III

LA TERTULIA DE MADAMA LISSAGARAY

LA madre de Rosa, la señora de Lissagaray, simpatizó mucho con Alvarito, y le invitó a que fuera todos los domingos a pasar la tarde a la tertulia que celebraba en su casa. Podía llevar, si quería, a su hermana Dolores.

La reunión de Lissagaray tenía fama en Bayona de ser casi una agencia de matrimonios; iba a ella mucha gente joven.

La señora de Lissagaray, viuda y dueña del bazar de los Arcos, El Paraíso Terrenal, esperaba casar a su hija; necesitaba un hombre al frente de su negocio. Para que la muchacha conociese algunos jóvenes y fuese conocida, recibía a sus amigos los domingos por la tarde.

A esta tertulia acudía casi siempre Manón y comenzaron también a ir Alvarito y su hermana Dolores. En la reunión se jugaba a varios juegos, sobre todo al whist, y se conversaba.

Se hablaba entre las personas serías de lo que ocurría en Bayona, de la política del Gobierno de Luis Felipe, de la guerra carlista y de la protección que dispensaba a los liberales españoles el general Harispe, cosa que a la mayoría no parecía bien. Madama Lissagaray tenía que estar siempre atenta para no dejar languidecer la charla y para impedir también que algún jovencito o alguna muchacha hicieran una inconveniencia. Las señoras llevaban a la tertulia labores de ganchillo o de aguja. Los jóvenes tocaban el piano, cantaban, bailaban y se discutían los libros de Walter Scott, Chateaubriand y del vizconde de Arlincourt. Los que estaban más a la moda hablaban de Balzac, de Dumas y de Jorge Sand.

Algunos días señalados del año había baile. Se bailaba la contradanza o quadrille, los lanceros y el vals. Todavía no había comenzado el furor de la polca.

Varios tipos curiosos asistían a la tertulia, españoles y franceses.

De los españoles, Aviraneta iba con frecuencia a enterarse de lo que se decía en Bayona por los carlistas acerca de la guerra. Había corrido la voz de que era masón, y todo el mundo lo repetía; pero como era hombre amable, se le perdonaba.

Otro español, tertuliano asiduo, era un tal don Ramón, emigrado carlista, hombre de alguna fortuna, que mataba sus ocios poniendo letra española a las canciones francesas y regalándolas a los amigos. Su mujer las solía cantar acompañándose de la guitarra.

Con las adaptaciones suyas, las canciones tomaban en castellano un aire falso y romántico muy curioso.

Entre las damas de la tertulia llamaba la atención la señorita María de Taboada, española y carlista, de aire decidido, de quien se decía estaba para casarse con el general de Don Carlos don Bruno Villarreal.

María Luisa, en esta época, servía de institutriz en casa de una familia francesa en una finca de los alrededores de Bayona. María Luisa había venido varias veces a la tertulia de madama Lissagaray en compañía de don Eugenio de Aviraneta y dos o tres veces con don Pedro Leguía.

Frecuentaba también la tertulia una señora española carlista, doña Tecla, amiga de doña Jacinta Pérez de Soñanes (alias la Obispa). Doña Tecla llevaba una enorme peluca negra y tenía una gran suficiencia y una gran pedantería. Era una definidora de lo que se podía hacer y de lo que no se podía hacer. Todo, según ella, estaba legislado, y la que tenía la clave de las verdades era ella. Esta Tecla daba la nota verdadera, el la del diapasón. Era el árbitro de las buenas costumbres y de las buenas formas.

Una señorita de la reunión muy distinguida era Paquerette Recur, damisela de unos treinta años, delgada, sonriente, vestida siempre con trajes vaporosos.

La señorita Recur, muy amable, muy graciosa, tenía una cara un poco vaga, que a veces parecía bonita y a veces no. Había estado dos o tres veces a punto de casarse; pero, sin duda, le faltaba la decisión y tenía miedo al matrimonio.

