EN PAMPLONA
EL sol caía de plano sobre la llanura de Pamplona. Era un día de julio, día de San Fermín. En los alrededores de la ciudad los campos estaban segados y se preparaban para la trilla. Los montes de la cuenca pamplonesa, el Perdón y el Ezcaba, el Servil y la Higa de Monreal, San Cristóbal y la Silla de Pilatos, aparecían azules en el cielo inflamado. En la vuelta del castillo amarilleaban los hierbales; sólo en los fosos de la muralla, en algunos rincones sombríos se conservaban aún verdes y frescos; el campo se hallaba dominado por el color dorado y la ciudad aparecía caldeada dentro de sus murallas grises, en su gran llanada, rodeada de montes pelados.
Por los caminos, y a pesar de que los carlistas ocupaban los alrededores, venían los campesinos, hombres y mujeres, en los caballejos y en las mulas, a las fiestas, que se celebraban sin gran esplendor, por la guerra.
Había un campaneo vertiginoso en todas las torres de la ciudad en honor del santo patrón. Las campanas de San Saturnino contestaban a las de la catedral, las de San Nicolás a las de San Saturnino, las de San Lorenzo a las de San Nicolás. Las unas hacían ese tan tan triste, pesado y agobiador; las otras, el tilín talán clásico de las dos campanas echadas a vuelo, que tan bien indica el carácter de los pueblos españoles levíticos con curas y con beatas; no faltaba el tin tin agudo del esquilón del convento de monjas.
¡Qué sugestivo! ¡Qué romántico este continuo y melancólico tañer! ¡Cómo se recuerda la infancia, la tristeza de la vida! ¡El toque de la oración, el del Ángelus, el de la agonía, el de la misa, el de los funerales! ¡Cómo sale a flote ese fondo doloroso de la existencia! ¡Qué poético ese son de las campanas! Pero qué bien el estar en sitio bastante lejano para no poderlas oír.
En aquella mañana ardorosa de julio el alboroto de las campanas parecía disolverse en el campo, agostado y desierto, inundado por el sol, y en la inmensidad del cielo azul.
Chipiteguy y su gente habían llegado a Pamplona a fines de junio de 1838. En una semana construyeron la barraca, que quedó alineada con otras ocho o diez, del paseo de la Taconera.
La mayoría de las figuras de Chipiteguy se habían convertido en asesinos célebres. Los generales y guerrilleros españoles habían dejado de ser Mina, Zurbano y Zumalacárregui para tomar un nuevo avatar.
En Pamplona había con seguridad gente que había conocido personalmente a estos guerrilleros, y era peligroso darlos mistificados, porque podía comprobarse la mistificación.
Se abrió la barraca, y cada uno de los compañeros de Chipiteguy tuvo un papel. Alvarito, vestido de Pierrot, daba al bombo y a los platillos; Frechón voceaba, delante de la barraca, con acento francés:
—Aquí vegán ustedes, señoges, los hombres más sélebres de todo el mundo: los asesinos más famosos y los militages más notables.
En el interior, Chipiteguy mostraba las figuras con un puntero y daba explicaciones; Claquemain cuidaba de los caballos y hacía la comida dentro de la galera.
Alvarito, muchas veces, mientras tocaba el bombo y los platillos, pensaba:
—¿Qué dirían mis antepasados, los Sánchez de Mendoza, si me vieran en este oficio?
Las gentes que entraban en la barraca tenían la petulancia y la impertinencia del provinciano que desprecia al histrión callejero y trashumante, y hacían observaciones que querían ser malévolas y sangrientas.
Algunos mozos, más atrevidos, se sentían inclinados a romper, a pinchar, a hacer alguna malintencionada fechoría.
Frechón, que, a pesar de su irritabilidad, no se molestaba con el desdén de la multitud, hacía observaciones misantrópicas apaciblemente:
—Si a la mayoría de las poblaciones se las pudiera considerar como ganado y tratarlas en tal concepto, la sociedad mejoraría mucho.
—Hay que empezar siendo Napoleón para eso —replicaba Chipiteguy.
Alvarito hacía como que no se enteraba de los comentarios de la gente, y hablaba en francés. En este contacto entre el público y los hombres de la feria, él se ponía del lado de los últimos. A Alvarito le iba naciendo un fondo de antipatía por el señorío, que le miraba a él con desprecio.
