I

MANÓN Y ROSA

ALVARITO iba ascendiendo de categoría en casa de Chipiteguy. El viejo le consideraba cada vez más y le iba tomando cariño. La andre Mari, que siempre le había mirado con simpatía, le mimaba; la Tomascha le tenía como uno de sus favoritos, y Manón, como un amigo.

Habiendo subido de importancia en la casa, le habían bajado de la buhardilla a un cuarto del segundo piso. Alvarito estaba contento, todo lo contento que puede estar un enamorado no correspondido.

Alvarito, que tenía como confidente a su hermana, le confesó que su entusiasmo por Manón crecía por momentos. Manón era una chica única, con una gracia y un encanto extraordinarios. Además, no le daba miedo nada; subía sola a la buhardilla o iba al anochecer a la cueva sin temor a aquellas malditas figuras de cera que a él tanto le habían espantado. Manón era siempre viva, activa y trabajadora; pero cuando se lo proponía, era más.

A veces le entraban las aficiones culinarias y se metía en la cocina y hacía, en colaboración de la Baschili, bizcochos y flanes, que rellenaba de crema, de huevos hilados o de dulce.

Chipiteguy y Alvarito, que eran golosos, comían estos postres, saboreándolos y relamiéndose, y Manón, a quien no le gustaba apenas el dulce, se reía.

Manón tenía gran talento, gracia, picardía, verdadero sentido musical. Lo único que a Alvarito no le gustaba era la versatilidad y la coquetería de la muchacha.

—Tienes que venir a conocerla —dijo Alvarito con entusiasmo a su hermana.

—Bueno; sí, ya iré —contestó ella sin gran efusión.

—Ella tiene muchas ganas de conocerte a ti.

—¿Por qué? ¿Le has hablado de mí?

—Sí, mucho.

—Eres un cándido. Crees que los demás van a tener los entusiasmos tuyos.

—¿Por qué no? Yo hablo bien de las personas que son buenas, y nadie dirá que tú no lo eres.

—¡Qué inocente!

—No, no soy inocente; no me vas ahora a convencer a mí de que todo el mundo, empezando por ti, son unos terribles egoístas.

La hermana de Álvaro era un poco cargada de espaldas, pálida, de ojos negros muy expresivos, la boca grande y la cara poco correcta. Era muy simpática y muy servicial. Estaba dispuesta a hacer todo lo que los demás tenían por engorroso y molesto.

Dolores Sánchez de Mendoza fue a casa de Chipiteguy y conoció a Manón y a Rosa. Las dos primas estuvieron muy amables con ella y la obsequiaron mucho.

—¿Qué te ha parecido Manón? —preguntó Alvarito a su hermana al salir de la casa del Reducto presurosamente.

—Es muy guapa y muy simpática, pero…

—¿Pero qué?

—Que creo que no te debes hacer ilusiones. Una chica tan guapa, tan brillante, que será rica, no se casa con un pobre.

Alvarito se entristeció al oír la observación de su hermana, y se le puso una cara larga y abatida.

—¿Por qué no te diriges a Rosa? —le preguntó Dolores.

—Porque no me gusta —contestó Alvarito de mal humor.

—Pues es una chica bien buena, bien cariñosa; yo la encuentro guapa.

—Sí, sí, no digo que no; pero no me gusta. No tiene gracia.

—Es verdad; tú tampoco la tienes, ni yo.

—Bien, ya lo sé; quizá por eso me gusta lo que no tengo.

—Pues, chico, hay que conformarse.

—En eso cada cual hará lo que mejor le parezca.

—Claro que sí; pero siempre es mejor no desesperarse, empeñándose en conseguir un imposible. Yo ya veo que Manón es una chica muy atractiva, muy graciosa y muy bonita; pero por lo mismo, y porque es rica, ha de tener muchos pretendientes.

Dolores se hizo amiga de Manón y de Rosa, sobre todo de Rosa.