A Álvaro le recordaba la figura de cera a la cual Chipiteguy y él llamaban la Bella Inglesa.

Paquerette era, al decir de la gente, muy sentimental y un tanto novelera, y había huido siempre de los matrimonios de conveniencia, porque tenía la ilusión de casarse enamorada.

Dolores y Rosa se hicieron muy amigas de Paquerette y recibieron sus confidencias.

Por aquel entonces, la señorita Recur tenía gran amistad sentimental con Marcelo, el sobrino de Chipiteguy y tío de Manón.

Marcelo era un hombre rubio, sonriente, de treinta y cinco a cuarenta años, viudo y sin hijos. Había estado casado con una mujer de carácter un tanto agrio, según se decía.

Marcelo era ingeniero mecánico y tenía muchas ideas, algunas muy luminosas, pero no ganaba dinero. Se le veía constantemente con el traje arrugado y las manos manchadas, con las uñas quemadas por los ácidos.

Chipiteguy le acogía bien, porque notaba que Marcelo no aspiraba a su herencia; Manón bromeaba mucho con él por motivo de la señorita Recur.

Alvarito se hizo amigo de Marcelo, y este le explicaba sus ideas y sus proyectos.

El mecánico soñaba en industrializar el mundo, en aprovechar los saltos de agua, la fuerza del mar y hasta la del sol.

Suponía, equivocadamente, que el período de industrializar la tierra llegaría en veinte o en treinta años.

Mientras soñaba, el dinero pasaba a su lado y él no podía darle el alto. En su casa se le vía a Marcelo haciendo planos sobre una mesa de cocina, fumando, con el tiralíneas o el compás en la mano o analizando algo en un tubo de ensayo.

La madre de Marcelo se incomodaba mucho con él; pero si alguien hablaba mal de su hijo, le defendía con energía y decía que la gente no podía entenderle por ser él demasiado inteligente para tratar con individuos torpes y toscos. La gente de Bayona, según ella, no comprendía más que el comercio con sus socaliñas, como los judíos, y Marcelo era un sabio, un inventor.

El idilio entre el mecánico y la señorita Recur hacía sonreír a los tertulianos de madama Lissagaray, pero había algunos y algunas que no lo miraban con simpatía.

Una de estas era la señorita Verónica Bizot, que hacía con su tipo, duro y agrio, un gran contraste con la gracia aniñada y vaporosa de Paquerette.

La señorita Bizot era una solterona, de cuarenta a cincuenta años, que daba miedo por su gesto siniestro y su personalidad agresiva.

La señorita Bizot, que había sido inquilina de la casa que pertenecía a madama Lissagaray, era alta, desgarbada, cetrina, con cara de hombre, nariz fuertemente pronunciada y ojos claros, opacos y burlones. Cubría su cabeza, ya calva, con una peluca rubia, y tenía unos lunares con cerdas en el labio.

La Bizot era mujer de perversa intención, que decía frases incisivas siempre que podía y ponía motes sangrientos. La recibían en las casas por miedo a su lengua mordaz. La señora de Lissagaray era de las que más le temían.

La Bizot derivaba, quizá por sus malos instintos, al erotismo. Vivía en una casucha de la calle de la Carnicería Vieja, desde donde se veían los grandes olmos de la muralla.

La Bizot contaba que por la parte de atrás de su casa había una ventana que caía a otra calle, enfrente de una casa de prostitución que daba al Rempart Lachepaillet, y se pasaba horas y horas desde su observatorio para ver lo que ocurría en el burdel.

Iba también a un caserío en donde había un toro padre, a ver cuando llevaban a las vacas a cubrirlas. Probablemente sentía no ser vaca. La Bizot había vivido, según se explicaba, de manera satírica, con una tía suya que debía parecerse a ella en su mala intención, a la que odiaba profundamente.

Durante años y años, tía y sobrina se hicieron guerra a muerte. Vivían juntas, porque no tenían medios para vivir separadas.