Los suyos empezaban a ser, no como para su padre los aristócratas, los señores serios, el presidente de la Audiencia, el director del Instituto, el coronel, los buenos cornudos respetables, militares y civiles de cara grave y seria como tallada en piedra berroqueña, llenos de distinciones y de majestad, sino los histriones y titiriteros de la feria.
Para guardar la barraca de las figuras de cera solían dormir en ella, alternando dos a dos, unas noches Chipiteguy y Alvarito, otras Frechón y Claquemain. Los demás iban a una casa de la calle del Carmen, donde Chipiteguy tenía alojamiento.
A Alvarito le producía una impresión muy penosa el echarse a dormir delante de aquellas figuras de cera, que, a la luz de una candileja, aparecían más horribles y amenazadoras que nunca. Estos monstruos de cera, esta guardia negra de espectros, vivían, para Alvarito, una vida siniestra, si no en el período de vigilia, en el del sueño. Entonces, entre las sombras del cerebro, se animaban y tomaban una expresión repugnante y odiosa; las caras, con sus ojos de cristal, sus pelucas y sus barbas postizas, se erguían agresivas y gesticulaban y tenían un aire de rencor y de venganza.
Los rostros verdaderos de los más bárbaros envenenadores y asesinos no le hubieran parecido tan feroces y horribles como aquellos. Alvarito pudo notar que este efecto de repulsión de las figuras de cera no era el único que lo experimentaba, pues a veces, entre el público, se vía algún chico que empezaba a berrear y a patear de miedo y la madre tenía que sacarlo fuera.
—Sin duda, yo soy también infantil —se decía el muchacho…
Pronto los hombres de la barraca de Chipiteguy se hicieron amigos de los vecinos. Después de cenar y concluir el trabajo solían venir a hacer tertulia detrás de la barraca de Chipiteguy, donde habían colocado la galera, muchos de los industriales de la feria. Era la aristocracia de las barracas. La mujer cañón, madama Lalande, con su marido Raúl Culot; el vendedor de la manteca de serpiente cascabel, míster Cavendish; que era escocés, y llevaba polainas amarillas; el de los frascos de vulneraria suiza para las heridas, Onofrius Müller, que era del Tirol; el físico del pueblo francés, monsieur Bazin; el vendedor de lápices que no se rompían, míster Clarck, inglés, y el marino que anunciaba el aceite virgen de Macassar, para el pelo, que era bretón, y se llamaba, según él, Gontran Montdidier Penhoel de Montbrisson.
De estos personajes, la mayoría vestían como todo el mundo, excepto monsieur Bazin, el físico del pueblo francés, que llevaba frac y melenas; Onofrius Müller, que gastaba una librea roja con galones, y tricornio, míster Clarck y monsieur Montdidier.
Este vestía de marino, con grandes melenas, y tenía tres retratos suyos, pintados al óleo, casi tan agradables como las figuras de cera de Chipiteguy, y que constituían un verdadero e interesante tríptico, que le servía de reclamo. El primero se intitulaba: «Antes del tratamiento», y se vía al señor Gontran Montdidier Penhoel de Montbrisson calvo, como una bala rasa; el segundo se llamaba: «Durante el tratamiento», y el marino lucía un pelo corriente, ya bastante largo, aunque con algunas calvas; el tercer cuadro era: «Después del tratamiento», y entonces el pelo del señor Montdidier era una inundación capilar.
Clarck, el inglés vendedor de lápices, iba en un coche. Se vestía con una túnica azul, con estrellas de plata; cubría su cabeza con un casco con plumas y hablaba desde el pescante. El señor Clarck hacía las puntas a los lápices con una navaja de a dos palmos de larga y otras veces con un sable de caballería. Al parecer, este recurso tenía éxito.
Su criado, Tom Phips, hombre con cara de perro malhumorado, llevaba también casco y solía tocar en lo alto del coche, para llamar al público, una trompa de caza, y en los intermedios, una caja de música.
