VIII

CHIPITEGUY, GAMBOA Y FRECHÓN

FRECHÓN había vuelto a Bayona, cansado de esperar en la frontera. Durante una semana se asomó con impaciencia por el camino de Pamplona, y, al fin, volvió profundamente indignado contra su patrón. En Bayona llevó las esmeraldas a casa de un joyero. Eran falsas.

Al llegar a la casa, y al ver a Chipiteguy, este le contó que no pudieron ir a Valcarlos porque se había corrido hacia aquella parte una fuerza carlista, y que por eso decidió ir hacia San Sebastián. Añadió el viejo que en el camino de San Sebastián habían reconocido todas sus figuras de cera y encontrado el oro y la plata y las piedras preciosas, aunque estas, la mayoría, eran falsas.

—Ha sido un mal negocio al final —dijo Chipiteguy hipócritamente—; ya veremos qué nos queda a cada uno.

—Me la ha jugado este cochino viejo —murmuró Frechón—. Él se va a quedar con todo.

El caso era que el tesoro de la calle Nueva había desaparecido. Chipiteguy lo había, sin duda, escamoteado.

Frechón disimuló su rabia y siguió trabajando en casa del trapero.

Unos días después escribió una carta al cónsul de España, y le pidió audiencia.

Frechón se sentía defraudado por Chipiteguy, y tanto como por el dinero lo sentía por su amor propio de hombre listo, de quien se habían burlado.

—El viejo Chipiteguy no se marchará sin que yo le eche el alto. Ya caerá. Frechón no es un tonto.

Frechón fue a visitar al fondista Iturri, y después a Aviraneta, a quien contó con detalles el asunto de las cruces y custodias de Pamplona. Aviraneta conocía parte de lo ocurrido, y escuchó a Frechón con gran interés.

Frechón se exaltaba, se ponía frenético, pensando en el chasco que le habían dado. En casa de Chipiteguy seguía a todo el mundo con una mirada furiosa.

Unos días después recibió contestación del cónsul, fijándole hora para recibirle.

El señor Gamboa acogió a Frechón muy fríamente; escuchó con indiferencia su relato, y dijo después:

—Yo no he encargado nada a ese señor Chipiteguy. Si ha ido a Pamplona habrá sido por su cuenta.

Al oír lo que le decía el cónsul, Frechón quedó desconcertado.

—Chipiteguy me dijo a mí que iba a Pamplona, encargado por usted, para recoger unas barricas, cargadas de oro y plata.

—Pues el tal Chipiteguy le ha engañado a usted.

—¿Y cómo le han dado esas barricas sin orden de nadie? —preguntó Frechón.

—Yo no sé nada, señor mío —replicó el cónsul—. Y usted, ¿cómo lo sabe?

—¿Cómo lo sé? Porque he ido con él a Pamplona.

—¿Y usted ha visto esas barricas?

—Sí, señor.

—¿Y había de verdad cruces y custodias?

—Sí las había. ¡Ya lo creo!

—¿Con piedras preciosas?

—Con piedras preciosas de todas clases. Buenas y falsas, se debió decir Frechón en su fuero interno.

—¿Y qué han hecho ustedes con ellas?

—Llevamos todo lo que tenían dentro las barricas a donde estaban las figuras de cera. Allí desarmamos las cruces y las custodias, les quitamos las piedra; estas, en su mayoría, las metimos en las cabezas de las figuras de cera, machacamos el oro, y a las cruces de plata las pintamos de negro para hacerlas pasar como si fueran de hierro. Después, Chipiteguy me dijo que le esperara en Valcarlos para arreglar la salida de España y la entrada en Francia, y, mientras yo le esperaba, él mandó llevar el cargamento a San Sebastián, y de aquí lo embarcó para Bayona.

—¿Y aquí lo tiene?

—Sí, señor.

—¿En dónde lo guarda?

—Probablemente en la cueva de su casa.

—Es decir, que se la ha jugado a usted.

—Y a usted también —replicó Frechón, a quien molestaba profundamente estar ante alguien en situación de inferioridad.

—A mí, no —contestó Gamboa—. Este es un asunto que no me interesa.

—¡Bah! —replicó Frechón con impertinencia.

—Créalo usted o no lo crea, me es igual; pero me choca que sea usted tan cándido para pensar que yo he intervenido en ese asunto de melodrama.

Frechón salió furioso del Consulado, y Gamboa no quedó muy contento.

Unos días después, el cónsul de España mandó llamar a Chipiteguy, y le interrogó acerca de las cruces y custodias traídas de Pamplona.

Chipiteguy dijo que había visto al gobernador de Navarra, y este le había dado orden de que guardara aquellas joyas en su casa, y que mandaría un delegado del Gobierno español para incautarse de ellas y luego venderlas.

Gamboa se incomodó y dijo con furia:

—Lo que quiere usted es quedarse con esa riqueza.

—Es lo que me parece que ha pretendido usted siempre —replicó el trapero del Reducto.

Aviraneta supo por los escribientes del Consulado que los gritos de Gamboa se habían oído en la plaza de Armas.

En la discusión apasionada que tuvieron el cónsul y el chatarrero llegó a verse claramente que, tanto el uno como el otro, lo que ansiaban era quedarse con el oro, la plata y las piedras preciosas de las cruces y de las custodias.

Quizá Gamboa pensó denunciar a Chipiteguy a la Policía; pero ¿cómo legitimar su intervención? Pensando fríamente, decidió no hacer nada y olvidar aquel mal negocio.