EL SECRETO DE SONIA VOLKONSKY
LAS tertulias de madama Lissagaray siguieron animadas, aunque con algunas intermitencias. A mediados de otoño, el día de San Martín, hubo en su casa un baile de trajes. Casi todos los años por esta fecha, solía celebrar una gran reunión.
Las muchachas tenían muchas esperanzas en la fiesta. Morguy vendría vestida de pastorcita, a lo Watteau; Rosa, con un traje del Directorio, muy bonito; Manón decidió vestirse de húsar y ponerse bigotes postizos. Como tenía la seguridad de su belleza, no le importaba afearse. Los días anteriores al baile, las amigas de casa de Rosa se pasaron el tiempo disfrazándose. A Manón le gustaba vestirse de chico y bailar con otras muchachas, haciendo de hombre.
Alvarito la contemplaba, maravillado de su animación y de su graciosa petulancia. A Álvaro le cosieron en casa un traje de pierrot.
El día de la fiesta acababa de vestirse Manón de húsar, con cuyo traje estaba guapísima, y Alvarito de pierrot, cuando vinieron Morguy y Rosita, las dos de malísimo humor. Morguy tenía trazas de haber llorado.
—¿Qué os pasa? —les dijo Manón.
—Chica, que estamos hechas unos adefesios, y no sabemos arreglarnos —contestó Morguy.
—¿Pues?
—¿No te parece que tengo la falda demasiado larga?
—Sí, sí; es indudable.
—Pues en casa todo el mundo está empeñado en que no. Este traje mío es un mamarracho. Nuestras madres dicen que estamos bien y que ya no hay tiempo de cambiar.
Manón contempló a las dos amigas, una después de otra.
—Es verdad —dijo a la Morguy—; tu falda está demasiado larga y el talle demasiado alto, y el peinado de Rosita y su capota están mal.
—¿Pero ya tendremos tiempo de cambiar? —preguntó Rosa.
—Sí. A ver, Alvarito —gritó Manón—. Dile a la Baschili que me traiga alfileres y una aguja.
Alvarito fue corriendo a traer los alfileres y la aguja. Manón se arrodilló delante de la Morguy y descosió unas puntadas. Luego sujetó aquí y allá, bajó el talle del vestido, y en una media hora arregló la falda admirablemente.
—Ahora date un poco de rojo en las mejillas y déjate unos rizos en la frente.
Morguy hizo lo que le decían, y reconoció que había ganado muchísimo.
—Ahora tú —le dijo a Rosa—. Suéltate el pelo en seguida.
—Pero si me han dicho en casa que era así el peinado de la época.
—Pero eso es una tontería; tú no debes pretender ser un maniquí que tenga mucha exactitud histórica, sino buscar el estar más guapa.
—¡Naturalmente! —exclamó la Morguy—. Es que esta chica es tonta. Es tonta. No comprende nada. Se lo he dicho mil veces.
Manón le quitó la capota a su prima y aligeró el sombrero, arrancándole unos adornos.
Rosa cambió el peinado, e hizo lo que le dijeron, y se puso un poco de colorete en las mejillas.
—¿Cómo estoy? —preguntó Rosa a Alvarito.
—Muy bien, muy bien. Mucho mejor que antes.
—Bueno; pues vamos —exclamó Manón, arreglándose rápidamente.
Se pusieron unos gabanes y capas encima, y fueron a la calle.
—¡Chica, qué lástima que no seas un húsar de veras! —dijo Morguy a Manón, agarrándole del brazo—. Estarías irresistible.
Alvarito se rio.
Entraron en casa de Lissagaray. El salón estaba ya lleno. Las tres amigas hicieron mucho efecto.
Solamente podía competir con ellas Sonia Volkonsky, vestida de zíngara, con un traje de seda de colores, la falda corta, un pañuelo rojo en la cabeza, collares en la garganta, pulseras en los brazos y una pandereta en la mano.
Entre los hombres había algunos disfraces curiosos: Pedro D’Arthez iba como un muscadin del Directorio, con un traje elegantísimo; Montgaillard, de bandido napolitano; el vizconde de Saint-Paul, de Arlequín; había también un chino y un negro, y el que daba la nota cómica era un herbolario de la vecindad de madama Lissagaray, Pascual Joliveau, que iba de Robinsón Crusoe. Robinsón Crusoe vestía un traje hecho de hojas de árbol, un sombrero y una sombrilla de lo mismo y un loro de verdad en el hombro.
