LA VUELTA
A los cuatro días de salir de Pamplona llegaron Claquemain y Álvaro a San Sebastián; fueron a parar a una posada de la Brecha, y poco después apareció Chipiteguy en su cochecito.
Chipiteguy hizo diferentes gestiones para llevar su chatarra a Francia, y decidió embarcarla en un pailebote con las figuras de cera y enviar a Claquemain por Irún con la galera vacía.
Chipiteguy y Alvarito fueron en el pailebote. Alvarito no se había embarcado nunca y tenía gran curiosidad por el mar.
Al salir de San Sebastián fue contemplando con gran atención las rocas de detrás del castillo de la Mota, festoneadas por la espuma; luego la abertura de la Zurriola y los acantilados del monte Ulía, la entrada estrecha de Pasajes y las capas de areniscas estratificadas como hojas de un libro de Jaizquibel.
—No mires demasiado. No vayas a marearte —le dijo Chipiteguy.
Efectivamente, al último, Alvarito se mareó y tuvo que tumbarse.
Las figuras de cera le inquietaron. Dos o tres generales se movieron y se lanzaron hacia adelante como si fueran al asalto o a ganar un entorchado, y una de las damas se dio un golpe y se hizo una rajadura en la cabeza.
Al pasar la barra del Adour y al cesar el balanceo del barco, a Alvarito se le quitó el mareo.
Al acercarse a la colina de Blancpignon, el muchacho vio a Chipiteguy que con aire de triunfo cantaba a voz en grito su canción de bravura:
Atera, atera,
trapua saltzera
eta burni zarra
txanponian.
Sin duda, Chipiteguy estaba contento de la expedición. Atracaron en Bayona, en el muelle de las Avenidas Marinas, y fueron el viejo y el muchacho a la casa del Reducto.
Unos días después se volvió a abrir la barraca en la plaza de la Puerta de España con las figuras de cera. La chatarra fue la que no apareció, al menos públicamente. El tesoro de la calle Nueva se había evaporado. Una sensación de sorpresa le quedó a Alvarito de este viaje; todo había tenido en él un aire un poco absurdo…
Una noche, en su cuarto de la plaza del Reducto, Álvaro soñó que iba por la cornisa de un puente, sobre la acequia de un molino, sitio que recordó haber pasado en la infancia. Apenas si existía espacio para poner los pies en aquella cornisa.
Pasaba varias veces por ella, sin miedo y con curiosidad; pero al salir se encontraba con una vieja que le sonreía…, y se echaba a temblar. Siempre sentía lo mismo; la vieja, vestida de negro, que le sonreía insinuante, le hacía estremecerse de terror.
¿Quién era esta mujer? ¿Qué significaba? Probablemente sería la Muerte. No lo sabía, porque no le revelaba su secreto; pero ¿quién podía ser más que la Muerte?
De pronto, el lugar adonde había salido recorriendo la cornisa se transformaba en una barraca de muñecos del pim pam pum, y aparecía la señorita Atala, con su pelo rubio. La Atala daba los billetes y él le tomaba doce bolas para lanzarlas a los muñecos.
Cada una de ellas pesaba como si fuera de plomo. De pronto notaba que los muñecos eran todos los tipos que había conocido en la feria de Pamplona: el físico, Montdidier, Clarck, etc. Alvarito tiraba la pesada bola sobre la primera figura; esta se torcía al golpe y volvía a aparecer de nuevo erguida. Entonces Álvaro hizo un nuevo esfuerzo y se despertó.