LOS VIEJOS DE LA TERTULIA DE MADAMA LISSAGARAY
GRANDES comentarios se hicieron entre los amigos acerca de la desaparición de Chipiteguy. En la tertulia de madama Lissagaray se habló mucho del caso y, sobre todo, los viejos y las personas sesudas discutieron y expusieron sus opiniones.
Había variedad de hipótesis. La mayoría consideraba que el secuestro tenía un carácter político, y, según sus ideas, lo achacaban unos a los carlistas y otros a los masones.
Algunos no creían que se tratara de maniobras políticas, sino de motivos personales.
Uno de los que acusaban a Frechón como autor o, por lo menos, cómplice del secuestro, era Pascual Joliveau, el Robinsón Crusoe del baile del día de San Martín.
Joliveau tenía su tienda de herbolario en el piso bajo, en casa de madama Lissagaray. Joliveau era soltero, de unos treinta y tantos años, grueso, rubio, pálido, pesado e imberbe, con las orejas grandes y las manos enormes.
Era, además, tartamudo.
Joliveau ganaba dinero con su tienda. Era muy trabajador y un poco entrometido en cuestiones de Medicina. Creía que sabía mucho, y también lo creía la gente de la vecindad.
Los enemigos suyos decían que como en la misma calle vivía un médico que le había denunciado una vez por intruso a Joliveau, y a quien este tenía odio, había puesto un anuncio en la tienda, que decía así: «Herbolario. No confundirle con el charlatán de enfrente».
La anécdota era perfectamente falsa.
Joliveau experimentaba gran antipatía por los médicos y por los boticarios de la época, porque comenzaban a emplear principalmente remedios químicos y olvidaban los simples. El herbolario se jactaba de curar todas las enfermedades con la angélica, con la variana, con la pulsátila, con la genciana.
A veces recomendaba a algunas muchachas la sabina, la ruda o el cornezuelo de centeno; pero había estado a punto de ser procesado por una de estas recomendaciones, y tenía desde entonces gran prudencia.
Joliveau hacía emplastos de todas clases, vendía cepillos de dientes y lavativas.
Joliveau, a pesar de ser muy roñoso y suspicaz, había acogido en su casa a un hombre llamado Doyambere, antiguo relojero tronado, viejo mistificador, que afirmaba poseer magníficas minas en España y tesoros en el Banco, probablemente tan reales como las minas.
Alvarito encontraba a Joliveau un aire de figura de cera. Le recordaba al Fualdés de la colección de Chipiteguy. Joliveau era un hombre muy suspicaz y muy avaro; en su casa no se encendía lumbre más que en la cocina, y poca. Para legitimarse durante el invierno, encontraba que en todas partes donde se encendía fuego había demasiado calor.
Joliveau guardaba todo lo que encontraba en su casa o en la calle, las llaves viejas que no abren ninguna puerta, las pelotas, los trozos de vela, las horquillas, etc.
Joliveau no creía más que en las malas intenciones de la gente, y aun así le engañaban siempre.
Por entonces le engañaba Doyambere, el hombre misterioso, el relojero tronado, que había hecho creer a todo el mundo que poseía minas y tesoros y que probablemente, no tenía un cuarto.
Doyambere había sido el bohemio de la relojería; durante muchos años había recorrido Francia, España e Italia a pie, arreglando relojes. Contaba cosas extraordinarias de sus viajes: brujerías, crímenes, misterios y horrores.
Doyambere era un viejo amable, muy fino, muy discreto, muy sensato, que tenía buenas palabras para todos, pero que no inspiraba confianza.
Joliveau alimentaba a Doyambere y le tenía en casa con la esperanza de heredarle.
A veces le indignaba el despilfarro del viejo relojero mistificador, y una vez que Doyambere, al postre, sacaba la corteza al queso, sin duda muy gruesa, Joliveau dijo, tartamudeando más que de costumbre, sin poderse contener:
—Eso… tam… bién… me… cuesta… a… mí… el dinero. Es una… falta… de consideración desperdiciar así… el queso.