Se hicieron muchos chistes a costa del herbolario; pero este estaba satisfecho al ver que llamaba la atención.
Se bailó, se habló y se rio, y todo el mundo, en general, estuvo muy contento.
A los amigos les chocó que mientras Montgaillard se alejaba de Manón, el vizconde de SaintPaul se acercase a la muchacha y se pusiera a cortejarla.
El vizconde tenía el genio fuerte y hablaba poco. Había tomado el hábito de mostrarse frío e indiferente y ligeramente burlón.
El vizconde era hombre serio, guapo, un poco taciturno para su edad y nada amigo de charlar a tontas y a locas como Montgaillard. Saint-Paul tenía aplomo; probablemente se creía una gran cosa, y no se mortificaba ni se ofendía su amor propio con verse al lado de una mujer sin decir palabra. Quizás en un caso así se creía que la culpa era de la que se hallaba a su lado y no suya.
—El vizconde está muy bien —dijo Morguy a Manón—; pero será un amo para su mujer.
—¡Bah! No me preocupa. No me tengo que casar con él.
—¿Quién sabe?
Saint-Paul y Montgaillard, amigos de la víspera, se miraron como rivales, con gran desprecio, y se manifestaron cada vez más hostiles. Manón bailó con varios jóvenes, y, al pasar junto a un grupo, Montgaillard dijo una de las veces en voz alta:
—Estas mujeres que son capaces de estar tres o cuatro horas bailando no se diferencian mucho de las cocineras.
Ella le oyó y contestó:
—Los hombres que insultan a las mujeres no se diferencian mucho de los lacayos.
El joven Montgaillard enrojeció. Aviraneta había oído la frase de Manón y se levantó.
—¿Te han insultado? —dijo—. No lo permitiré yo.
—Gracias, don Eugenio —contestó ella, riendo—. Es una frase que hemos leído hoy en una novela, y la repito.
Montgaillard miró con impertinencia a Aviraneta, y este se engalló como en sus buenos tiempos y contempló desdeñosamente al joven.
En uno de los descansos del baile, Montgaillard quiso obtener una explicación de Manón y la detuvo en el pasillo; pero ella le empujó violentamente con desprecio.
Aviraneta se sentó entre los señores viejos, un poco sorprendido de la impertinencia del muchacho. Vio que Manón era cortejada por Saint-Paul y que Sonia, la condesa de Hervilly, hablaba mucho con el caballero de Montgaillard.
Se bailó una contradanza muy brillante y, al terminarla, madama Lissagaray avisó a sus invitados para que pasaran al comedor a tomar algo. En este momento la condesa de Hervilly se acercó a don Eugenio.
—Desconfíe usted de sus amigos, señor de Aviraneta —le dijo.
—¿Me va usted a decir la buenaventura, hermosa zíngara?
—Sí, el mejor día le van a dar a usted un disgusto. Quizá lo mejor que puede hacer es marcharse de aquí.
—¿Es eso serio? —preguntó él, asombrado—. ¿Qué quiere usted decir con eso, señora?
—Todos sus proyectos están conocidos.
—¿Es que usted se dedica a la política?
—No; es verdad que soy carlista, pero tengo otros motivos para tener odio contra usted.
—¡Odio! ¡Contra mí! Yo no la conozco a usted.
—Pero yo sí le conozco a usted.
—¿A mí?
—Sí.
—¿Es una broma?
—No.
—Entonces, eso merece una explicación.
—No aquí.
—En el hotel, si quiere usted. Cuando le parezca.
—Dentro de una hora estaré allí.
—Muy bien.
—Vaya usted a mi cuarto. Le esperaré.
«¿Qué podía ser esto? —pensó Aviraneta—. ¿Qué podía haber de común entre aquella mujer y él?»
Aviraneta pasó al comedor, fue del comedor al salón, contempló cómo se bailaba y, cuando vio que la condesa de Hervilly se despedía, se levantó él a poco rato y se fue rápidamente a la fonda.
Entró en su cuarto, vaciló, se metió una pistola cargada en el bolsillo; luego se arrepintió y la dejó en el cajón de la mesa; bajó al primer piso, llamó en el cuarto de la condesa y, al oír que decían adelante, pasó adentro.
Estaba la condesa sentada en un sofá, todavía con su traje de zíngara. Llevaba unas joyas magníficas: unos brillantes en los dedos que lanzaban destellos de colores, unos brazaletes de oro con esmeraldas y un collar de perlas. Parecía algo como una sacerdotisa.