Onofrius Müller era pequeño, grueso, melenudo, sonrosado, y peroraba en un castellano bastante correcto:
—Señoges y señogas —decía, subido en un banco—: Tengo el honog de anunciag la vegdadega vulnegagia, o té suizo. Vuestro humilde segvidog es un químico que ha podido estudiag los efectos de la vulnegagia. La vulnegagia, señoges, tiene la virtud de pugificag la masa de la sangre, de haceg transpirag por los sudoges y por las oginas, de quitag las ictegicias, las hidropesías, la gota y el roimatismo, de espulsag la solitagia y las lombrices, de dag fuerza al pulmón y al hígado y de evitag las fiebres palúdicas intermitentes y remitentes. Un frasco de vulnegagia, señoges, cuesta en todas las farmacias dos pesetas; yo, en obsequio de esta ciudad ilustre, los vendo por dos geales.
El físico del pueblo francés, monsieur Bazin, tenía una barraca con un letrero que decía: «Palacio de las maravillas, bajo la dirección de A. Bazin, físico del pueblo francés».
¿Por qué el pueblo francés necesitaba un físico especial? Lo ignoramos.
El físico del pueblo francés, monsieur Bazin, era genial. Los pensamientos no le cabían en el cráneo, y solía pasear con el sombrero en una mano y en la otra un bastón de junco, que tenía una hermosa bola blanca en el puño. Con este bastón hacía molinetes en el aire, daba estocadas a los árboles, se sacudía los pantalones, pegaba a los perros, acariciaba a los niños, porque el bastón constituía una parte integrante de la interesante personalidad de monsieur Bazin, físico del pueblo francés.
Los españoles de la feria eran, en su mayoría, gente pobre; uno tenía unas vistas o tuti li mundi en un carrito; otro, un cosmorama; un tercero, un aparato como un castillo, con el que predecía el sino de cada persona y los números que iban a tocar en la lotería.
Este, que era un paleto castellano, vestido de pana, con una gorrita, decía:
—Por dos cuartos se dan los números fijos de la lotería y el sino de cada persona. ¿Quién pide otro?
Había, además, un hombre con un tío vivo y otro con la rueda de la fortuna.
El tío vivo era un tío vivo a la antigua, sin espejos, ni oriflamas, ni ondinas, ni cerdos, ni elefantes; un tío vivo clásico con unos pobres y miserables caballos de cartón. El hombre del tuti li mundi, el señor Paco el asturiano, el del cosmorama, tocaba el tambor, y, a pesar de que era un tipo pesado y tranquilo, entretenía a la gente contándole lo que iba a ver y la historia de las personas que aparecían en las vistas ópticas.
—¡Adelante, señores, adelante! —decía—. ¡Aquí verán ustedes una vista de la bella Venecia! Tan tarantán tarantán. ¡Y qué vistas, señores! ¡Cuánta góndula! Tan tarantán tarantán. ¡Mirad esa góndula que va por el gran canal! Van en ellas dos enamoradus. Ella es una dama de las más principales del pueblu. Él es un joven venecianu, elegante y peripuestu. ¡Cómo se arrullan los turtulitus! Tan tarantán tarantán. ¡Mirad esa vieja que los mira desde la otra góndula! ¡Cómo se indigna porque a ella no le hacen casu! Y es bigotuda. Podía retorcerse el bigote. ¡Adelante, señores, adelante! Tan tarantán tarantán.
Con los industriales pobres de la feria se reunía el hombre-orquesta, Remifasol, que era saboyano, y que tocaba al mismo tiempo con manos y pies ocho o diez instrumentos, entre ellos un acordeón, unos platillos, un bombo y una flauta.
Otro tenía la rueda de la fortuna o la reolina, como la llamaba él, que era una rueda como la del barquillero, en la que se jugaba por dos cuartos, y podía tocar un abanico, un caramelo, cacahuetes, una peseta y hasta un conejo vivo.
Alvarito hizo varios conocimientos, más o menos distinguidos. Conoció al gigante Goliath y al enano Jimmy, que se exhibían en una barraca. El gigante Goliath era triste, apático y aprensivo; en cambio, el enano Jimmy era alegre, impetuoso y francamente optimista. A Goliath le asustaba la soledad y la noche; en cambio, a Jimmy, malicioso, burlón y atrevido, no le asustaba nada.
Otro amigo de Alvarito fue el dueño de un tiro al blanco y de un pim pam pum. Este hombre era un francés rubio, de gran bigote, llamado Cazenave, y tenía una hija de catorce a quince años, que era la encargada de cargar las escopetas para tirar al blanco. Cazenave y la señorita Atala se hicieron amigos de Alvarito.