Joliveau tenía una criada vieja; pero él mismo guisaba.
Una de las manifestaciones de la roña de Joliveau era odiar a los gatos, sin duda por lo que robaban.
—Es un animal… antipático —decía—, que no respeta la propiedad ajena.
Joliveau ponía cepos a los gatos, y cuando los cogía los ahorcaba.
Había uno en su vecindad, de una vieja solterona, negro y atrevido, que entraba en casa del herbolario por el patio. Al fin, Joliveau lo cogió, lo ahorcó y lo tuvo como trofeo un día colgado, delante de la ventana, para que la viera la vecina.
Joliveau cortejaba a la señorita Recur, sin comprender que aquella señorita estaba enamorada de Marcelo, el sobrino de Chipiteguy. Ella sentía un verdadero horror por el herbolario.
Joliveau, hombre de cabeza extraña y confusa, no decía las cosas como todo el mundo; era un incoherente, a quien a veces no se le entendía. Hacía alusiones a cosas lejanas, y muchos decían que al oírle se preguntaban, vacilando: «¿Si será un hombre de gran talento? ¿Si será un imbécil?». La mayoría se decidía por creerle imbécil.
Se podía encontrar en él una mezcla rara de cualidades: suficiencia, fanfarronería e impertinencia, unida a cierta fidelidad por algunas personas. Quizá ninguno de sus sentimientos llegaba a la nota aguda; pero también se podía asegurar que había poco estimable en el abigarramiento de su alma.
Joliveau, desde el principio de la desaparición de Chipiteguy, había acusado a Frechón. Joliveau tenía resquemores con este. Había querido hacer un negocio un tanto usurario con él, y Frechón le había engañado.
—A ese… cochino… de Frechón —decía— le voy a enviar yo… a gozar… de la hospitalidad… económica… gubernamental… Allí le alimentarán con… berzas, con agua y con… otros ingredientes parecidos.
La hospitalidad económica gubernamental era para Joliveau la cárcel.
Una vez le dijo alguien:
—Ese Frechón vendería su alma al diablo.
—Saldría… ganando —contestó Joliveau con presteza—; vendería una porquería… por unas buenas… monedas…
Le gustaba también al herbolario tartamudo desfigurar los nombres de las personas que le eran antipáticas o que le habían engañado.
Así, le llamaba a Frechón Frechoneau, Frechonato o Frechonazo.
A la campaña que hacía contra él contestaba Frechón con mayor acritud.
Según Frechón, todas las hierbas que vendía Joliveau eran venenosas y mortales de necesidad.
No se sabía lo que hacía el herbolario con ellas, si es que se orinaba, o escupía, o algo peor; pero su efecto era terrible. Tomar el malvavisco, la manzanilla o las flores cordiales de casa de Joliveau y empezar a sentir náuseas, vómitos y ponerse a la muerte, era inmediato. Frechón hacía juegos de palabras con el apellido de Joliveau (Bello Becerro), y preguntaba a los conocidos:
—¿Qué hace el Bello Becerro? ¿Lo llevan al matadero o está hidrópico por las malas hierbas que come en su casa? ¿Le ha visto ya el veterinario?
Frechón aseguraba que Joliveau estaba loco, que una meningitis padecida en la infancia le había trastornado. Decía también que de niño un cerdo le había castrado. Por eso, según Frechón, Joliveau era imberbe y tenía tipo de cantor de la Capilla Sixtina. Por eso tenía también aficiones a guisar y a fregar los platos.
Estas murmuraciones malévolas llegaban a Joliveau, que tan pronto se indignaba como se quedaba tan tranquilo.
—Aquí, en Bayona…, ya se sabe… —decía, frotándose sus grandes manos—. El periódico… de cinco céntimos…, sin papel…, circula mucho por la ciudad.