Desde entonces comenzó a tutearse con las dos primas, y después de ella, Alvarito. Este noto desde el principio que con cierta tendencia instintiva Dolores se ponía del lado de Rosa y en contra de Manón.

Manón, a veces, era imprudente; había tenido una educación desordenada y fantástica, propicia para dar alguna sorpresa desagradable al viejo Chipiteguy; afortunadamente, la chica poseía un fondo de buen sentido, a pesar de sus fantasías y de sus extravagancias. Manón empleaba en ocasiones la burla y el sarcasmo, pero en el fondo era sentimental y romántica. Para el que la pretendiese, era una mujer difícil de conquistar, que exigía demasiado de las personas. Rosa era siempre modesta y tímida: el pasar la vida ante el público en un bazar no le había quitado su timidez congénita.

Rosa tenía el óvalo de la cara alargado, la boca demasiado grande, de labios gruesos; cierta palidez atezada, mate, en el rostro, como de criolla, y una hermosa cabellera negra de tonos azulados.

Al principio de tratarla parecía sosa y sin gracia; pero a medida que se la conocía iba siendo más atrayente y desarrollando su personalidad de una manera lenta y segura.

Dolores hablaba con mucha frecuencia a su hermano de los encantos de Rosa, de su simpatía y de sus conocimientos caseros; pero Alvarito no se entusiasmaba más que con Manón y no tenía ojos más que para ella.

Sentía hambre y sed de la presencia de Manón. Este hambre y sed constantes e inapagables de verla y de oírla era, sin duda, el amor. Ante ella se encontraba como si hallase su centro de gravedad; en cambio, cuando se alejaba de ella le parecía que le faltaba el sostén de su vida.

A veces el placer de estar a su lado le daba la impresión de tener el corazón ligero.

Cuando estaba lejos de ella pensaba en lo que estaría haciendo en aquel momento.

En la cama, constantemente, medio en sueños, tenía conversaciones con ella, hacía proyectos, debatía cuestiones sentimentales, se explicaba, se legitimaba.

Dolores, con malicia femenina, solía desviar la atención que tenía su hermano por la nieta de Chipiteguy y trataba de dirigirla sobre Rosa.

Manón ya notaba que Dolores y su prima Rosa habían formado una alianza ofensiva y defensiva un poco contra ella; pero se sentía tan superior, que no le importaba.

Otra amiga, algo pariente, solía ir algunas tardes a casa de Manón: una chica llamada Margarita D’Arthez, Morguy, hija de un almacenista de vinos. Morguy no era simpática; Rosa la odiaba por su mordacidad; sólo Manón la podía resistir. Dolores, cuando la conoció, la encontró también antipática.

Morguy era más fea que guapa; muy rubia, casi roja, con los ojos pequeños y un poco encarnados, las cejas siempre fruncidas y los labios abultados.

Morguy era envidiosa, taciturna y malhumorada; reñía con mucha facilidad con los padres, con las criadas y con todo el mundo. Sus cóleras se convertían con facilidad en torrentes de lágrimas.

Así era Morguy: tan pronto lloraba como reía; generalmente, sus carcajadas acababan en llanto, y sus lloros, en carcajadas. Tenía rencores inmotivados y días que se pasaba rabiosa, sin hablar.

Morguy reconocía su mal genio, y cuando le contaba a Manón sus rabietas, por una parte furiosa y por otra burlándose de sí misma, Manón se reía a carcajadas.

—Esta chica hasta que no se case no va a tener buen humor —le decía Chipiteguy a Morguy.

—Sí, buena marcha llevo —replicaba ella—; me voy a quedar solterona.

—Pues no te conviene, porque no vas a tener con quien reñir y vas a hacer muy mala sangre.

—¿Tan venenosa cree usted que soy?

—No, no. Mujer, como todas; pero, en fin, si yo tuviera la edad de Alvarito, me fiaría más de las alborotadoras que de las mosquitas muertas.

Chipiteguy se ponía siempre, más o menos disimuladamente, del lado de Manón, y creía que Rosa y Dolores eran gazmoñas e hipócritas.