Llegaron en su odio a echarse una a otra tierra en él chocolate y acíbar en el vino. Si la una tenía plantas en el balcón, la otra las regaba con agua caliente para que se murieran. Llegó la sobrina a echar pulgas en la cama de su tía.

La Bizot era una mujer sádica, y a las muchachas pequeñas que tenía de criadas, y a las que no les daba casi salario, las pegaba y llenaba los brazos de cardenales.

Le roía a la solterona la rabia de su fealdad, de su inutilidad en la vida, el no haber podido ilusionar a nadie. Únicamente parece que había tenido algunos éxitos por carta exponiendo sentimientos románticos. Por las demás mujeres sentía un odio felino.

La Bizot no tenía más que una renta pequeñísima, de unos seiscientos francos al año, y vivía haciendo combinaciones, comiendo fuera de casa y a veces casi sin comer.

La Bizot, que no sentía simpatía por nadie, tenía que fingir amabilidad, interés por las gentes. Desde hacía algún tiempo estaba en relaciones de gran intimidad con una muchacha vecina suya, de vida un tanto alegre, con quien comía con frecuencia. Esta muchacha, a quien llamaban Nené, explotaba a unos viejos amantes. El padre de la Nené se aprovechaba de la prostitución de su hija y pasaba la vida sonriente y tranquilo.

La Bizot era muy amiga de Nené, y la defendía y la aconsejaba. Había visto, desde hacía ya tiempo, la marcha que llevaba la muchacha, y con esa constancia de la solterona y de la gente del rincón provinciano, la esperó como el cazador a su presa. La Nené era de un impudor tranquilo, una cortesana; pero la Bizot aseguraba en todas partes que lo que se contaba de ella era falso y calumnioso.

La Nené no tenía nada de loca ni de casquivana. Era tranquila como una vaca, sin pudor; engordaba, salía poco de casa, no derrochaba y era trabajadora. Se vestía bien y solía ir a Biarritz y a San Juan de Luz, donde tenía citas con burgueses ricos de la ciudad.

El viejo, el padre, se entendía con una criada. La vida de la Nené y de su padre daban mucho que hablar. Un vecino relojero, que tenía la tienda en la calle de los Vascos, decía que había días que se habían reunido los señores que visitaban a Nené, y que uno de ellos había dicho, parodiando la frase de Napoleón en Egipto: «Desde el fondo de estas butacas, cuarenta siglos os contemplan».

La Nené, aconsejada por la Bizot, guardaba dinero. La Bizot hubiera querido explotarla, pero ella y su padre defendían los cuartos con energía. Cuando jugaban a cartas la solterona y la muchacha entretenida, luchaban por arrancarse un céntimo horas y horas.

Lo único que solía sacar la Bizot de la casa era la comida.

La Nené sabía muy bien colocar su capital en rentas sólidas y parte en la usura. Esta ciencia práctica parece que le venía de su madre, que era hija de un judío.

La casa de la Nené tenía un aire respetable y elegante. La hetaira bayonesa se vestía con una elegancia que seducía a sus amantes, hablaba y discutía de cuestiones de literatura y jugaba. Ella les ganaba a los viejos contertulios en el whist, porque era lista para el juego y hacía trampas.

La Nené tenía formas y maneras de hablar, que los viejos viciosos crapulosos del comercio que la visitaban encontraban muy distinguidas.

La Nené, a pesar de ser desconfiada y maliciosa, creía en las adivinadoras y echadoras de cartas, y solía ir con frecuencia, en compañía de la Bizot, a casa de una cartomántica.

Esta cartomántica, madama Canis, había sido comadrona y vivía en la calle de la Torre de Sault, en una casa negra, cerca de un torreón de la antigua muralla.

Madama Canis era una mujer aventurera, casada dos o tres veces, celestina, comadrona y, según las malas lenguas, proveedora de angelitos para el cielo, o, por lo menos, para el inseguro limbo.

