LAS PREOCUPACIONES DEL HIDALGO SÁNCHEZ DE MENDOZA
MIENTRAS Alvarito y su hermana Dolores sostenían la casa y trabajaban, el uno llevando las cuentas en el despacho mugriento y triste de Chipiteguy, la otra encorvada sobre el bastidor bordando para la Falcón, el padre de ambos, don Francisco Xavier Sánchez de Mendoza y Montemayor, se dedicaba a las labores propias de su condición de noble hidalgo, que consistían, principalmente, en no hacer nada y en divagar por los amenos campos de la política, de la genealogía y del blasón de los Sánchez de Mendoza.
La política le preocupaba a don Francisco Xabier. ¿Qué iba a hacer él? Era un hombre importante. ¿Quién tiene la culpa? Es el Destino el que coloca a unos en las cimas y a otros en el fondo de los valles.
El hidalgo estaba convencido de que le perseguían los agentes del cónsul de España, los marotistas y los masones. Había una guerra a muerte entre la masonería y él.
Él veía tipos sospechosos que se le acercaban en la calle; comprendía que se hacían signos masónicos en los cafés y que había señales en los balcones de las casas con pañuelos de color, y de noche con luces. Todo esto lo sabía muy bien él, pero callaba.
Otra cosa que le preocupaba hondamente era el cargo de Alvarito en casa de Chipiteguy.
Después de haber sido su hijo empleado en una trapería, ¿se podría cruzar caballero? ¿Podría pertenecer a las Órdenes militares? Temía que no. Era algo terrible este empleo del chico en casa de Chipiteguy, en la tienda de un trapero y chatarrero, jacobino y masón por más señas; algo casi tan terrible como la barra de bastardía que aparecía, ¡estaba probado!, en la rama de los Pérez del Olmo, esta rama de los Olmo tan perturbadora. ¡Qué bochorno! ¡Qué vergüenza! ¡Qué diría su amigo el duque! ¡Qué diría el general! ¿Llegaría la noticia hasta Don Carlos?
El señor Sánchez de Mendoza podía haber pensado que quizá si él hubiese trabajado, su hijo no hubiera tenido necesidad de entrar en la tienda de hierro viejo; pero, no, él nunca se dedicaría a un trabajo innoble, y los trabajos nobles no se presentaban. ¿Quién tenía la culpa?
La mujer de Sánchez de Mendoza, madre de Alvarito, pobre mujer flaca, triste, de color de limón, sin alegría alguna, con el convencimiento íntimo de que su vida no podía ser más que una serie de desdichas, larga tragedia oscura y dolorosa, escuchaba a su marido como a un oráculo.
Don Francisco Xavier la había convencido de que él era hombre importante y de que, además, la amparaba, tendiendo sobre sus hombros un manto protector. Al pensar algunas veces en esto, don Francisco Xavier extendía los brazos como si estuviera poniendo un manto, y se figuraba, conmovido, que, efectivamente, amparaba a su mujer.
Como esta solía tener mucha faena en la casa, el hidalgo se lavaba él mismo los pañuelos y los cuellos en la palangana, hacía que su hija los planchara, se ponía su sombrero chambergo y su capa y se marchaba a distraerse y a presumir con cierto aire de mosquetero; paseaba por delante de los escaparates de las calles céntricas, donde se estudiaba para ver su prestancia; miraba trabajar al relojero o al guarnicionero; saludaba a algunos dueños de tiendas de ultramarinos, zapaterías y lencerías de la calle de España, que eran carlistas, y compraba dos cuartos de tabaco en un cucurucho de papel de periódico, que ponía en seguida en una petaca de cuero con las armas de los Sánchez de Mendoza.
Compraba el tabaco en El Pequeño Suizo, que era café y estanco. Cuando tenía dinero se sentaba en una mesa a tomar café. El Pequeño Suizo tenía en el escaparate, entre pipas y eslabones, una figura de cera; un hombre con un gorro peludo, grande, de casaca azul con galones dorados, pantalones blancos, botas de montar, negras, y una pipa de barro muy larga en la mano derecha.
Era uno de los grandes placeres de Sánchez de Mendoza pasarse el tiempo en El Pequeño Suizo tomando café y hablando.
Los parroquianos del café eran criados, cocheros, mozos de cuadra, horteras y algunas muchachas que trabajaban en los almacenes, público que gustaba a Sánchez de Mendoza, que era aristócrata quizá más en teoría que en la práctica.
Otro de los centros de reunión del hidalgo era la guitarrería del Sevillano.
El Sevillano, Juan Manuel Redondo, era un hombre bajito, con aire de torero, que había dejado Córdoba, donde vivía últimamente, por la malquerencia de los liberales, que habían creído que Juan Manuel había tenido relaciones con las tropas de Gómez.
Juan Manuel, después de su trabajo, solía sentarse con su blusa blanca y tocar y cantar con mucho arte.
Iban con frecuencia a oírle varios españoles, y hubieran ido más si la mujer del Sevillano, una soriana dura, no los hubiera espantado, diciendo que su marido necesitaba trabajar. Al anochecer, la guitarrería tomaba un aire clásico andaluz. Un quinqué iluminaba la tienda, con el techo colgado de guitarras, bandurrías y laúdes; en unas estanterías se veían las cuerdas y en un rincón el torno. En la guitarrería se solía hablar principalmente de España, y alguna que otra vez de política.
A veces, don Francisco Xavier necesitaba cuidar más de su indumentaria para ir a visitar al obispo de León, llegado de Guethary; a su amigo el señor de Corpas, al marqués de Hautpoul o a monsieur Auguet de Saint-Sylvain, y entonces la mujer dejaba un momento la cocina o el harapo que estaba lavando o remendando; la hija abandonaba el bordado y entre las dos acicalaban al hidalgo.