Varias veces, Alvarito y Dolores fueron al Paraíso Terrenal, el bazar de juguetes de la madre de Rosa. Madama Lissagaray era una señora de cuarenta y cinco a cincuenta años, muy flaca, de ojos claros, con aire de dama de Versalles. Era muy sabia y un poco redicha. Lo característico en ella era la cara, fría e indiferente, que contrastaba con la voz y los ademanes efusivos. Al hablar parecía desmentir con los ojos cuanto decía, y, sin embargo, la verdad era lo que hablaba, pues no tenía nada de falsa ni de hipócrita.

Madama Lissagaray se expresaba con gran discreción y simpatizó con Alvarito y su hermana.

Esta señora había tenido varios chicos, que se le habían muerto, y cuidaba de Rosa, su hija única, con una afección mezclada de cariño y de temor.

Encima de su bazar había un entresuelo pequeño, bajo de techo, donde habían vivido algunos años; pero estaba tan abarrotado de género, que lo abandonaron y fueron a habitar a una casa de la avenida de Boufflers, de su propiedad, de más espacio y mejores vistas.

Rosa y Manón solían mostrar a sus amigos, a los muchachos jóvenes, los juguetes de El Paraíso Terrenal, y, sobre todo, algunos antiguos, ya un poco arrinconados y fuera de moda, pero más graciosos que los modernos.

Había una sala en el entresuelo, en un extremo del bazar, a donde habían ido a parar varios relojes. Allí se veía un reloj de pared, inglés, muy hermoso, con la esfera de cobre, y en ella un círculo pequeño del minutero; un reloj de cuco, otro con sonería de campanas y campanillas y varios relojes de mesa, dorados, metidos en fanales de cristal.

Había también en el mismo rincón una caja de música con su cilindro de cobre, lleno de púas, y un organillo pequeño, construido en Ginebra, con muñecos en la tapa, que se movían, entre los cuales figuraban un negro que bailaba, un señor de frac que llevaba la batuta, otro que tocaba gravemente el violoncelo y varias damiselas con miriñaque que danzaban rápidamente.

Había también unos chinos de porcelana que saludaban con la cabeza desde dentro de un fanal; un tío vivo de muñecos, que giraba y sonaba; un teatro, arcas de Noé, conejos que tocaban el tambor, serpientes articuladas que se movían y muñecas.

Alvarito, que no había tenido nunca juguetes, a pesar de ser ya un mozo y de no encontrarse en edad de jugar con ellos, los miraba con gran entusiasmo.

Aquellos soldados de plomo de Artillería y Caballería, con sus carros y sus cañones, le parecían magníficos. Otro juguete que le admiraba era la gran casa misteriosa, con sus persianas verdes y un balcón corrido, adonde salía, como a tomar el fresco, una dama de mantilla. Esta dama se parecía a la nieta de Chipiteguy, y Alvarito la miraba con entusiasmo.

Manón, cuando iba a aquel rincón de El Paraíso Terrenal, lleno de juguetes, le gustaba dar cuerda a todos ellos y oír la algarabía que formaban las campanadas graves y agudas de los relojes, el tintineo de la caja de música, ver cómo movían la cabeza los chinos, cómo daba vueltas el tío vivo, llevaba la batuta el señor del frac, tocaba el otro el violoncelo, bailaban el negro y las damiselas y aparecía y desaparecía la dama romántica en el balcón de la casa solitaria con las persianas verdes.

¡Qué poesía o qué cuento, a la manera de Hoffmann, hubiera escrito el amigo de Chipiteguy, el poeta Julius Petrus Guzenhausen, de Aschaffenburg, de tener la humorada de existir en el mundo y de visitar El Paraíso Terrenal! ¡Qué bien hubiese descrito los movimientos de aquellos autómatas, sus reverencias, sus saludos, sus talles, llenos de elegancia amanerada y ceremoniosa!