Se decía que mientras fue comadrona, una de las preguntas de ritual que hacía a su cliente o al que la acompañara era esta:

—¿Debe vivir o no la criatura?

Alguna vez tuvo un descuido, y fue a la cárcel y le impidieron continuar el oficio.

En casa de madama Lissagaray, la Bizot solía hacer casi siempre de bufona. Satirizaba a la gente, la imitaba, la caricaturizaba, con una intención y un fondo de mala sangre disimulado.

Todos los contertulios de madama Lissagaray habían sido parodiados por la solterona, naturalmente, cuando no estaban ellos delante. Imitaba también con mucha exactitud a Patrich, el sepulturero, y a Moisés Panighettus, que vivían en su misma calle; a Chipiteguy y a sus dos criados, Quintín y Claquemain.

Al Alvarito le chocaba por debajo de la cortesía la malevolencia de las gentes. Se extrañaba de que no hubiera afecto entre aquellas personas. Casi todo el mundo se odiaba. ¿Sería esta frialdad general en la vida?

A él le hubiera gustado tener amor, simpatía por los otros, y que su amor y su simpatía le hubieran sido devueltos por los demás; pero, al parecer, tal amor recíproco era imposible. La gente, la mayoría que le rodeaba, era indiferente, hostil y socarrona. De ahí el gran afecto que iba tomando a Chipiteguy, que se mostraba con él amable y efusivo…

Hubo día que la tertulia de madama Lissagaray fue un plantel de mujeres guapas. Estaban la condesa de Hervilly, una belleza rubia, con la señora de Vargas, morena, de un tipo clásico; María de Taboada, con su aire caprichoso y extraño; Paquerette Recur, como una figurita de porcelana; Rosa, con su tipo de mujer meridional, y Manón, rubia, alegre y alocada.

Entre ellas mariposeaban algunos jóvenes tenientes, algunos dandys, el vizconde de Saint-Paul y el caballero de Montgaillard, que era de los que tenían más éxito.

Alvarito había estado durante mucho tiempo pendiente de que el caballero de Montgaillard hiciese la corte a Manón; todo lo hacía pensar así; pero, de pronto, entre el joven y la muchacha se manifestó una gran hostilidad, y el elegante apareció como satélite de la condesa de Hervilly.

—Es un imbécil —dijo Manón con una rotundidad muy suya—; cree que todo el mundo, empezando por las mujeres, deben tener las condiciones que a él le faltan de bondad, de generosidad y demás. ¡Qué se vaya al diablo!

A su vez, el caballero parece que dijo repetidas veces:

—¡Qué malas son las mujeres! ¿Por qué serán tan malas?

El caballero se puso a cortejar a la condesa de Hervilly.

Montgaillard, en el poco tiempo que llevaba en Bayona, se había hecho conocido de todos. Se le veía con frecuencia con el marqués de Lálande y con el príncipe de Lichnowsky. Se aseguró que tenía una misión secreta dentro del carlismo.

Alvarito pensó que Manón había conocido a Montgaillard en seguida. Era una mujer tan inteligente, que no se le podía escapar nada.

La superioridad de Manón se manifestaba en todos los órdenes de la vida, según el joven Sánchez de Mendoza. Él se reconocía muy inferior a su lado; Manón aprendía con facilidad las lenguas; Alvarito era muy torpe; Manón tenía mucho sentido musical; en cambio, Alvarito carecía por completo de él y tardaba en coger una canción cualquiera y no sabía tararear bien el Himno de Riego o La Marsellesa.

Manón cogía al vuelo todas las canciones que oía con rapidez extraordinaria; las tocaba en seguida al piano y las tarareaba, dándolas mucho aire, pero no quería estudiar.

—Yo únicamente estudiaría —solía decir desdeñosamente— si me oyesen y me aplaudiesen; pero para que me oigan mi tía María y la Tomascha, no vale la pena.