El señor Sánchez de Mendoza iba también a la tertulia del periodista inglés Mitchell, que escribió, después del convenio de Vergara, el folleto titulado El campo y la corte de Don Carlos, donde se atacaba violentamente a Maroto.
Este Mitchell estaba casado con una española, y se decía que era judío.
Cuando llegaba a Bayona el obispo de León, don Francisco Xavier era de los que se presentaban con más apresuramiento a besarle el anillo.
Sánchez de Mendoza se manifestaba antimarotista. El general Maroto le parecía un audaz revolucionario, enemigo del trono y del altar, de este trono y de este altar que debían de ser intangibles, inmaculados para todo buen monárquico y católico. Esto de intangible e inmaculado lo decía el hidalgo con una voz un poco lacrimosa.
Don Francisco Xavier no tenía muchas ocupaciones; sus dos talentos principales consistían en escribir con una letra estilo Iturzaeta y en calcar escudos y después pintarlos a la acuarela. No los hacía muy bien; pero como cobraba poco, a peseta y a dos pesetas cada uno, poniendo él la cartulina, sacaba algún dinero, dinero que, naturalmente, no entregaba en su casa, sino que se lo gastaba en El Pequeño Suizo.
Alvarito y Dolores sostenían la familia. Dolores trabajaba para la tienda de antigüedades de la Falcón; había aprendido a componer bordados antiguos, a imitarlos y a hacer escudos. Combinaba con mucho arte, el punto de Venecia, el de Alençon y el de aguja, y ganaba seis y siete francos al día. Trabajaba también algo para fuera, y la señora de Taboada le había recomendado a familias legitimistas francesas, que pagaban su trabajo con esplendidez.
A pesar de este bienestar, que iba llegando paulatinamente a su casa, el señor don Francisco Xavier no estaba contento con la posición de sus hijos. ¡Dolores, bordando para fuera! ¡Alvarito, en una tienda de hierro viejo!
¡Qué dirían los antiguos Sánchez de Mendoza si vieran a sus descendientes ocupados en tan viles menesteres! ¡Qué dirían los Montemayor y los Porras! ¡Cómo temblarían sus huesos de vergüenza y de indignación en los viejos sarcófagos, ornamentados por los artistas de la Edad Media, en los silenciosos claustros de las catedrales!
Aquella preocupación y el hallazgo de la barra de bastardía de los Pérez del Olmo, esta rama de olmo poco segura, amargaban los instantes del monárquico aristócrata.
Alvarito, aunque no con la misma intensidad de su padre, pensaba también en sus antepasados. Creía que estos, desde sus tumbas frías, le exhortaban a ser leal, valiente y caballero.
Para Alvarito, aquellos Sánchez de Mendoza, que él se los figuraba pálidos y con armaduras de acero, eran tan reales como si de veras existiesen. Muchas veces, mientras paseaba por las orillas del Adour, pedía consejo a los viejos manes de su familia.
Pero si Alvarito seguía teniendo respeto por los antepasados, comenzaba a sentir cierto desdén por su padre, que iba en aumento. No lo podía remediar. Le era imposible. Por más que intentaba convencerse de que los hijos tenían que respetar a sus padres, este respeto se le desvanecía a la carrera.
El que el hidalgo viviese tranquilamente del trabajo de sus hijos, sobre todo de Dolores, como si fuera de una renta, le empezaba a molestar. No le importaba, no le preocupaba al hidalgo que la muchacha, débil como era, se pasara las horas trabajando inclinada en el bastidor; no era capaz de ahorrarle un poco de trabajo; al revés, le daba prisa, le hacía consideraciones sobre la premura de la obra.
El buen hidalgo tenía como el negociado de las frases, cosa que ya a Alvarito le producía un comienzo de indignación.
El señor Sánchez de Mendoza, que iba notando que su hijo le miraba con un aire interrogador, como preguntándole: «¿Y usted qué hace?», inventaba toda clase de mentiras. De un día a otro iba a comenzar a trabajar. Ese tiempo vago de un día a otro no llegaba nunca.
Hacia final de 1838, la campaña de los antimarotistas de Bayona se agudizó. El señor Sánchez de Mendoza, como antimarotista perspicuo; adquirió alguna importancia. Se dijo por entonces que la mujer de Don Carlos, la princesa de Beira, se había convencido ya de que Maroto era un revolucionario vendido a los masones y a los enemigos del sacrosanto trono, y del no menos sacrosanto altar, y que había reñido con él. El padre Cirilo de la Alameda, a quien los liberales impíos llamaban el padre Ciruelo, se decidió también a declarar la guerra a Maroto.
Los carlistas, y entre ellos nuestro hidalgo, que veían la política de su partido como una cuestión de servidumbre para el señor, creyeron que la ruptura con Maroto iba a influir mucho en la marcha de la guerra; pero no fue así. Todos los ultrarrealistas, los puros, como se llamaban ellos, hablaban cada día con más odio de Maroto y con más entusiasmo de Cabrera, que era el héroe, el paladín por excelencia.
Nuestro Sánchez de Méndoza ponía los ojos en blanco al hablar del caudillo de Tortosa.
Aquellas palabras sonoras: el paladín, el trono, el altar, los puros, le llenaban la cabeza de viento.
A pesar de todo, los manejos de los apostólicos no progresaban. El capuchino Casares, enviado por el obispo de León con cartas, en las que se intentaba desacreditar a Maroto, Villarreal y los suyos, fue detenido por los mismos carlistas y metido en la cárcel. El padre Larraga y el general Uranga volvieron del extranjero sin un cuarto.