Esta frase quería decir, en el lenguaje confuso del herbolario, que había mucha chismografía en el pueblo.
Con esta manera de hablar, hiperbólica y figurada, siempre haciendo alusiones a cosas desconocidas, no se le entendía. Con frecuencia, Pascual Joliveau proyectaba casarse; pero no tenía éxito.
—No sé… si casarme… o comprar una… partida de hierbas.
Al último, siempre tenía que comprar las hierbas. Frechón decía en todas partes que Joliveau quería casarse porque tenía gran afición a ser cornudo.
Joliveau se acercaba a veces al grupo de las muchachas en la tertulia de Lissagaray, pero no le hacían caso; Manón le trataba con un profundo desprecio, Rosa le oía distraída, Morguy se reía descaradamente de él.
El Bello Becerro no encontraba su ternera ideal —hubiera dicho Frechón—; únicamente Alvarito escuchaba al herbolario; este solía decirle:
—Créame usted… Si quiere encontrar al viejo, dele usted… la zancadilla… a Frechonazo.
Otro de los consultados varias veces fue el padre Aranalde, un cura amigo de madama Lissagaray. Aranalde era un viejo de cara sonrosada, pelo blanco, mirada a veces viva, pero siempre velada por el párpado caído; los labios burlones y la nariz larga, con frecuencia llena de rapé.
Aranalde tomaba posturas académicas, y lo hacía tan afectadamente y tan bien, que, más que cura, parecía un cómico que hiciera de una manera maravillosa el papel de eclesiástico.
Aranalde no afirmaba ni negaba nada; todo podía ser, y las varias versiones que se daban de la desaparición de Chipiteguy le parecían muy posibles.
Otro de los oráculos de la tertulia de madama Lissagaray era el señor Silhouette, comerciante retirado de las pampas fúnebres y vecino de Chipiteguy.
Silhouette, viejo con peluca y cara rasurada, tenía una expresión de frialdad, de indiferencia, de esfinge. Sin duda se la había dado su oficio.
Durante toda su vida no había hecho más que ir a las casas donde ocurría una muerte, de día o de noche, y mostrar atenta y fríamente sus catálogos y etiquetas, sus precios de entierro de primera o de segunda, siempre con una severidad y una indiferencia helada.
Decían que el señor Silhouette había sido engañado por la mujer. El señor Silhouette llevó a la mujer a una casita de campo del camino de Bayona y la encerró allí hasta que murió, y tuvo el gusto de ver en sus catálogos qué clase de ataúd y de pompas fúnebres necesitaba su cara esposa para hacer el gran viaje a las profundiades de la madre tierra.
El señor Silhouette andaba siempre enlevitado, la boca apretada, con los labios pálidos y delgados, mejillas hundidas, ojos fijos y duros, la corbata que le agarrotaba el cuello, la frente ancha y la mirada fría. Silhouette era, indudablemente, funerario, feretral, panteónico.
En todo se manifestaba metódico y meticuloso, muy partidario de la etiqueta, y no transigía con ningún olvido de ella.
Se decía que el señor Silhouette era el padre de Joliveau; pero no se parecía nada a él, y debía ser una broma de gente malintencionada.
El señor Silhouette era legitimista, pero no quería confesarlo. Alvarito le encontraba muy parecido al Fouché de las figuras de cera; un Fouché más viejo y menos emperifollado.
El señor Silhouette no dio su opinión acerca de la desaparición de Chipiteguy; se contentó con oír todos los detalles y nada más.
Había otros viejos señores en la tertulia; el señor Castera, que había sido procurador, que andaba del brazo de su mujer arrastrando los pies y que jugaba su partida de cartas. El señor Castera tenía las piernas torcidas, la cara arrugada y pálida, la cabeza sin pelo en las sienes y la frente deprimida. Había en él algo de reptil. Vestía a la antigua. El señor Castera tomaba rapé, gastaba una hermosa peluca y tenía una voz de falsete desagradable.