Una vez Alvarito soñó que estaba en un campo donde había dos bolas grandes de nieve hechas por los chicos; se aproximaba a una y huía delante de él, y a medida que la una huía, la otra se acercaba. Luego, estas dos bolas de nieve se convertían en dos palomas, que hacían lo mismo, y por último, en dos nubes.

Al final, entre ellas, aparecía Chipiteguy en medio de sus figuras de cera, con unas actitudes extrañas, haciendo unas muecas horrorosas.

Alvarito pensó si estas bolas de nieve, estas palomas y estas nubes serían transformación en sueños de Manón y de Rosa.

Durante la primavera y el verano, Manón y Rosa y algunas amigas, con Alvarito y otros muchachos, hicieron excursiones a Biarritz, a la playa de la Chambre d Amour y al lago de Mouriscot.

Morguy coqueteaba mucho con Alvarito; pero a él no le gustaba esta chica roja, de mal humor.

Con Morguy conoció a su padre, el señor D’Arthez, almacenista de vinos, y a su hermano Pedro, que le fue muy simpático.

El hermano de Morguy vivía una vida irreal, leyendo novelas, aburriéndose de la gente. Sentía un desprecio profundo por lo que le rodeaba. Cuando dejaba su trabajo se escondía y se iba a leer libros. Su hermana casi le tenía odio porque no le hacía caso. Sin duda le parecía que no valía la pena. Pedro D’Arthez era un joven pálido y un poco fofo, que se pasaba la vida leyendo.

No le gustaba nada el comercio; trabajaba resignado en su despacho, y cuando concluía se encerraba en su cuarto y se ponía a leer. Tenía gustos de viejo. Metido en su cuarto, con su bata, su gorro griego y sus zapatillas, se pasaba el tiempo leyendo y fumando en la pipa.

El joven D Arthez hablaba siempre como hombre aburrido y disgustado. La lectura, al ocuparle tan completamente el pensamiento, le hacía mirar la realidad con desagrado.

El cuarto de Pedro era un cuarto con dos ventanas sobre un tejado. Muchos libros, un diván y algunas estampas constituían su mobiliario.

El joven escribía todos los días sus memorias y sus impresiones de las lecturas. Su padre, su madre, su hermana y los conocidos le reprochaban el hacer una vida tan sedentaria y tan malsana. No había reflexión que lo hiciera cambiar de vida. A todo se encogía de hombros.

—¡Son tan aburridas estas gentes! —le dijo a Alvarito.

—¡Qué pueblo Bayona! —añadió otra vez—. Yo creo que será el pueblo más aburrido del mundo.

—¿Dónde quisiera usted vivir? —le preguntó Álvaro.

—¡Qué sé yo! En cualquier lado, menos aquí. Pedro no dejaba libros a su hermana ni a sus amigas.

—¿Para qué? Primero, no entienden lo que leen —decía—; luego dejarán el libro en un banco, o le doblarán las hojas, o le llenarán de manchas de cosmético.

Unicamente el joven D’Arthez salía de su rincón para oír música, pero sólo cierta música.

Alvarito pensaba que el hermano de Morguy tomaba demasiado en serio la literatura y la música y daba demasiado poca importancia a la vida real.

Pedro era republicano y despreciaba a los monárquicos y a los carlistas.

Pedro le dijo a Alvarito que le prestaría algunos libros, y, efectivamente, le dejó novelas de Merimée y de Stendhal, que a Alvarito no le entusiasmaron, probablemente porque no llegó a comprender su mérito.

Cuando Álvaro dijo a Manón que conocía al hermano de Morguy, Manón tuvo para Pedro grandes burlas y sarcasmos. Le parecía un pedante, un fatuo, que se metía en un rincón para hacerse el interesante.

Álvaro defendió a su nuevo amigo; pero ella siguió hablando de él de una manera sarcástica.

—Manón habla siempre mal de mí —dijo un día Pedro—. En el fondo porque no le hago caso.

—¿Cree usted…?

—Sí; si yo me ocupara de ella, me despreciaría más. Eso ya lo sé; pero el no ocuparme de ella lo considera casi como un insulto.

