III

EL TESORO

UNA noche le despertaron a Alvarito la Tomascha y la andre Mari. Habían oído claramente que andaba gente en la cueva.

—¡Levántate! —le dijeron las dos mujeres. Alvarito se levantó, temblando de miedo, y se vistió lo más rápidamente posible.

—Vamos a ver quién es —dijo, fingiendo serenidad en la voz.

—No, no —replicó la andre Mari—; lo que tenemos que hacer es encerrarnos en este piso con llave. Manón está dormida.

—Mejor sería llamar a la guardia del Reducto —murmuró la Tomascha—. Desde la ventana podemos gritar.

—No, no —dijo la andre Mari—, no vaya a resultar que sea algún gato y se burlen de nosotras y nos tengan por unas viejas locas.

Con el rumor de las voces, Manón se despertó y apareció en la escalera, preguntando de qué se trataba.

—Hay gente en la casa —le dijo su tía.

—Pues vamos a ver quién es.

La muchacha se puso una bata, cogió un farol con el que solía hacer la ronda nocturna con su abuelo, y comenzó a bajar decididamente la escalera.

Alvarito la siguió con un garrote en la mano; las mujeres, al ver a los dos muchachos tan decididos, fueron también bajando las escaleras tras ellos.

Manón y Alvarito recorrieron la tienda, los almacenes y el patio, y no encontraron a nadie.

—Quizá en la cueva se haya encerrado el ladrón.

Entraron en la cueva. A la luz del farol vieron las figuras de cera apoyadas en la pared con un aire extraño. La arpillera que cubría el grupo de los Asesinos había caído, y el Asesino joven sacaba el brazo, armado con su puñal. La presencia de aquellas repugnantes figuras de cera renovó la obsesión de Alvarito; le produjeron espanto, y, en medio de la noche, y en la cueva, y a la luz vacilante del farol, casi le dieron más terror que si fueran verdaderos ladrones que hubieran entrado en la casa.

Al volver a su cama, Alvarito reconoció en su fuero interno que, aunque aparentemente había quedado bien, en el fondo había tenido mucho miedo. Se avergonzaba, al mismo tiempo, de su cobardía, y se asombraba de sus momentos de valor.

Al día siguiente, cuando Alvarito fue a su despacho, pudo notar señales de pasos en el patio. La noche antes había llovido, y quedaban huellas de unas botas y el barro ya seco. No era, pues, ilusión el que hubiese habido gente dentro de casa por la noche, sino un hecho cierto.

Ahora, por dónde habían entrado y por dónde habían salido, era lo que no comprendía, porque en el portal no había huellas y el cerrojo de la puerta estaba por la mañana echado.

Álvaro supuso si los ladrones, o lo que fuesen, se habrían descolgado por la pared del patio, o quizá por el tejado. Todo esto le dio a Alvarito gran miedo. La andre Mari y la Tomascha se alarmaron mucho al saber que era cierta la entrada de los hombres en la casa, y decidieron que fueran a dormir al almacén Quintín y un primo suyo zuavo.

Este primo de Quintín era Max Castegnaux, supuesto hijo de Chipiteguy, que había llegado a sargento en el ejército de Argelia, que estaba retirado y tenía un destino en el Ayuntamiento.

Max Castegnaux, alto, fuerte, corpulento y grande, tenía aire marcial y una frente abombada, un poco de carnero. Max gastaba bigote y patillas. Llevaba sombrero de copa de alas muy anchas, levita de mangas largas y estrechas y un junco colgado en el botón del chaleco.

Quintín y Castegnaux dormirían en la trastienda en unos catres, cada uno con la pistola cargada, al alcance de la mano. Max y Quintín pensaron en poner dos o tres figuras de cera en los rincones, en sitios extraños, para asustar al que pretendiera entrar en la casa.

La guardia de los dos hombres no era muy eficaz.

Al parecer, Quintín y Castegnaux llevaban cada uno su botella de vino a la trastienda, y, después de jugar una partida y de berberse el vino, se echaban a dormir y roncaban como benditos. Ni un cañonazo los hubiera despertado.

Unos días después de los ruidos y de la alarma y de inaugurar la guardia en la trastienda con Castegnaux y Quintín, Frechón, considerándose ofendido al ver que en la casa se daba más importancia a Alvarito que a él, se despidió. Manón le dijo a Álvaro que, ya no podían temer el espionaje de Frechón, tenían que ver lo que había guardado el abuelo en la cueva.

Fueron los dos con un farol, y notaron que había un sitio con la tierra removida. Cavaron, y comenzaron a aparecer barras de plata pintadas de negro y trozos de oro envueltos en trapos.

En el agujero había también un cantarillo.

—¿Qué habrá aquí? —se dijo Álvaro.

—A ver, vacíalo.

Álvaro vació el cantarillo en el suelo, y salió de su interior un montón de esmeraldas, de zafiros y de topacios.

A la luz del farol brillaban las piedras con mil fulgores.

—Es un tesoro —murmuró Álvaro.

—Sí, pero no podemos tocarlo —dijo Manón.

—¡Ah, no! Claro que no. Volveremos a guardarlo como estaba.

Alvarito llenó la cantarilla con las piedras preciosas, y la enterró de nuevo. De pronto creyó que había alguien que le estaba mirando; pero era una de las figuras de cera.

Cuando dejaron el sótano, Manón y él pensaron que salían de la cueva de Alí Babá y de sus cuarenta ladrones.

La existencia del tesoro influyó en la imaginación de Alvarito. Supuso que, así como en los cuentos antiguos había un dragón que guardaba un tesoro y una princesa, allí eran las figuras de cera las vigilantes.

Él, Alvarito, acabaría siendo el dominador de las feas figuras, el Orfeo de las bestias inmóviles, el domador de los espectros asquerosos y repugnantes, y, después de vencerlos, huiría con la princesa y con el tesoro.

Unos días después soñó que se encontraba delante de una puerta disparando tiros contra alguien que quería asaltar la casa.