Cazenave había sido antes titiritero; pero había perdido facultades y estaba un poco derrengado. La chica tenía la especialidad de bailar en la cuerda floja y de deslizarse por un alambre, agarrándose con los dientes a un cuero con una anilla. La señorita Atala era rubia, tirando a rojo; tenía los ojos claros, la cara cuadrada, con los pómulos salientes, y el ademán decidido. Era de San Juan de Luz y tenía aire de cascarota.
Durante el día la gente no acudía mucho a la feria; si iban era más bien a los puestos de juguetes y baratijas, y algunos a la cuatropea, o feria de ganados; pero cuando oscurecía y se cerraban las puertas de la ciudad, comenzaba la animación. Las luces de las barracas se encendían, sonaban las campanillas, el tambor, el bombo y el cornetín de pistón. ¿Quién decía que había miseria, guerra y calamidades? No había más que alegría, ruido, luces, voces, organillos, tíos vivos que iban dando vueltas y pim pam pum.
En la Taconera había paseo y solía tocar la música militar. Se veían muchachas elegantes, con su mantilla, muy coquetas, de ojos negros, jugando con el abanico y con la mirada, al lado de currutacos que las acompañaban y de militares que arrastraban el sable y lucían el uniforme.
Algunos, con bigotes a lo Diego de León y con melenas, se hacían los interesantes y tomaban actitudes melancólicas y románticas.
Al parecer, los militares tenían buenas fortunas entre las damas de Pamplona. El peligro hacía que las lides de amor tuvieran desenlace más rápido.
Las gentes se acercaban al mirador de la Taconera a contemplar la noche profunda y llena de estrellas, y veían en los pueblos hogueras y luces de los carlistas o de las compañías francas que recorrían aquellos pueblos. Así, la fiesta era más agradable, porque en medio de la sombra peligrosa e incierta que circundaba la ciudad se tenía la impresión de estar en tierra firme, segura y con luz.
A los ocho días de llegar a Pamplona, Chipiteguy le dijo a Alvarito que creía que el público se había cansado de las figuras de cera.
—¿Cree usted?…
—Sí.
—Yo no lo creo.
—Si yo conozco al público —contestó el viejo.
—¿Y qué va usted a hacer? ¿Marcharse?
—No; voy a llevar a la barraca el cosmorama y a ponerme de acuerdo con el hombre que lo tiene.
A Alvarito le pareció aquella una combinación bastante mala; pero no dijo nada.
Dos días después, Chipiteguy le indicó que, como las estampas del hombre del cosmorama estaban bastante estropeadas, le iba a encargar a Álvaro que las compusiera y arreglara.
—Pero yo no sé dibujar ni pintar para eso —advirtió Álvaro, un tanto alarmado.
—No importa. No se necesita gran cosa.
—Yo no sé si sabré hacerlo.
—Primero compones las estampas con engrudo —replicó Chipiteguy—, y luego las retocas un poco con pintura.
A Alvarito le pareció el encargo de mucha responsabilidad; pero prometió hacer la obra lo más concienzudamente que pudiera.
Como no era fácil que en la barraca ni en la galera se hiciese esto, que exigía cuidado y atención meticulosa, Chipiteguy indicó a Alvarito que se quedara en la calle del Carmen, y dijo en la casa que cedieran al muchacho un cuarto.
La dueña, que era una cerera, le llevó a Alvarito a un gabinete pequeño con una mesa, una cómoda con un Niño Jesús, con una bola de plata en la mano; un antiguo sofá verde, unas sillas, también verdes, y las paredes llenas de cuadros viejos, horribles, de santos.
Alvarito llevó allí el montón de estampas que había que restaurar, y se puso al trabajo con toda su buena fe. No se le ocurrió que lo único que se pretendía era alejarle de la barraca.
Cuando Álvaro le enseñó al viejo sus primeras restauraciones, a Chipiteguy le parecieron muy bien. Alvarito trabajaba durante todo el día. Unas veces borraba, otras limpiaba con jabón y agua caliente con mucho cuidado, restauraba lo que podía y dejaba las estampas a que se secaran en el suelo, sobre el sofá y la cómoda; una raya mal hecha, una tinta que se corriera, le preocupaba.