Alvarito se entristecía pensando en esto. ¿Cómo conquistar aquella muchacha caprichosa, independiente y llena de seducciones? ¿Cómo convertir la mujer de lujo en una mujer del hogar? Él convenía en su fuero interno que no podía competir con ella en nada.

Desde que había reñido con el caballero de Montgaillard, Manón escuchaba a Alvarito con más atención y le manifestaba mayor amistad.

Manón le prestó los libros de Walter Scott, que tenía en una colección encuadernada y con láminas. Alvarito encontraba a Manón en las heroínas de todas las novelas del autor escocés. Era Diana Vernon, de Rob Roy; Minna y Brenda, de El Pirata; Julia, de Guy Mannering; Edith, de Los Puritanos de Escocia; lady Rowena, de Ivanhoe, y Amy Robsart, de Kanilworth.

Algunas tardes de otoño, Alvarito acompañaba a Manón, y era muy feliz. Tenía la andre Mari una señora pariente que vivía en la calle de la Torre de Sault. A veces, las tardes de invierno, iba Manón a la casa de visita. Como el sitio era extraviado, Chipiteguy le enviaba a Álvaro a acompañarla.

Cuando iban a media tarde, llegaban a la puerta de España, donde se amontonaban coches de alquiler de todas clases, y salían al campo. Otras veces marchaban por la muralla viendo los glacis verdes, con sus cañones y sus morteros, y las viejas torres del antiguo muro galorromano.

De noche, a la vuelta, se metían por las calles negras y desiertas, iluminadas por algún lejano farol colgado de una cuerda, y luchaban contra las ráfagas de aire encajonado que silbaba en las esquinas.

Manón se agarraba del brazo de Alvarito, y así iban, riendo de la fuerza del viento, hasta llegar a la plaza del Reducto.

Hablaban los dos de su vida anterior, de su familia, de los recuerdos de la infancia.

Ella le preguntaba mil cosas; quería saber cómo había vivido antes.

No le gustaba a Alvarito que Manón fuera a su casa, para que no viera aquellos pobres muebles ridículos que ellos tenían; pero a Manón la pobreza no le importaba. No le parecía una inferioridad, ni mucho menos, sino un estado que podía ser pasajero o no, pero que nada tenía que ver con la dignidad.

Manón y Álvaro no estaban conformes en nada. Cuando Alvarito decía que él era monárquico y católico, ella afirmaba con petulancia que era jacobina y librepensadora. Cuando él decía que era español y patriota, ella replicaba que no se sentía francesa, sino vasca, y que tenía sangre de brujos.

Aquel carácter voluntarioso, de una exuberancia y de una espontaneidad grandes, no podía acordarse con un temperamento más calmado, más quieto, como el de Alvarito.

Alvarito estaba cada vez más enamorado de ella.

Manón era coqueta y le halagaba el hacer conquistas. Le hablaba mucho a Alvarito, le consultaba, y algunas veces condescendía a tocar el piano sólo para él.

A veces él la tenía odio, como cuando Manón decía a su tía María con dureza:

—No quiero estar en casa. Me aburro con vosotras.

En general, él la encontraba en un plano más alto. Alvarito reconocía que esto no dependía de sus medios de fortuna; que la superioridad de la nieta de Chipiteguy no estaba en circunstancias exteriores, sino en la personalidad.

Manón tenía más energía, más vida; pero él, en cambio, era más perseverante, más fiel.

Manón tenía, indudablemente, una gran vitalidad. Era como una planta lozana, llena de savia; en cambio, él no: era de una organización más pobre.

Con Rosa, Alvarito se encontraba al mismo nivel, quizás a veces se sentía superior. Rosa no tenía condiciones para las artes; ni la música ni la literatura le entusiasmaban.

