UN PROYECTO
MANASÉS León, el judío del barrio de Saint-Esprit, negociante en pequeño, era un judío pintoresco; la nariz corva, el labio inferior grueso, los ojos brillantes, detrás de unas antiparras que le daban aire de búho; el pelo lleno de rizos, el vientre abultado y los pies fenomenales y defectuosos. Vestía Manasés siempre un poco desastrado y hablaba de una manera suave e insinuante.
Manasés, muy amigo de Chipiteguy, había hecho con él varios negocios. Un día, Manasés León, que estaba en la tienda de Chipiteguy, en vez de salir a la calle, entró hacia el almacén, y dijo:
—Amigo Dollfus, tengo que hablar con usted.
—Usted dirá, Manasés.
—Tengo una noticia que no sé si podríamos aprovechar.
—Vamos a ver la noticia.
—Parece que uno de los capitanes generales de Navarra mandó recoger hace meses muchas cruces y custodias de plata de las iglesias de la provincia, abandonadas por los curas, y llevarlas a Pamplona. El capitán general anterior a este tomó la determinación de meter todos los objetos de plata en barricas y de guardarlos en un sótano de la ciudad. Se quería traerlos a Francia y venderlos. El capitán general actual ignora, según dicen, que haya este depósito, y los únicos que saben dónde está son el cónsul de España, don Agustín Fernández de Gamboa, y el posadero de la calle de los Vascos, Ignacio Iturri.
—¿Y usted cómo sabe eso, Manasés?
—Porque me lo ha dicho Gamboa.
—¿Y para qué se lo ha dicho a usted?
—Pues, sencillamente, por si yo encontraba alguien que se encargara de traer esos objetos hasta aquí. A un cristiano quizá no se hubiera atrevido a hacer la proposición; pero ya sabe que soy hebreo.
—¿Así que él quiere traer esos objetos a Bayona?
—Sí, eso pretende. La casa donde se guardan las barricas, llenas de cosas de oro y de plata, es de un conocido de Gamboa, y por lo que me he enterado, las barricas están a nombre de Iturri, que otra vez quiso traerlas a Francia, pero que no se atrevió.
—¿Y a usted qué se le ha ocurrido? —preguntó Chipiteguy.
—A mí se me ha ocurrido que podíamos enviar alguno de nuestros chatarreros a Pamplona con un carro a ver si le entregaban las barricas y las traía aquí.
—¡Qué ilusión!
—¿Le parece a usted?
—Claro. Así, tan fácilmente, eso es imposible. ¿Usted piensa que en un país en guerra van a dejar pasar un carro con barricas sin reconocer lo que va dentro?
—Sí, es verdad.
—De intentar esta aventura habría que traer ese tesoro de otra manera; tendría que ir a Pamplona uno mismo.
—¡Ir a España! —exclamó Manasés—. No, no; de ninguna manera. A mí no me pescan los carlistas de España. ¡Ca! Si desean entenderse conmigo, que vengan a mi tienda de Saint-Esprit y les venderé lo que quieran.
Manasés pensaba que llegar a España y ser desollado vivo como un perro judío sería cosa inmediata.
—Pues, amigo Manasés —dijo Chipiteguy—, despídase usted del proyecto, porque si cree usted que un carretero cualquiera le va a traer a usted esas barricas hasta aquí desde Pamplona, cree usted una tontería; y si piensa usted que si le dice al carretero a lo que va, después de pasar grandes peligros, él le va a traer las barricas a usted, para que usted se quede con ellas, pues piensa usted una candidez.
—Estoy convencido, Chipiteguy —murmuró Manasés—, hasta el punto de que no quiero ocuparme más del asunto. ¡Ir a España, no, nunca!
—Pues yo quizá intente ver qué hay en eso. ¿Cuántas barricas habrá?
—No sé. Hablan como si hubiera cuatro o cinco.
—Para traer eso habría que ponerse de acuerdo con el cónsul Gamboa —dijo Chipiteguy.
—Y quizá también con el posadero Iturri.
—¿Y valdrán mucho esas cosas de iglesia?
—Parece que sí —contestó el judío—. Son varias arrobas de plata. Gamboa supone que debe haber, además, oro y piedras preciosas.
—Hala, Manasés, vamos los dos —dijo Chipiteguy—; nos repartiremos el botín. Veremos lo que pueden hacer juntos dos viejos traperos, un judío de origen español y un ateo alsaciano.
—No, no. Yo no voy. Si usted es tan loco para ir allí, váyase. Yo no voy.
Chipiteguy dio muchas vueltas en la cabeza a la noticia de Manasés, y, después de pensarlo despacio, habló con don Eugenio de Aviraneta.
A Chipiteguy se le había ocurrido la idea de ir a Pamplona en un carro con sus figuras de cera y volver, si la cosa era posible, trayendo algunas o todas las barricas con la plata recogida de las iglesias navarras.
—No le aconsejo a usted que lo haga —le dijo Aviraneta.
—¿Por qué?
—Porque es peligroso.
—¿Qué es lo que no es peligroso?
—Está bien; pero usted no tiene necesidad de eso.
—Usted no tiene tampoco necesidad de andar por aquí intrigando.
—Amigo Chipiteguy: si usted, a su edad, se siente con deseos de aventura, no le digo nada. Adelante.
—Pues adelante. Estoy dispuesto. Yo quisiera, amigo Aviraneta, que usted viera al posadero Iturri y le preguntara qué sabe de esas barricas, cuántas hay, etcétera, etcétera.