Por la tarde, con el chico de la casa, iba a pasear a la Taconera. El chico de la casa, hijo de la dueña, a quien llamaban Cholín, era carlista, como toda su familia. El chico le enseñaba a Alvarito las curiosidades de Pamplona y lo que a él, como carlista, le interesaba.
Fueron los dos a ver la ciudadela y el baluarte donde fusilaron, al principio de la guerra, a don Santos Ladrón. Cholín contó lo que dijo el general carlista cuando le obligaron a ponerse de espaldas para matarle, y cómo le sacaron, después de muerto, a él y a su teniente Irribaren por la puerta del Socorro a enterrarles en el cementerio.
Un cañonazo, disparado a media tarde, desde el mismo baluarte, anunció al pueblo de Pamplona que la sentencia estaba cumplida.
Cholín había conocido a don Santos Ladrón en Estella y le parecía un gran hombre.
También le enseñó Cholín la casa del paseo de Valencia, cerca de la Taconera, donde hacía poco los sublevados de las compañías francas habían matado al general Sarsfield, y en donde Espartero, como represalia, mandó fusilar poco después al coronel Iriarte y a sus compañeros, la mayoría masones y partidarios de la independencia del reino de Navarra.
A Cholín la idea de los masones le producía espanto. A Alvarito ya no le hacía ningún efecto.
La madre de Cholín, después de cenar, le contaba a Álvaro historias viejas de la ciudad. Ella había visto, desde su tienda, pasar al coronel Zumalacárregui una mañana fría de un día de octubre y salir por la puerta de Francia. Poco después se supo que estaba en Huarte Araquil, al frente de todos los carlistas.
Por qué Alvarito sentía cada vez menos entusiasmo por el carlismo, a medida que vivía entre carlistas, él no sabía explicárselo; pero así le pasaba.
Alvarito no quería abandonar a sus amigos de la feria, y por la noche, harto de las historias de Cholín y del carlismo, cuando se cerraban las barracas y los dueños y sus criados iban a pasear o se quedaban de tertulia cerca de sus instalaciones y de sus carros, Álvaro se reunía con ellos. La mayoría charlaba o jugaba a las cartas. La señorita Atala, la del tiro al blanco, fue varias veces con Alvarito a sentarse al mirador de la Taconera, de noche. A ella no le parecía mal el muchacho; pero a él no le gustaba la titiritera con sus aires de cascarota.
Ella tenía sus ilusiones raras de bohemia y trotacaminos; pensaba que el mundo feo y penoso en que vivía se iba a abrir en cualquier ocasión e iba a aparecer el palacio admirable con sus esplendores orientales. Cuál sería la palabra mágica, cuál el momento, no lo sabía.
Alvarito estaba entusiasmado con Manón y no hablaba más que de ella y de Bayona. A la señorita Atala, Bayona le parecía un pueblo horrible y aburrido.
A veces, la titiritera y el muchacho se sentían de acuerdo.
La decoración era inspiradora; aquellas noches templadas, con el cielo lleno de estrellas, la oscuridad de alrededor, las luces misteriosas en los pueblos lejanos, el alerta de los centinelas, todo ello hablaba a la imaginación.
En aquel exiguo grupo de titiriteros y saltimbanquis hubo durante la feria de Pamplona algunas pequeñas complicaciones.
El señor Montdidier Penhoel de Montbrisson tenía una mujer muy guapa y estaba celoso de ella. Madama Montdidier era una bordelesa morena, guapa, de ojos negros, un poco mujerona, un poco coqueta, y oía sin inconveniente a los que la galanteaban.
El físico del pueblo francés, monsieur Bazin, y el vendedor de lápices que no se rompían, míster Clarck, hombres de corazón volcánico, se enamoraron los dos de la bella madama.
El señor Bazin, el físico del pueblo francés, reunía más recursos que el señor Clarck; tenía primeramente un frac azul con botones dorados, y en su barraca, el palacio de las maravillas, una porción de cosas misteriosas: botellas de Leyden, pilas de Volta, una máquina neumática, etc., etc. Además, hacía en su laboratorio el trueno, el rayo y el granizo. El señor Clarck no tenía más que su cota de malla, su casco y el sable para hacer punta a los lápices.
