DESPUÉS DE LA AVENTURA
CHIPITEGUY, como el Euclión de La Aulalaria, de Plauto, iba camino de ser desgraciado, a causa del tesoro de la calle Nueva.
¿Dónde lo tenía? ¿Dónde guardaba sus riquezas, traídas de Pamplona? Indudablemente, la plata, el oro y las piedras preciosas los había escondido en la cueva.
A veces, como un ladrón, pero temblando al mismo tiempo de alegría, con una mirada triunfante, bajaba a la cueva y se pasaba allí dos o tres horas, probablemente contemplando el tesoro. Cuando veía a Frechón sonreía con malicia, sonrisa que a su dependiente le hacía temblar de furia, y sólo a Manón y a Alvarito les acogía con gusto.
—El viejo Chipiteguy todavía es capaz de muchas cosas —repetía con jactancia—. Ya lo decía mi viejo amigo Julius Petrus Guzenhausen de Aschaffenburg: «Dollfus es un marrajo de mucho cuidado».
El trapero del Reducto, tras de su famosa excursión a Pamplona, había cambiado mucho, vivía con más preocupaciones. Desde el viaje tenía gran desconfianza: miraba a la gente con suspicacia, no le gustaba que los chatarreros pasaran al patio de su casa ni que los albañiles de las obras próximas se asomaran al tejado. Comprobaba él mismo, al anochecer, si estaban bien cerradas las puertas y ventanas y recorría la casa de arriba abajo.
La andre Mari y la Tomascha pensaban que estas eran manías de viejo.
Chipiteguy afirmó varias veces que vivían en un abandono exagerado y sin vigilancia alguna, sobre todo de noche, y trajo un mastín para guardar la casa.
A lo último, se le ocurrió hacer todas las noches una ronda, medio en serio, medio en broma. Manón tomaba un farol grande; Chipiteguy, Quintín y Alvarito se armaban cada uno con una pistola y registraban la casa desde las buhardillas hasta la cueva.
—No le digáis lo que hacemos a Frechón —recomendaba el viejo a Quintín y a Alvarito.
—No, no tenga usted cuidado.
—Cuando llegue el momento me acordaré de vosotros, porque sois fieles. Estad seguros.
Estos registros, el andar de noche en los cuartos, influía en Alvarito, excitando su imaginación.
Sobre todo, para él, era muy desagradable el entrar en la cueva y ver el grupo de los asesinos en pie, envueltos en sus telas de sacos, con un aire de fantasmas astrosos.
Chipiteguy estuvo dos veces en Burdeos y llevó con él a Alvarito.
No le dijo a qué iba, pero Álvaro le oyó hablar dos o tres veces de joyeros y tasadores de piedras preciosas.
Chipiteguy le presentó a algunos de sus amigos comerciantes y le mostró la ciudad.
—Cuando vayas a España —le decía el viejo— podrás comparar aquello con esto.
En el fondo de esta frase había malicia, porque aunque Chipiteguy no tenía mala idea de España, como Frechón, tampoco la tenía muy buena.
Fue también Alvarito, en compañía de un carlista, a visitar a la familia de Maroto, que vivía en una casa de campo de las proximidades de Burdeos. Las dos hijas del general, nacidas en el Perú, habían sido educadas en un colegio de Granada. La pequeña, sobre todo, era muy melancólica y muy bonita, y recordaba con nostalgia el huerto del colegio granadino. Alvarito habló con ellas mucho y hasta les escribió varias veces después desde Bayona.
El día antes de salir de Burdeos, Chipiteguy le llevó a Alvarito a una gran instalación de figuras de cera que había en Burdeos.
—Esto es una cosa distinta a nuestra barraca —dijo Chipiteguy, riendo—; quizá no es tan completo como el gabinete de madama Tussaud, de Londres, pero está muy bien.
Se bajaba por una rampa oscura a un subterráneo, hasta que se llegaba a un salón con varias figuras de cera vestidas a la moderna. De este salón partían galerías, también oscuras, que desembocaban en salones o en cuevas, con juegos de luces extraños. Los personajes eran casi los mismos que había visto Álvaro en la cueva de Chipiteguy, pero más perfilados y bien vestidos. La gente del público iba y venía, hablando bajo, un poco sobrecogida por el aire misterioso de los subterráneos.
En un salón estaban como en tertulia, alrededor de un velador, Luis XVI y María Antonieta, madama Real, la princesa de Lamballe y el Delfín. Todos impasibles, peripuestos y amanerados.
A Alvarito le dio ganas de gritarles:
—Apresuraos. No seáis idiotas, que vienen los descamisados a cortaros la cabeza.
En otro salón estaba Napoleón en la Malmaison, con Josefina, Talleyrand, Fouché y los generales del Imperio. Todos tan apacibles, tan peripuestos y tan amanerados como los anteriores.
Uno de los generales le miraba a Alvarito con un aire muy discreto.
—Estamos esperando a que suene el cañón de Waterloo para marcharnos de aquí, porque nos encontramos un poco aburridos —parecía decir aquel señor.
En la sala de una cárcel cenaban los girondinos. Uno de ellos echaba un discurso pomposo con un aire místico e iluminado. Seguramente hablaba de los derechos del hombre y del Ser Supremo, y de otras cosas que entonces divertían a la gente sin saber por qué, y hoy, sin saber por qué, nos aburren.
Luego vieron a Latude en su cárcel, a los cenobitas del Paracleto, a los mártires cristianos antes de ir al circo, a Marat, muerto, con Carlota Corday al lado; a Danton y Robespierre, vociferando…
—Esto es mejor que lo nuestro, ¿eh? —exclamó Chipiteguy, riendo.
—Sí; pero aquí no hay asesinos —contestó Alvarito.
—Es verdad. Sin embargo, debe haber.
Buscaron mejor, y dieron con un Lacenaire con su puñal, pero al lado de los asesinos de Chipiteguy era un personaje ridículo.
A Alvarito le convino la visita a las figuras de cera, porque le quitó para mucho tiempo el terror que tenía por ellas.
Pensó que había estado durante su estancia en casa de Chipiteguy asustado por un peligro quimérico, y se decidió a mirar en el porvenir las cosas cara a cara y frente a frente, fuesen figuras de cera o personas de carne y hueso.