—Siéntese usted, don Eugenio —dijo ella. Aviraneta se sentó.
Ante aquella belleza espléndida, el conspirador, viejo, flaco, pequeño, vestido de negro, parecía un cuervo.
—Estoy segura de que se encuentra usted intrigado con esta cita —exclamó ella.
—Es cierto.
—Y quizás asustado.
—No me conoce usted, condesa —replicó, sonriendo, Aviraneta.
—¿No ha traído usted armas?
—¿Para qué? No creo que quiera usted batirse conmigo.
—Podía prepararle una emboscada.
—¡Bah, en un hotel! Ahora, si quiere usted decirme por qué me llama…
—Necesito una explicación de usted.
—Yo también necesito explicaciones.
—Usted conoció a mi padre en Méjico.
—¡Yo, a su padre!
—Sí.
—¿Cómo se llamaba?
—Ladislao Volkonsky.
—¿Es posible? ¿Usted es hija de Volkonsky?
—Sí; yo soy hija de Volkonsky y de Coral Miranda, a quien usted calumnió.
—Es falso —gritó Aviraneta.
—Usted estorbó la boda.
—Es falso también.
En ese momento entraron en el cuarto el conde de Hervilly y el caballero de Montgaillard. Aviraneta se puso a la defensiva, desdeñoso y altivo.
—¿Qué gritos son esos? —preguntó el conde.
—No pasa nada, señores —dijo la condesa—. El señor de Aviraneta se está explicando conmigo. Los dos hombres contemplaron a don Eugenio, y este les miró de arriba abajo con desdén. —Váyanse ustedes— repitió la condesa.
Salieron los dos hombres, y Aviraneta, al verlos marchar, siguió hablando.
—Sí —dijo—, Volkonsky fue amigo mío, y yo le quería. Volkonsky no sabía que usted existiera. Además, Volkonsky quiso casarse con su madre. Ella fue la que no quiso, porque él era pobre.
—Miente usted —exclamó ella.
—No miento. ¿Qué interés puedo yo tener en mentir?
—Legitimar su conducta.
—Mi conducta. Está legitimada. Como digo, fue ella la que no quiso casarse con él. Ella era rica, de una familia orgullosa e influyente; él, aunque de una estirpe principesca de Polonia, no pasaba de ser un pobre aventurero en Méjico; ella fue la que no quiso unir su vida a la del polaco, y cuando su padre de usted se casó con una muchacha sencilla y modesta, su madre de usted le preparó una celada e hizo que le mataran y mandó cortarle la mano.
—Invenciones.
—No, verdades. Yo he visto la mano cortada. Yo he visto el cadáver de su padre en la finca de los Miranda.
—Mi madre era una mujer angelical.
—Era una mujer diabólica y perversa.
—El diabólico y perverso es usted, Aviraneta. Sé toda la verdad. Mi madre me contó toda la verdad.
—Cuente usted esa verdad para que yo pueda rebatirla.
—Mi madre me contó que había conocido a Volkonsky de niña y que la había seducido. Estando embarazada de mí, mi padre, Volkonsky, se hizo socio de varios españoles para explotar unas minas, y entonces un español que pretendía a mi madre, y a quien ella despreciaba, le habló a Volkonsky, le engañó, le dijo que ella había tenido amantes y, no contento con esto, le asesinó y le robó los planos de las minas. Ese español, ¿sabe usted quién era? Era usted, señor Aviraneta.
—Todo eso es un tejido de embustes, digno de la que los inventó —gritó Aviraneta—. Nada de eso es verdad. ¡Mentira, todo mentira y mil veces mentira! Aún quedan en Méjico parientes y compañeros que recordarán la historia de Volkonsky. Les preguntaremos a ellos. Pero no hay necesidad. En Burdeos hay un comerciante español que vivió en Méjico en aquel tiempo, un tal Zangróniz. Iremos a verle, le interrogaremos. Él sabe la historia de Volkonsky y la mía… Pero ni aun eso es preciso, porque yo conservo cartas de Coral Miranda que son de después de la muerte de Volkonsky.
—¿Usted conserva cartas de mi madre?
—Sí, y de su padre también —contestó Aviraneta, excitado—. Ahora dígame usted cuándo, en dónde, ante qué testigos quiere que le enseñe esas cartas. Usted es amiga del cónsul de España, ¿no es cierto?
—Sí.