Pero no se podía considerar como lo más desagradable de su personalidad su voz.
El viejo Castera era un hombre muy cortés, lo que no le impedía decir a cada persona lo más desagradable, lo que más de podía molestar o herir, con exquisita finura. Al mismo tiempo que decía algo venenoso, ofrecía a la víctima su tabaquera con la tapa esmaltada, sonriendo con amabilidad. El hablar mal de la gente, el tomar rapé y el comer dulces eran sus principales vicios.
Alvarito oyó que el señor Castera, en su juventud, había sido un hombre guapo. En cambio, en su vejez, era casi repugnante.
Es curiosa esa fealdad que se produce en la burguesía, sobre todo en los comerciantes, industriales, notarios, hombres de leyes y en todos los que viven casi exclusivamente por el dinero.
No es la fealdad de la gente del pueblo, ni la fealdad de la miseria, de la embriaguez, de la brutalidad, de las pasiones bajas, sino una fealdad sórdida, fría, la expresión de la avidez y de la especialidad comercial.
Esta fealdad contrasta con la belleza que tiene a veces el hombre del campo, el marino y, sobre todo, el hombre de pensamiento.
El señor Castera conocía a Chipiteguy y a Aviraneta, y los tenía a los dos por personas honorables; pero inmediatamente después de hablar de ellos y de dedicarles toda clase de elogios, contó, riéndose, esta anécdota:
«Cuando era viejo Talleyrand y vivía en el palacio de Valençay, tenía un amigo tan viejo como él, el conde de Montrond.
»Un día Talleyrand le decía a la duquesa de Laval:
»—¿Sabe usted, duquesa, por qué me gusta monsieur de Montrond? Porque tiene pocos prejuicios. A esto Montrond replicó inmediatamente:
»—¿Sabe usted, duquesa, por qué me gusta monsieur Talleyrand? Porque no tiene ninguno.»
Sin duda, el viejo ex procurador quiso decir que tanto Chipiteguy como Aviraneta eran capaces de cualquier cosa.
Compañero del viejo mordaz era el señor Bedarride, tendero de la vecindad, viejo, de cara inyectada y roja, con la nariz abultada, el bigote largo y caído, que llevaba casi siempre redingote y chaleco de grana.
Bedarride, con su aire embrutecido, era hombre listo y había sabido hacerse su fortuna en el comercio de paños. Era también de una fealdad comercial y trascendía a paño a la legua. Probablemente las emanaciones del paño que había respirado toda su vida habían matizado su alma, dándole un espíritu de pañero indeleble.
A Alvarito le recordó el hombre que voceaba el crimen en el grupo de las figuras de cera que llamaban en la casa del Reducto los Asesinos.
El señor Bedarride, riquísimo, tenía un motivo de pena que le amargaba la vida. Su única hija, Lucía, estaba enferma de la médula. Lucía Bedarride tenía una cara asimétrica desagradable, llena de granos, y una expresión mixta de estupidez, de inquietud y de maldad.
El médico había dicho al padre que, quizá, si la muchacha se casara, podría desarrollarse y cambiar, y el señor Bedarride buscaba marido para su hija, pensando en conquistarle ofreciéndole una fortuna.
Lucía Bedarride, mala, perversa, tenía ataques de nervios; pegaba a las criadas, y, al ver que los jóvenes no se le acercaban, le daban arrechuchos de cólera.
La señorita Bizot trató de demostrar a Alvarito insidiosamente que para él sería un magnífico negocio el casarse con Lucía Bedarride; pero Alvarito rechazó la proposición con energía.
La Bizot reconoció que la muchacha no tenía ningún atractivo; pero había dinero en cantidad, y con dinero se podían encontrar maneras de indemnizarse. Una mujer como la Bedarride y una querida como su vecina la Nené era una combinación perfecta.
Alvarito se quedó asombrado al oír una proposición de esta naturaleza.