VII

EXPLICACIONES DE CHIPITEGUY

FRECHÓN, con su costumbre de espiar a todo el mundo y de escuchar detrás de las puertas, se había enterado del diálogo de Manasés con Chipiteguy y de la visita de este a Gamboa.

Al llegar Frechón a Pamplona encontró medio de verse solo con Chipiteguy y le planteó la cuestión.

—Ya sé que en este viaje —le dijo mirando al suelo— se trata de algo más que exhibir figuras de cera.

—Usted, ¿qué es lo que sabe? —le preguntó el viejo escamado.

—Sé lo que ha hablado usted con el judío Manasés y sé también que ha ido usted a visitar al cónsul de España.

—¿Es usted brujo, Frechón?

—Por lo menos sé escuchar, y no soy tonto. En mí puede usted tener un amigo o un enemigo. Si lo quiere usted todo para usted, seré enemigo…; si no, ya nos entenderemos.

Chipiteguy, a regañadientes, reconoció que, efectivamente, iba a Pamplona a recoger las custodias y las cruces de oro y de plata metidas en barricas y ver la manera de llevarlas a Bayona. Le dijo que si el negocio salía bien le daría parte en las ganancias.

—¿Cuánto piensa usted darme? —preguntó Frechón, mirándole de través.

—Le daré el diez por ciento de lo que gane. A mí me dan el veinte.

—Es una estupidez —murmuró Frechón.

—¿Qué es una estupidez? —preguntó Chipiteguy.

—Es una estupidez que se contente usted con el veinte por ciento, porque si el negocio sale bien podemos quedarnos con todo.

Chipiteguy contempló atentamente a Frechón, y no dijo nada en contra. Lo único que hizo fue elogiarle por su perspicacia.

Pocos días después el viejo explicó a Frechón y a Claquemain lo que proyectaba hacer. A Alvarito no le dijo nada, porque pensaba que el joven aristócrata español, que iba a misa todos los domingos, se escandalizaría si supiera que querían llevarse los cachivaches y las alhajas de las iglesias para venderlos en Francia.

A Frechón y a Claquemain no les hacía esta idea ninguna mella.

Vaciaron las barricas en el almacén de la calle Nueva, y fueron llevando los objetos del culto en sacos a la barraca de las figuras de cera. Eran cálices, lámparas, candelabros, incensarios, cruces, relicarios.

Allí, en la barraca, a la luz de una candileja, se amontonó el tesoro de la calle Nueva; se arrancaron las piedras preciosas de los cálices y de las cruces procesionales, y envueltas en papeles las fueron metiendo en las cabezas de las figuras de cera.

Desarmaron las cruces, machacaron el oro y las barras de plata, las retorcieron y las pintaron de negro y de rojo.

—Creo que no encontraremos ningún químico que analice esta chatarra —dijo Chipiteguy, riendo.

—Me parece que no —replicó Frechón—. Y ahora, ¿qué proyecto tiene usted?

—Ahora —contestó Chipiteguy—, yo me voy a Arneguy y a San Juan de Pie de Puerto para que en la Aduana no nos pongan dificultades; usted se va a Valcarlos, y espera allí, unta usted a los carlistas, y mañana sale la galera con Claquemain y con Alvarito.

—Bueno —dijo Frechón—, déjeme usted dinero.

Chipiteguy le dio cien duros.

—Prepare usted de manera aquello que a nadie se le ocurra mirar lo que va en los carros —encargó el viejo.

—Lo haré.

—¡Ah! Y guarde estas piedras en los bolsillos; yo también pienso llevar algunas. Por si acaso nos quitan el carro, que no lo perdamos todo. Chipiteguy dio unas cuantas piedras, esmeraldas y topacios, que Frechón guardó ávidamente. Salieron Chipiteguy y Frechón de Pamplona. Al día siguiente apareció Chipiteguy en la ciudad y dio nueva orden. La galera tenía que ir a San Sebastián.

Frechón esperó, impaciente, en Valcarlos; recorrió el camino de Pamplona hasta que se convenció de que el viejo le había engañado.

Chipiteguy, desde San Sebastián, vaciló en ir por tierra o por mar.

En aquella época las fuerzas del general Jáuregui iban con frecuencia de San Sebastián a Irún.

Chipiteguy se presentó al general, pretendiendo llevar su cargamento y pasar la frontera.

Jáuregui le preguntó qué llevaba a Francia que tanto le preocupaba, pregunta que hizo desconfiar al viejo. Entonces decidió ir por mar.

Aquella chatarra, que era magnífica plata y oro, en unión de figuras de cera, estuvo varios días en el muelle de San Sebastián, hasta que fue entrando en la bodega de un pailebote.

Al llegar a Bayona, Chipiteguy llevó sus figuras de cera de nuevo a la barraca y la plata y el oro y las piedras preciosas de las cruces y custodias debió de guardarlas en el sótano de su casa.