—Muy bien. Dentro de tres días, ante el cónsul, le mostraré esas cartas; que vaya su esposo, el conde; yo llevaré otro testigo. ¿Usted tiene alguna carta de su madre? —preguntó don Eugenio.
—Sí.
—Llévela usted, para cotejar la letra. Hasta entonces, tregua.
La condesa de Hervilly, muy pálida, murmuró:
—Muy bien. Hasta dentro de tres días. Aviraneta, que estaba lívido, saludó maquinalmente y salió del cuarto.
Al día siguiente, Aviraneta estuvo en Bidart y cogió de su archivo un paquete de cartas.
Tres días después de la entrevista citó a la condesa en el Consulado.
La reunión fue fría y ceremoniosa; como testigos estuvieron el conde de Hervilly y el señor Mazarambros. La condesa se presentó a la hora señalada. Vestía un traje gris y llevaba su collar de perlas.
Aviraneta, ante el cónsul y los dos testigos, explicó de qué le acusaba la condesa a él, lenta y reposadamente.
—¿Es esto de lo que me acusa usted? —preguntó a la condesa, después de hacer la relación con toda clase de detalles.
—Sí.
—¿Ha traído usted alguna carta de su madre?
—Sí.
—¿Ustedes quieren cotejar si esta letra de las cartas que yo tengo es igual a la de las cartas que guarda la señora condesa?
Mazarambros, Hervilly y Gamboa cotejaron la letra. Era la misma.
—Ahora, léanlas ustedes en voz alta.
Al comenzar la lectura, la emoción dejó una palidez profunda en Sonia, que la hacía más hermosa; los ojos, azules oscuros, brillaron con más resplandor, y sus manos temblaron. Luego, cuando pudo dominar la emoción, el rostro suyo se serenó, las mejillas tomaron su color y volvió a su aspecto normal.
Las cartas eran aplastantes. En dos de ellas, Coral Miranda aseguraba a su querido Eugenio que nunca había tenido amores, ni siquiera amistad, con Volkonsky; que el polaco era un miserable que había querido abusar de ella cuando era niña; que ella no sabía lo que había sido de Volkonsky, y que le esperaba a Eugenio llena de ansiedad y de amor.
La condesa oyó llorando estas cartas.
—Es falso, falso —exclamó con rabia varias veces.
—No, no —le dijo su marido—; es verdad, no hay duda alguna.
—Ahora, si todavía queda duda —exclamó Aviraneta—, aquí guardo cartas de él, de Volkonsky. ¿Quieren ustedes verlas?
La condesa no contestó. El conde tomó una de las cartas y la leyó despacio y se la devolvió a don Eugenio.
—Mi querida —dijo a la condesa fríamente—, este asunto está resuelto. El señor Aviraneta ha sido calumniado. El señor Aviraneta es una persona honorable y hay que reconocerlo y darle una satisfacción.
—Todos estamos de acuerdo con las palabras que ha dicho el señor conde —repuso Gamboa.
Aviraneta se inclinó, y al salir dijo a la condesa:
—Yo no pretendo, señora, que me conceda usted su amistad; fui amigo de su padre, que era un corazón noble y generoso. Como digo, no pretendo su amistad; pero creo que no tiene usted derecho a tenerme odio.
—Fue usted enemigo de mi madre —murmuró la condesa, pálida y demudada—; para mí, eso basta.
Aviraneta había ganado la partida y salió de la sala del Consulado pálido, sonriendo con una sonrisa irónica.
Durante algún tiempo, la condesa de Hervilly no vio a Aviraneta. Ella y su marido cambiaron de hotel, lo que a don Eugenio alegró.
Al cabo de un par de meses, la condesa volvió a aparecer en casa de madama Lissagaray. Aviraneta no la hablaba; pero ella se acercó a él.
—No crea usted que me he olvidado de lo que ha pasado entre nosotros dos.
—Lo comprendo —dijo don Eugenio.
—El que haya conocido usted a mi padre y a mi madre me atrae hacia usted. A mi padre no le he conocido; a mi madre la vi solamente tres veces en toda mi vida. ¿Era hermosa?
—Muy hermosa.
—¿Y usted no la quería? Porque si la hubiera usted querido hubiera usted perdonado todo.
—¿Qué quiere usted, condesa? Cuando yo estuve en Méjico era joven aún, pero no un muchacho enamoradizo. Había hecho seis años de guerra de la Independencia, había rodado por el mundo y estado varias veces a punto de ser fusilado. No era un doncel.
—Pero mi padre había hecho la guerra con Napoleón. ¿No?