Pedro le dijo a Álvaro que, efectivamente, habían querido que Manón y él fueran novios, pero que no se entendían; ella era voluntariosa y coqueta; él, tranquilo y aficionado a leer. Él no decía nada malo de Manón, quizá valía más que él; pero tenía una turbulencia insaciable y una versatilidad tal, que era capaz de volver loco a cualquiera.

—Es una mujer de lujo, de mucho encanto, estoy conforme; pero para tenerla en casa, yo, modesto vinatero, no la querría.

A veces, en el verano, cuando Manón, Rosa y Morguy pensaban hacer excursiones, le invitaban a ir a Pedro; y este, para no tomarse el trabajo de discutir, decía que sí, pero luego no iba, con lo cual indignaba a todo el mundo; principalmente a su hermana, que decía de él pestes.

En una de aquellas excursiones, Manón, Rosa y los amigos conocieron al conde y a la condesa de Hervilly.

Sonia, la dama misteriosa que intrigaba a Aviraneta, manifestó gran simpatía por Manón, y fue a verla a su casa y entabló amistad con ella. Se mostró muy amable con Alvarito, y, como la condesa hablaba muy bien el castellano, le dirigió varias preguntas acerca de su familia y de España.

A Chipiteguy no le hizo mucha gracia la amistad de su nieta con la extranjera; no le parecía bien que la hija de un trapero tuviera amistades con una condesa, pero nada podía decir.

La condesa de Hervilly presentó en casa de madama Lissagaray a dos aristócratas, amigos de su marido y suyos: el vizconde de Saint-Paul y el caballero de Montgaillard.

El vizconde de Saint-Paul tendría veintiséis o veintisiete años; era tipo de francés del Norte, alto, rubio, fuerte; el caballero de Montgaillard, de veintitrés o veinticuatro años, parecía un italiano del Sur. Era moreno, más bien bajo que alto, con los ojos negros, delgado, con aire un poco cansado, de trasnochador, el pelo rizado, la cara audaz y la tez de mal color, pálida, biliosa y llena de granos.

El vizconde de Saint-Paul se sabía que era de una familia rica de París; respecto a Montgaillard, había sus dudas. Él decía que era hijo del marqués de Montgaillard y sobrino de un conde de Montgaillard; pero había quien aseguraba que, tanto el condado como el marquesado, no tenían realidad alguna.

El joven Xavier de Montgaillard era hijo del titulado marqués de Montgaillard y de una señorita de Crussol. El marqués de Montgaillard pasaba por realista y había hecho la campaña de la Vendée con Charette y estado preso en el Temple.

Xavier era sobrino del célebre intrigante y libelista conde de Montgaillard, que, al parecer, no era conde.

El llamado conde de Montgaillard fue un gran explotador de la política.

Explotó a la Revolución, al emperador de Austria, a Napoleón y a los Borbones, y murió muy tranquilo en su casa propia de Chaillot, comprada con sus ahorros de intrigante, a los ochenta años.

El conde de Montgaillard tuvo pensiones de todos los Gobiernos franceses de la época, y lo más extraño fue que la tuviese, y grande, de Luis XVIII, de quien había publicado un retrato burlón e injurioso. La razón de esta anomalía parece que fue el que el intrigante guardaba unas cartas que Luis XVIII había escrito a Robespierre en tiempo de la Revolución, queriendo congraciarse con él, dándole la razón en muchas cosas y queriendo atraerle a su campo.

Días después de la presentación de los dos aristócratas en casa de madama Lissagaray, Álvaro vio que el joven Montgaillard paseó varias veces por delante de la casa del Reducto, y Alvarito comprendió que le debía haber escrito a Manón y que quizá esta le había contestado.

Un día, en pleno verano, la condesa de Hervilly les convidó a ir, el domingo siguiente, a las amigas de Manón y Alvarito a pasar la tarde en el castillo de Uturbi, cerca de Urruña. La condesa conocía al dueño que le había invitado.

