II

LOS SUEÑOS DE ÁLVARO

MIENTRAS las figuras de cera estuvieron encerradas en el almacén constituyeron una obsesión para Alvarito. Le daban miedo, horror y repugnancia, y no quería acercarse a ellas. De noche, sobre todo, el pensar en el sótano le hacía estremecer. Era un antro de la locura, lleno de monstruos gesticulantes, de espectros horrorosos, que se amenazaban en un terrible silencio. Alvarito tenía el temor de que toda su vida la pasaría así, con la perspectiva de un sótano negro con figuras de cera.

Cuando comenzaron a llevarlas a la barraca pensó que ya se sentiría tranquilo; pero quedaba en la cueva el grupo de los asesinos, que era el que más le repugnaba y le inquietaba.

Alvarito era muy nervioso. Había vivido siempre excitado con las fantasías políticas de su padre y las ideas supersticiosas y fatídicas de la madre. Al principio, en casa de Chipiteguy, con la buena alimentación, había logrado robustecerse física y moralmente; pero aquellas malditas figuras de cera le obsesionaban y le quitaban toda tranquilidad. Constantemente se le aparecían en sus sueños.

Soñó una vez que la casa de Chipiteguy estaba encantada por maleficio misterioso y extraño. En los subterráneos había monstruos gesticulantes, sombras hórridas que se agitaban en el silencio; en el piso alto había un hada y un viejo mago, y alrededor un ambiente de locuras y de extravagancias.

Cuando se entraba en la casa se desfallecía, hasta tal punto, que en pocos minutos se quedaba uno anémico y exangüe y, al último, convertido en figura de cera.

De pronto, una mujer que le hablaba y a quien conocía, aunque en el momento no sabía quién era, le revelaba susurrando el importante secreto. Para no quedar encantado en aquella casa, era necesario no tocar el suelo. Era por el contacto con el suelo como se perdían las fuerzas. Entonces a Alvarito se le ocurría la idea de llevar una grúa de las que se levantaban en la orilla del río y colocarla cerca del Reducto, y por la cuerda descolgarse y entrar en casa de Chipiteguy.

Alvarito realizaba su proyecto con gran facilidad; bajaba por la cuerda y, balanceándose en ella, recorría la casa, sin pisar el suelo, y a todo lo que tocaba con una varita lo desencantaba al momento. De pronto comprendía que había sitios a los que no podía llegar, y entonces abandonaba la grúa y construía en unos instantes unos zapatos altos, de suela hueca, y comenzaba a andar por toda la casa, deslizándose con una gran facilidad; pero se encontraba una puerta cerrada y esta era su desesperación, porque no podía desencantar a una persona oculta por quien tenía gran interés y, a pesar del gran interés, no sabía quién era. Todas sus tentativas eran fallidas. Al empujar la puerta cerrada e intentar abrirla perdía sus fuerzas. No sabía por qué, hasta que miraba por un ventanillo y veía una muchedumbre de figuras de cera que sujetaban la puerta por dentro.

Aquel sueño se le complicaba con otro parecido. En el segundo sueño entraba por un ancho portal, subía por una escalera y pasaba a un campanario de una iglesia, lleno de gente, con unas grandes vigas en el techo, de las que colgaban un gran número de arañas, que subían y bajaban, haciendo gimnasia en sus plateados hilos. La gente era extraña y absurda; había un hombre pequeño, moreno y de bigote negro, vestido de mujer, que braceaba mucho al andar y miraba con gran petulancia; un tipo rechoncho, con la cara tiznada de carbón, que se parecía a Claquemain, y una mujer alta, seca, esquelética, con la mirada fría, el pelo rubio y vestida de militar.

Había chiquillos en el suelo, por entre las sillas, redondos y blancos como pelotas de goma, parecidos a los del cuadro de la Matanza de los inocentes, del salón de casa de Chipiteguy. Entre aquella gente rara, una figura cubierta con un antifaz le miraba a él con fijeza y le hacía estremecer.

De repente se entablaba una discusión entre dos curas delgados, pequeños y picados de viruelas, que decían algo terrible al moreno de bigote y vestido de mujer. Entonces, en lo más fuerte de la discusión, aparecía un hombre con anteojos, peluca y gabán gris, abría la boca y parecía gritar, pero Alvarito no le oía. Era el Voceador, el personaje de las figuras de cera del grupo de los asesinos. Alvarito se desesperaba al verle, y en su desesperación se despertaba.

Muchos otros sueños le produjeron al muchacho el recuerdo de aquellas malditas figuras de cera.

Alguna vez, al pasear por las orillas del Adour, vio surgir entre el boscaje al Asesino, que se le presentaba con el brazo levantado blandiendo su puñal.

Alvarito se hallaba predispuesto a creer en espectros y en aparecidos.

Sin embargo, se decía:

—Una figura de cera no puede tener alma. Soy un visionario.

Y este pensamiento, en parte, le tranquilizaba, aunque no siempre. También pensaba que los maniquíes, los autómatas, los peleles y los muñecos tienen como un reflejo de la personalidad del que los ha hecho, y a veces hasta voz como los espantapájaros del Tonkín, que con una botella rota y una cuerda suenan y chirrían y asustan a los gorriones.

En un libro viejo, encuadernado en pergamino, que tenía Chipiteguy, un antiguo tratado de supersticiones, Alvarito leyó que los sueños son de cuatro clases: divinos, naturales, morales y diabólicos. Los sueños naturales provienen del temperamento de las personas.

Los biliosos sueñan colores amarillos, querellas, disputas, combates e incendios; los sanguíneos sueñan con azafrán, jardines, festines, danzas, amores y diversiones; los melancólicos, con humo, oscuridad, tinieblas, paseos nocturnos, espectros, cosas tristes y muertes; los pituitosos, con el mar, los ríos, las navegaciones, naufragios, objetos pesados y obstáculos para la marcha.

Alvarito, al leer esto, pensó que él principalmente era pituitoso, con un poco de bilioso, otro poco de melancólico y una miaja de sanguíneo. Después comprendió que todo esto no era más que hablar y no decir nada.

Un día soñó que iba a caballo por un gran puente que avanzaba en el mar. A un lado y a otro se agitaban las olas y hervían las espumas en un verdadero caos.

Estas olas tenían a veces vagas figuras humanas y se levantaban severamente para decirle algo.

—¿Qué pasa? ¿Qué me quieren? —se preguntaba.

Las olas no llegaron a romper a hablar, y de este sueño, lo único que dedujo Alvarito al pensar en tanta agua, fue que él debía ser muy pituitoso.

Otra vez soñó que estaba delante de una gradería de figuras de cera y que en medio había un dandy con melena y frac azul, que reproducía los rasgos del pintor amigo de Ochoa que estuvo en la barraca el día de la inauguración y que cantaba, tañendo su lira, una canción romántica.

Alvarito no oyó lo que cantaba; pero el autor, con más costumbre de comprender a las figuras de cera, sospecha que el melenudo entonaba en su lira la célebre canción de la Ceroplastia o Balada de las figuras de cera, compuesta por el poeta Julius Petrus Guzenhausen, de Aschaffenburg, que dice así: