilibia, muy alarmado; me pidió el pasaporte, se lo mostré; me dijo que sabía que yo era comisario de guerra, y entonces le entregué la credencial que me había dado el ministro de la Gobernación. No sé cuáles eran sus temores, pero cuando se tranquilizó me preguntó qué misión traía; se la expliqué, y él me dijo que si iba a la frontera de Cataluña me daría toda clase de noticias y de informes.
—Pues allí se ha dicho que Mirasol había recibido avisos de la Plana Mayor General de que usted venía al Norte a sublevar el ejército contra Espartero y contra Mirasol.
—¿Enviado por quién?
—Sin duda por los progresistas; y que con usted venía un francés misterioso cargado de dinero, cuyo nombre no se conoce, y que sólo se sabe que su apellido empieza con Z y que firma sus cartas con esta inicial.
—¿Eso se ha dicho?
—Sí.
—Me choca. ¿De dónde habrán sacado la existencia de este hombre que firma con una Z? La mentira es siempre hija de algo. Y esa noticia, ¿cómo ha llegado a San Sebastián?
—Yo creo que ha debido venir por los masones.
—Eso debe ser. Ya te diré, con el tiempo, quién es esa Zeda.
Un ente de razón
Después hablé de mis gestiones para encontrar casas que me dieran su representación comercial, y le dije a don Eugenio que de una manera más bien honoraria que efectiva, podía titularme representante de la casa Collado, de San Sebastián.
—Está bien eso.
—Traigo, además, una carta para el cónsul de España en Bayona, don Agustín Fernández de Gamboa.
—¿La tienes ahí?
—Sí.
Le di la carta, la leyó y me dijo:
—Es una carta corriente; no sé si te servirá de algo. Si vas a verle a Gamboa no le hables de mí. Es un enemigo mío furioso.
—No le hablaré; no tenga usted cuidado.
—Bueno. Ahora vamos a hacer una sociedad para la casa de comisión que tenemos que fundar.
—¡Una sociedad! ¿Entre quiénes?
—Tú serás uno de los socios.
—¿Y el otro?
—El otro será el señor Etchegaray.
—¿Y quién es el señor Etchegaray?
—El señor Etchegaray es un ente de razón.
—No sé lo que es eso.
—Pues es un personaje que no existe.
—¿Y para qué lo necesitamos?
—Él dará seriedad y gravedad a tu casa de comisión; así, cuando tú alquiles un piso bajo con una pequeña oficina, pondrás una placa en la que se leerá:
ETCHEGARAY Y LEGUÍA
Casa de comisión
—Muy bien. Me tendrá usted que pintar qué clase de pájaro es este Etchegaray, para que no cometa alguna pifia si me preguntan por él.
—Etchegaray tendrá unos diez años más que yo: unos cincuenta y cinco a cincuenta y seis. Habrá estado en Méjico…
—Lo mejor sería que hiciera usted un documento de identificación completo.
—Lo voy a hacer ahora mismo.
Aviraneta se puso los anteojos, tomó una hoja de papel y escribió: «Dominique Michel Etchegaray Leguía».
—¡Hombre! ¡Leguía! ¿Es pariente mío?
—Sí; tío tuyo y primo mío. «Nacido en Bidart, Bajos Pirineos, el 21 de diciembre de 1782; estado, viudo; profesión, comerciante; estatura, alta; pelo, canoso; ojos, garzos; nariz, larga; barba, afeitada; color, sano…».
—¿Tiene hijos?
—Uno, que está en América establecido.
—¿En qué república?
—En Méjico.
—¿Qué ha hecho mi tío por allá?
—Ha sido comerciante y minero en California.
—¿Tiene parientes en Francia?
—No; únicamente una hermana en España.
—Que es, naturalmente, tía mía.
—Claro.
—¿La haremos soltera o casada?
—Soltera.
—¿La tía Juana?
—Bueno.
—¿Dónde vivirá?
—En Vergara, si te parece.
—Muy bien.
—Ya que estamos de acuerdo en la existencia de este ente de razón, haré que mañana Iturri, el dueño de esta fonda, saque en la subprefectura, donde tiene un amigo, documentos de identificación de Dominique Etchegaray, avecindado en Bidart; luego haremos la escritura de sociedad comercial entre Etchegaray y tú. Etchegaray será socio tuyo, y andará yendo y viniendo de España.
Cuando tú pongas tu oficina, yo escribiré siempre a nombre de Etchegaray.
—Ahora, ¿qué tengo yo que hacer?
—Nada. Sigues en la fonda de San Esteban, donde dirás que cuando quede vacante un cuarto alto y barato te lo reserven. Mañana por la mañana irás a un comercio de antigüedades de la calle Salie, el comercio del señor Falcón. Allí verás a doña Francisca González de Falcón, que es española, y ella te irá resolviendo las dudas que tengas, dándote el dinero que necesites e indicándote lo que debes hacer. Nos comunicaremos por carta; tú me escribirás a nombre de Iturri; yo, a nombre de Etchegaray, cuando la casa de comisión esté establecida. Mientras tanto, si te necesito, te avisaré.
—Bueno.
—Eres un joven de una familia acomodada del comercio, a quien han enviado a aprender francés a Bayona y a estar fuera de la lucha carlista.
—Muy bien. Comprendido.
Me despedí de Aviraneta, y fui marchando después hacia el centro del pueblo. Mi vida en Bayona comenzaba de una manera rara y pintoresca.