Fueron en un coche grande, descubierto, diez o doce personas: los condes de Hervilly, Manón, Rosa con su madre, Dolores, Morguy y los aristócratas recién llegados a Bayona y amigos de Hervilly, el vizconde de Saint-Paul y el caballero de Montgaillard.

El vizconde y el caballero fueron durante la excursión la nota saliente, sobre todo para las muchachas. Montgaillard vestía frac azul entallado, como un dandy, y venía de París. El caballero llevó la voz cantante en el viaje; habló de actrices y de bailarinas, conocía escritores, periodistas y políticos. Dijo que, como no tenía un cuarto, pensaba entrar en España e ingresar en el ejército carlista por si encontraba aquí la solución para su vida. Contaba con la protección del príncipe de Lichnowsky. El vizconde Saint-Paul, más tranquilo, sonreía de las frases de Montgaillard y hablaba poco.

El joven caballero tuvo mucho éxito con las muchachas, y se le encontró gracioso y ocurrente, lo que hizo desesperar a Alvarito, sobre todo viendo que Manón coqueteaba con él.

Era evidente que se cambiaban sonrisas y ojeadas.

«¿Cómo había llegado a tener esta familiaridad con el forastero? ¿Es que es una mujer sin decoro?», se preguntó Alvarito de mal humor.

Alvarito notó con desagrado que la presencia de los dos forasteros produjo en las muchachas una animación, un deseo de brillar, una rivalidad disfrazada entre unas y otras, que a él le molestó profundamente, porque comprendió que la causa de esta excitación eran los recién venidos y que en ellos se quería hacer efecto.

Quizá sólo Rosa le era en aquel momento un poco fiel a Álvaro; las demás le habían olvidado.

Los veinte kilómetros de camino pasaron pronto para todos, aunque no para Alvarito; se contempló el mar, se vio la cadena de montes de España; Jaizquibel, como una pirámide, y el monte Larrun; se pasó por delante de Bidart, se cruzó San Juan de Luz y se llegó al castillo de Urtubi. A todos les pareció, desde fuera, muy romántico, con sus torrecillas y sus paredes cubiertas de hiedra, un poco hundido entre árboles.

El dueño les esperaba a la entrada del parque, y les hizo pasar primero a un gran salón, y llevó a las damas a un tocador por si tenían que arreglarse. Luego preguntó a sus visitantes si preferían almorzar en el parque o en el comedor.

Madama Lissagaray era la única que hubiera preferido almorzar bajo techado.

—No tenga usted cuidado; hoy no hay humedad —le dijo el dueño.

Salieron todos al parque, que estaba magnífico, y dieron un paseo por él. Hacía un día de viento Sur, con el cielo rojo, que daba al paisaje un aire de decoración de teatro. Los tilos y las magnolias, llenos de flor, perfumaban el ambiente con su aroma, un aroma tan fuerte que casi mareaba. En este ambiente irreal todo parecía inmóvil y silencioso. Los pájaros dormían aletargados en las ramas. Un martín pescador pasó por el aire, tan azul, que parecía un trozo de cielo volando entre árboles.

Se acercó la hora de almorzar, y en una plazoleta de grandes olmos, en donde estaba puesta la mesa, se sentaron.

Se comió y se bebió alegremente, y Manón y el caballero de Montgaillard fueron los que más hablaron y tuvieron más rasgos de ingenio.

Montgaillard iba a la carrera haciendo la corte a Manón.

El caballero manejaba uno de esos recursos del donjuanismo que está al alcance de todo el mundo; pero que, sin embargo, tiene casi siempre éxito cuando se es joven y no de mala figura. Se manifestaba indiferente y al mismo tiempo atento con las mujeres, para, llegado el caso, fingir una gran impresión. Es esto, indudablemente, como el abecé del histrionismo amoroso, pero no deja de hacer su efecto.

Pasada la excitación de la comida, Manón dijo que iba a escoger un sitio a la sombra del parque y echarse a dormir la siesta.

—De ningún modo —dijo su tía, madama Lissagaray—; no te lo permito.