—Vamos ahora mismo —dijo Aviraneta. Fueron a la posada de Iturri; el posadero estaba en la trastienda de su mercería y fonda. Aviraneta expuso a Iturri las pretensiones de Chipiteguy.
—Sí —dijo el posadero—; hay cuatro o cinco barricas en un almacén de trigo de la calle Nueva, de Pamplona. Yo no sé qué tienen dentro. Creo que pusieron las barricas a mi nombre.
—¿Y no sabe lo que hay dentro? —preguntó Chipiteguy.
—A punto fijo, no. No creo que haya inventario ninguno.
Como Chipiteguy insistió en ir a Pamplona, Iturri le dijo:
—Tenga usted cuidado, y no sea usted loco. La cosa es muy difícil, casi imposible.
Chipiteguy era terco y estaba decidido; le tentaba la aventura. Fue al Consulado de España a visitar a Gamboa; le dijo lo que le había contado Manasés y lo que quería hacer.
—¿Y usted mismo piensa ir? —le preguntó Gamboa.
—Sí; si se gana lo suficiente, yo mismo intentaré traer las barricas aquí.
—Yo no sé lo que vale eso —replicó Gamboa—. Si la empresa sale bien y trae aquí esa plata, le pagaremos los gastos que usted haya hecho y el veinte por ciento de la venta. Si sale mal y no puede usted traer esas barricas, le abonaremos sólo los gastos. ¿Le parece a usted bien?
—Sí; no me parece mal.
—¿De manera que se decide usted?
—Sí, me decido. Iré y probaré fortuna. Entrar en España no es difícil; lo difícil es salir, sobre todo trayendo las cruces y las custodias.
—Si quiere usted, le daré orden para que le entreguen esas barricas. Aquí está su descripción y su numeración. Se hallan puestas a nombre de Iturri, un posadero de Bayona.
—Sí; le conozco.
Gamboa le entregó los papeles y una orden reservada y sin firma para el amo de la casa de la calle Nueva, de Pamplona, donde estaban guardadas las barricas.
Chipiteguy se puso a estudiar el asunto. Toda la frontera española, desde Fuenterrabía hasta más allá de Roncesvalles, estaba ocupada por los carlistas, excepto el puente de Behovia. Los chatarreros que entraban en Navarra solían pasar por el campo carlista, en el que tenían conocimientos. Había que encontrar algunas influencias entre los partidarios de Don Carlos para que no pusieran dificultades al paso de un carro con las figuras de cera, cosa que no le había de ser difícil.
Chipiteguy alquiló una carreta de cuatro ruedas y dos caballos normandos, y dispuso llevar sus mejores figuras de cera para las ferias de San Fermín.
Claquemain y Frechón irían en la galera y Alvarito y él en un carricoche.
Claquemain había hecho el viaje varias veces; Frechón, aunque se enterara de lo que se trataba, no se escandalizaría, porque era anticlerical furioso, y, si exigía algo, se le taparía la boca dándole dinero.
Los preparativos se hicieron a la chita callando. Chipiteguy dijo a Alvarito cómo tenían que ir a Pamplona.
—¿Pero hay ferias durante la guerra en Pamplona? —preguntó el muchacho.
—No, ferias importantes no hay; pero van algunos pocos comerciantes, sobre todo franceses, y ganan muy bien, porque no hay competencia.
—¿Y se podrá pasar? —preguntó Alvarito.
—En eso estamos ya unos cuantos en tratos con carlistas y liberales. Los carlistas dejarán pasar los carros si paga cada uno unas pesetas; luego, cuando nos acerquemos a un pueblo del camino, Zubiri o Larrasoaña, nos uniremos a una compañía franca y con ella entraremos en Pamplona.
Se cargó la galera, se preparó un cochecito, y un día Chipiteguy dijo en su casa que a la mañana siguiente se marchaba a Pamplona a pasar unos días.
Manón, que se preparaba a ir a visitar a una familia amiga de la calle de l’Orbe, preguntó, extrañada:
—Cómo, ¿te vas a Pamplona, abuelo?
—Sí.
—No habías dicho nada.
—Es un proyecto que se me ha ocurrido de pronto.
—¿Y qué hay en Pamplona?
—Hay una feria.
—Pues llévame también a mí.
—No puede ser. Tú tienes que estar aquí al frente de la casa.
—¿Frechón?
—Viene conmigo.
—¿Y Alvarito?
—También.
—¡Qué habrás pensado, abuelo! Alguna cosa has pensado tú que no me quieres decir a mí.
—Nada, nada.
—¿No vas a hacer algo peligroso?
—No, no; no tengas cuidado.
—Porque ¿qué haría yo si me quedara sin mi abuelito?
—No, no haré nada peligroso; tranquilízate.
—Nos vas a tener inquietos en casa. Chipiteguy besó a su nieta, y le dijo que fuera a su reunión.
Al día siguiente, antes que Manón se hubiera levantado, Chipiteguy y Alvarito salieron en su carricoche por la orilla del Nive.
La galera con Frechón y Claquemain había salido anteriormente, y unida a otras varias y a un coche de un vendedor de lápices, marchó hacia San Juan de Pie de Puerto.
Tres días después entraban los coches y las galeras en Pamplona por la puerta de Francia y se instalaban en el paseo de la Taconera. Chipiteguy llevaba recomendaciones de Gamboa para el capitán general y para el jefe político, don Domingo Luis de Jáuregui.