Madama Montdidier se sentía inclinada a escuchar al físico del pueblo francés con curiosidad; pero míster Clarck, celoso del éxito de su rival, se lo comunicó al marido. Montdidier se indignó al conocer la simpatía de su esposa por aquel farsante, que pretendía hacer los rayos y el granizo en la barraca, e increpó al físico del pueblo francés, agriamente.
El físico contestó con arrogancia, y Montdidier llamó a Cazenave para que arreglara el asunto.
Cazenave decidió que lo mejor sería que el físico y el marino se dieran unas buenas morradas en la Vuelta del Castillo; pero, para pegarse, Montdidier tenía la desventaja de llevar los pelos largos, y, por otro lado, no se le podía indicar que se los cortara, porque era cortarle la alimentación.
En vista de estas consideraciones, se dio por terminado el asunto, y el físico no se volvió a acercar al matrimonio Montdidier.
Mientras Alvarito vivía en la calle del Carmen iluminando estampas, Chipiteguy intentaba realizar sus proyectos.
Primeramente fue con la carta de Gamboa al almacén de trigo de la calle Nueva, y vio las barricas. Eran cinco, bastante grandes. El encargado del almacén dijo que le harían un favor si las quitaban de allí. Podían llevárselas cuando quisieran. La cosa no era fácil. Chipiteguy hizo una prueba con un barril para ver si podía llevarle a la feria sin dificultad.
Llenó el barril de agua, y, al anochecer, lo puso en un carrito y salió a la calle. Al poco tiempo se le acercó un guardia y le preguntó qué llevaba. Le dijo Chipiteguy que era agua con un poco de lejía para limpiar sus figuras de cera.
El guardia le dijo que mostrara el agua del barril, o si no, que tenía que ir a la Alhóndiga.
Chipiteguy vio claramente que no era posible sacar las barricas enteras sin que lo notara nadie, y se decidió a desfondarlas en el almacén y sacar el contenido en sacos. Para esto tuvo que alquilar una parte del almacén y esta cerrarla herméticamente con unas tablas para que no pudieran espiarle.
Luego fueron Chipiteguy, Claquemain y Frechón con sacos al hombro, generalmente al anochecer. Unas veces salían por la calle Nueva y otras por la de San Antón, porque el almacén tenía entrada por estas dos calles paralelas.
Durante aquel tiempo, Chipiteguy hizo su combinación. La barraca de las figuras de cera se había cerrado. Todos los días, Frechón, Claquemain o Chipiteguy iban con sacos del almacén de la calle Nueva a la barraca.
A Alvarito le dijeron que se dedicaban a la compra de hiero viejo, cosa que le chocó bastante, porque este negocio tenía que ser poco fructífero teniendo que llevar la chatarra a Francia. Indudablemente, las figuras de cera, por nada que dieran, tenían que dar más. Cuando la mayoría de las estampas estuvieron preparadas por Álvaro, limpias y retocadas, Chipiteguy salió con que ya no había público, porque la feria se iba acabando, y que era mejor marcharse.
Pasados unos días, Alvarito vio con cierto asombro que llenaban el carro con las figuras de cera y que Chipiteguy alquilaba otro carro para la chatarra de hierro comprada, que en parte estaba muy roñosa y en parte pintada de negro.
Chipiteguy dispuso que Claquemain y Alvarito fueran con los dos carros, y que Frechón les esperaría antes de la frontera, en Valcarlos. Él iría poco después. Chipiteguy convidó a almorzar a sus tres empleados en una casa de comidas de la calle de la Mañueta, y al día siguiente se pusieron todos en marcha.
Chipiteguy despidió a Frechón, y, después de haberlo despachado, cambió, sin duda, de parecer, y dijo a Claquemain y a Alvarito que debían dirigir a San Sebastián con los carros. Él se les reuniría más tarde.
El viaje de Claquemain y Alvarito fue largo. Lo hicieron por Irurzun. El camino estaba malo, desfondado, deshecho por el paso de los cañones y de los carros de tropa.
A cada paso patrullas liberales y carlistas les detenían y les pedían los documentos.
Claquemain conocía gente en el camino; tenía mucho dinero, que le había dado Chipiteguy, y la marcha no ofrecía dificultades. A veces sucedía que Claquemain estaba borracho, y había que esperar a que se le pasara su borrachera. El hombre se manifestaba siempre malhumorado, y hacía todo lo posible para amargar la vida a Alvarito.