—¿Por qué no?

—Porque no, y basta.

Manón hizo un gesto de disciplencia. Después de un largo rato de sobremesa, el dueño de Urtubi les preguntó si no querían ver el castillo, aunque era pequeño.

Mientras recorrían el edificio, el dueño habló de la fundación primitiva de la casa, en el siglo de la muralla que quedaba aún del siglo XIV, de la estancia de Luis XI en Urtubi cuando estuvo como mediador entre los reyes de Castilla y de Aragón, y de los recuerdos que quedaban de Soult y de Wellignton, que tuvieron allí su cartel general a principio del siglo. Les contó también la eterna rivalidad del partido de los Sabelchuris y Sabelgorris, fajas blancas y fajas rojas, que dividían en el país del Labourd a los partidarios de Urtubi de los de Saint-Pee.

Vieron el salón, el comedor grande, con una chimenea de mármol, que tenía esta inscripción en vascuence: Biltzen, berotzen, gozatzen («Reuniendo, calentando, gozando»); pasaron por un vestíbulo lleno de placas de hierro de los hogares, de las chimeneas antiguas, algunas muy curiosas, y luego fueron a la biblioteca.

El dueño sacó un ejemplar del libro de Pierre de Lancre, titulado: Cuadro de la inconstancia de los malos ángeles y demonios; les mostró una estampa de un sábado brujeril y les leyó un párrafo, en que se decía que el propietario del castillo de Urtubi, a principios del siglo XVII después de una reunión de brujería tenida en su casa, se había encontrado los días siguientes con que las brujas le iban chupando la sangre y sorbiéndole el seso, lo que le decidió a denunciarlas.

Todos se rieron, menos Alvarito, que pensó que el señor de Urtubi era un visionario como él.

De la biblioteca marcharon al pequeño archivo, que tenía algunos antiguos documentos de los Urtubi, emparentados con los Alzate, Gamboa, Belzunce, Ezpeleta y con la familia del escritor Montaigne.

Salieron de nuevo al jardín. Una nube roja, grande, había aparecido en el Poniente y el parque tenía un aire fantástico en este aire, inmóvil y caliente, perfumado por las flores. Cerca del castillo había una acequia negra entre dos paredes de piedra, que tomaba, al reflejar el cielo, tonos de sangre.

Salieron de nuevo al parque, y llegaron a una fuente.

Manón dijo que tenía que echar la suerte con dos alfileres, tirándolos a la fuente y viendo cómo quedaban en el fondo; si quedaban separados, era que no se casaba, y si quedaban cruzados, que sí. Manón echó sus dos alfileres, y quedaron separados; después los echaron Rosa y Morguy, y pasó lo mismo. Por el sortilegio de la fuente ninguna de las tres se casaba.

—Sí, sí, nos quedaremos solteras —dijo Manón.

—Tendrá que ser porque a los hombres de esta tierra les falten ojos —dijo galantemente Hervilly.

Manón había cogido una flor y se la había puesto en el pecho.

El joven Montgaillard quiso que le diera aquella rosa que llevaba en el pecho, y ella se la dio.

Iba cayendo la tarde, y, según dijo madama Lissagaray, era hora de volver a Bayona.

—Antes merendarán ustedes —dijo el amo de la casa.

—Se va a hacer tarde.

—¡No, no; ca!

Pasaron al comedor, y se sentaron a la mesa, muy elegantemente puesta, con mantel antiguo, bordado, y vajilla de Sévres.

De pronto notaron que andaba revoloteando algo por los rincones.

—¿Qué es? ¿Un murciélago? —preguntó Manón.

—No, es una mariposa —contestó el dueño de la casa, y con un pañuelo logró cogerla.

La mariposa era grande y hacía un chirrido como si se quejara. Alvarito se estremeció, el aleteo de la mariposa y sus quejidos le produjeron una sensación desagradable.

—Es el Spinhx atropos, la mariposa de la calavera —dijo el amo de la casa.