—Cierto; pero él era hombre más ingenuo, más poeta, más niño.
—Más bueno que usted.
—Sí, seguramente más bueno que yo; no lo niego.
—Usted es implacable.
—Implacable, no.
—Sí, implacable.
—¿Y ella no lo era? Me persiguió a mí, le persiguió a su padre con saña. Tenía ese fondo vengativo y rencoroso de los criollos. Odiaba a los españoles, como todos los Miranda.
—Yo también los odio.
—¿Con motivo?
—Sí.
—¿Qué motivos puede usted tener?
—Las crueldades de los españoles con los indios.
—¡Bah! ¿Y quiénes las han hecho? ¿Los españoles que se quedaron en España o los españoles que fueron a América y se convirtieron en americanos? Estos últimos son los hijos de los conquistadores, de los que hicieron todo lo bueno y todo lo malo que los españoles han hecho en América. Es ridículo que ellos ahora se disfracen con la piel del indio… Perfectamente ridículo. Se avergüenzan de tener sangre de indios y quieren pasar como sus herederos.
—Ustedes han sido muy crueles.
—¿Y los yanquis no han hecho en plena época moderna y fríamente con los indios tantas barbaridades como los españoles? ¿Y los ingleses, que han exterminado razas enteras? ¿Y los franceses, que después de la revolución y de las monsergas de la libertad, igualdad y fraternidad han sido los mayores proveedores de carne negra en América? ¡Bah, yo me río de eso!
—Yo soy americana, y veo a los españoles como los enemigos de mi país.
—Es una preocupación. Toda esa epopeya americana de la independencia es falsa.
—Es lo que les conviene decir a ustedes.
—No, es la realidad. La independencia de América fue una guerra civil entre los españoles de las colonias y los españoles enviados por la Monarquía. Los indios, los verdaderamente americanos, eran los que no tomaban parte en la lucha. Es más: había un número casi siempre mayor de indios en los ejércitos realistas que en los republicanos. En la batalla de Ayacucho, por ejemplo, el número de indios era mayor entre los españoles que entre los americanos. A los indios, ¿qué les importaba la independencia? En el fondo no cambiaban más que de amo.
—No hablemos de política.
—Tiene usted razón. No hablemos de eso. Creo que habrá quedado usted convencida de que mi conducta con su madre no fue traidora ni infame. Si yo hubiera sido un aventurero, me hubiera casado con Coral Miranda. Ella era rica; yo, pobre.
—¡Es que no la quería usted! ¡Pobre madre! No sé si le perdonaré a usted, Aviraneta. No sé.
—Me olvidará usted, condesa. Usted tiene un gran porvenir por delante. Yo ya soy viejo, y no creo ni pienso estorbarle a usted.
—Ya veremos.
El joven Montgaillard, al ver a la condesa hablando con don Eugenio, miraba a los dos con desconfianza. ¿Qué extraño capricho podía tener ella de conversar con aquel hombre sombrío y tétrico?
—Hay quien se siente celoso de que hable usted conmigo —dijo Aviraneta, sonriendo.
La condesa contempló a su interlocutor atentamente, y se levantó.
Al poco rato Alvarito se acercó a don Eugenio.
—Señor Aviraneta —le dijo.
—¿Qué ocurre?
—¿Quiere usted venir conmigo a casa de mi patrón?
—¿Qué pasa?
—Que Chipiteguy ha desaparecido.
Don Eugenio tomó su gabán, y fue con Alvarito a la casa del Reducto.
Hacía ya un día entero que el viejo no aparecía por parte alguna.
Manón y Alvarito habían ido de acá para allá preguntando por el viejo. La andre Mari y la Tomascha se dedicaban a lamentarse y a decir que ellas ya habían previsto aquella desgracia.
Se preguntó en las cuadras de alquilar caballos, por si el trapero había tomado alguno para hacer compras por los alrededores; se fue a ver a Automendy, un alquilador de coches de la puerta de España, conocido de Chipiteguy; se habló a todos los amigos del viejo. Nada dio resultado.
Al día siguiente se avisó a la Policía.
La desaparición de Chipiteguy de la casa del Reducto produjo gran efecto entre sus conocidos.
Se habló de la masonería, de una sociedad secreta republicana que se llamaba Las Estaciones, que quizá le había dado una comisión; hubo quien sacó a relucir a los jesuitas.
Pasaron días y más días, y no hubo noticia alguna. Chipiteguy, definitivamente, había desaparecido.