Decía que sí, que le gustaban mucho; pero lo decía porque no se atrevía a ser sincera. Le faltaba principalmente intuición. Los juicios suyos dependían de lo que oía alrededor.

Rosa tenía una gran timidez. En la tertulia de su madre se le vía muchas veces ruborizarse por cualquier cosa y balbucear algo con confusión. Entonces era cuando estaba más guapa. La señora de Lissagaray sabía que su hija no era, ni mucho menos, tan brillante como Manón; pero esta inferioridad de su hija para ella era una ventaja y no un inconveniente. Era indudable que para ser una burguesita casada con un comerciante no se necesitaba para nada el ser original. Es más; esto era casi un inconveniente.

Manón y Rosa no estaban tampoco muy conformes en sus ideas y discutían sus respectivas opiniones; Manón, con imperio, y Rosa, con su manera tímida y apocada, aunque tenaz. Manón consideraba que el amor debía ser una cosa alegre y divertida y siempre nueva.

—No, no; nada de cosas serias, sino reír, cantar y coquetear.

En cambio, para Rosa el amor tenía otro carácter. Era la abnegación, el sacrificio, la fidelidad al ser amado.

—Hablas como un libro —decía Manón—; pero todo eso debe ser muy fastidioso.

Alvarito tenía también ideas caballerescas: la hidalguía, el respeto a la mujer, el no engañar, el sostener la palabra a toda costa eran sus dogmas.

Alvarito creía que aquellas ideas le venían a él por su abolengo aristocrático, tan exaltado por su padre, por la sangre de los Sánchez de Mendoza y de los Montemayor.

Esta creencia en la sangre noble, dictando las prácticas elevadas de la vida, era para él una religión, una especie de misticismo que le alentaba y le sostenía y le hubiera impedido cometer una vileza e impulsado a intentar una heroicidad.

Una vez, Alvarito y Manón hablaron largamente al volver, de noche, de la casa de la pariente de la andre Mari, a donde iba Manón.

Se ocuparon de la manera de ser de uno y de otro, de los amigos y de las amigas. Manón no tenía entusiasmo por el matrimonio.

—Anularse ante un hombre —decía ella— no me parece un ideal.

—Pero ¿quién se anula? La mujer tiene sus ocupaciones —dijo Alvarito, que era profundamente conservador.

—¿A ti te gustaría tener una mujer y no vivir más que para ella? —le preguntó Manón.

—A mí, sí.

—¿Todas las horas, todos los días?

—Sí.

—¿Todos los minutos?

—Sí.

—¿No tener más pensamientos que para ella?

—Sí.

—¿No tener nada oculto?

—Nada.

—Pues, chico, a mí no. Yo siempre quisiera tener libertad.

—¿Libertad? ¿De qué? ¿De ir y venir?

—No sólo de eso, sino libertad también de querer.

—¿De querer y de no querer?

—No; libertad de querer una vez más, otra vez menos; libertad de olvidar por momentos…

—Pero eso lo da la misma vida, creo yo; la edad, las ocupaciones…

Manón se echó a reír.

—¿Por qué te ríes? —preguntó Álvaro.

—Porque pareces un viejo; discurres demasiado bien.

—No tengo tu exuberancia; tú tienes más vida que yo y más talento.

—¡Bah!

—Sí. Todos lo notan. Pedro, el hermano de Morguy, dice que tú tienes una turbulencia insaciable y una versatilidad tal, que eres capaz de volver loco a cualquiera.

—¡Qué majadero!

—No; es verdad. Todos los demás somos más tranquilos que tú.

—Sí, mosquitas muertas, como dice mi abuelo. No hay que fiarse del agua mansa.

—¿No te fiarías de mí?

—Sí, sí ¿Por qué no?

—Pedro supone que tú eres una mujer de lujo, pero no una mujer confortable.

—Y él, ¿qué es? Un imbécil.

Manón, sin duda, no le perdonaba al hermano de Morguy el no haber caído, como los demás, rendido a sus pies.