—¡Qué horror! —dijo Rosa—. Suéltela usted. Eso debe ser de mal agüero.

—Sí, estas mariposas asustan a la gente, pero son inofensivas para las personas; no así para el campo, donde hacen muchos destrozos.

La Morguy quería matarla con un alfiler y llevársela.

—No, no —dijo Manón—; hay que soltarla, que viva.

—Poco vivirá —dijo el dueño, abriendo la ventana y soltándola—. Algunas no duran más que una noche, el tiempo necesario de poner sus huevos.

Madama Lissagaray insistió en que era hora de volver.

Se despidieron, y entraron todos en el coche. Rosa se sentó al lado de Alvarito, y estuvo hablando con él.

—Ya ves tú —decía la muchacha— qué mala suerte tengo yo.

—¿Mala suerte? ¿Por qué?

—Manón y yo tenemos la misma edad, y hemos sido educadas de la misma manera. Ella siempre tiene éxito, y yo nunca.

—Tú también lo tienes.

—No, no. Y, además, es natural. Ella es más bonita que yo, más inteligente, más brillante. Todas las ventajas para ella, y para mí nada.

—Eres muy modesta.

—No. La suerte ha sido muy generosa con ella y muy mezquina conmigo. Ella es música, es guapa, es graciosa. Y yo soy tonta, sosa y sin talento.

—Eres muy severa contigo mismo.

—No, me conozco. Yo no tengo ningún encanto.

—¡Oh! No digas eso.

Alvarito le dirigió a la muchacha algunos cumplidos, pero eran fríos y sin efusión.

Un par de horas después llegaron a San Juan de Luz, pararon un momento en un café y volvieron a tomar el coche, y vieron el mar cerca de Guethary, azul, recamado de blanco en un cielo rojo, incendiado y amenazador; vieron brillar el faro de San Sebastián y del cabo Higuer. Al acercarse a Bayona, la luna había salido, grande, amarilla, como una cara de mujer enferma.

Alvarito llegó a casa; no cenó apenas, y fue a acostarse, a su cuarto. Al tenderse en la cama, el coche, el mar, la acequia con el agua rojiza, la estampa del sábado brujeril del libro de Lancre le comenzaron a bailar ante los ojos. Pronto pasó del recuerdo al sueño.

Soñó que escalaba, con grandes esfuerzos, un cerro que tenía en la punta un castillo, marchando por entre riscos afilados que parecían de cristal. Después de subir por una escalera laberíntica, llegaba a un desván, con vigas en el techo, y encontraba un montón de paja y se tendía en él.

De pronto notaba que estaba al lado de una ventana abierta, al borde del abismo. Delante tenía un paisaje sombrío, con montes ceñudos y valles estrechos, llenos de árboles, y al contemplarlos se le encogía el corazón. Nubes pesadas avanzaban a rodear el castillo. Desesperado, elevaba la vista y quedaba absorto. El cielo estaba lleno de brillantes meteoros desconocidos; la luna, las estrellas y los cometas, con largas colas, saltaban en locas carreras por el firmamento. Contemplaba aquello a cada instante con mayor horror, hasta que, de pronto, comenzó a salir el sol. Entonces una deliciosa calma dominaba la Naturaleza. El cielo se ponía azul, un murmullo lejano venía del mar, rizado con olas blancas; de los bosques se exhalaba un perfume balsámico. ¡Oh! ¡Cómo se respiraba el aire puro! ¡Cómo corrían los arroyos y las fuentes!

Pero esto también duró poco, y vino el crepúsculo, un crepúsculo al principio admirable. Brillaban las flores rojas y blancas, las campanillas azules en los campos verdes; luego todo se tornaba ceniciento; había entonces una queja en el espacio; nubes de mariposas grandes cruzaban el aire. Alvarito sentía necesidad de llorar y se despertó. Pasó muchas horas despierto, dando vueltas en la cama, pensando en su sueño y en Manón y suspirando sin querer. Al último consiguió dormirse y no se despertó hasta que le llamaron por la mañana.