PERSONAJES HISTÓRICOS
ALBERTO Dollfus, alias Chipiteguy, tenía la manía de adquirirlo todo.
—La cuestión es almacenar, meter cosas en la tienda —decía él—. Siempre hay gente que quiera comprar.
El sistema no debía ser del todo malo, porque, al parecer, y gracias a él, el chatarrero se enriqueció.
Un poco antes de que Alvarito Sánchez de Mendoza entrase en casa de Chipiteguy, el trapero había comprado varias figuras de cera de desecho que vendía un señor David, Curtius para el respetable público, dueño de un gabinete de figuras ceroplásticas que pasó por Bayona.
Estas figuras, el señor David, alias Curtius, las vendió, la mayoría, desnudas, como si fueran odaliscas, para un harén, y otras en piezas separadas, cabezas, piernas, brazos, como si se tratara de un género de carnicería. La mayor parte de las figuras ceroplásticas no tenían más que el tronco, algo de pecho, las manos y los pies. Chipiteguy se decidió a dedicarse a la ceroplastia quirúrgica; pensó primero en restaurar sus figuras, y a algunas las fortificó, metiendo a unas un palo por la pierna, para que hiciera de tibia, rellenando brazos y muslos con paja de maíz. Después, con cera derretida, fue tapando los huecos de las caras y de las manos, y, hecha esta restauración, pintó las mejillas con albayalde y bermellón.
Chipiteguy, que conservaba guardados en su almacén muchos trajes de mujer y uniformes de todas clases, pensó que unos y otros podían servir muy bien para vestir sus figuras, y sacó de sus almacenes chupas, casacas, calzones, fraques azules, enaguas, pañoletas, peinetas y demás.
La andre Mari y la Tomascha tuvieron que remendar muchas medias y puntillas por aquellos días. El señor David se había desprendido de sus muñecos, porque, además de estar un poco estropeados, eran muy conocidos de su numerosa clientela, y el buen Curtius, celoso del interés de su espectáculo, quería sustituir sus personajes antiguos por otros nuevos de militares de asesinos y envenenadores de más prestigio y fama.
Algunas de las figuras de cera compradas por Chipiteguy estaban identificadas; pero otras, no. Probablemente el señor David, Curtius en la vida pública, había hecho pasar uno de sus muñecos unas veces por Enrique IV, otras por el gran Federico, por Mahoma o por el general Poniatowski, y había dama en cera que había sido, alternativamente, María Cristina de España, Ninón de Lenclos, la reina de Inglaterra y la querida de Fieschi, el de la máquina infernal, sin contar otros antiguos avatares, desacreditadores de la ceroplastia y de la iconografía.
Chipiteguy encargó a Alvarito que en los ratos perdidos mirase los periódicos ilustrados y las estampas de la trastienda para ver de identificar los personajes ambiguos y borrosos. Alvarito estuvo varios días pasando hojas y más hojas y llenándose de polvo, y no consiguió gran cosa. Entre las láminas que guardaba Chipiteguy había estampas raras, grabados antiguos alemanes de Alberto Durero y reproducciones de los cuadros del Bosco, de Holbein y de Cranach. Estas láminas se hallaban mezcladas con otras arrancadas de libros y con estampas populares de las Danzas de la muerte, de la Historia de los cuatro hijos de Aymón, de Genoveva de Bravante, de Los cuatro jorobados de Valladolid y con retratos y escenas de personajes de la Revolución francesa y el Imperio.
Chipiteguy puso también a contribución los conocimientos de un sobrino suyo, Marcelo Ezponda, ingeniero y profesor de una academia, aunque este se ocupaba principalmente de cuestiones de química y mecánica.
—A ver si tú, Marcelo, me iluminas en este asunto —le dijo Chipiteguy.
—¿Qué hay que hacer?
—Quisiera identificar a todas estas figuras de cera —indicó el viejo, señalando la fila de siniestros personajes, que estaban unos casi enteros, sustenidos en la pared, y otros a trozos en el suelo, como en un spoliarium.
—Querido tío —dijo Marcelo—: esto es más difícil de lo que parece a primera vista, porque hay tipos, claro está, a quienes se puede identificar sólo por la cara; pero a otros muchos, a la mayoría, se les conoce por los accesorios, por el peinado, por el uniforme o por la indumentaria.
Tan cierto es que los hombres, en general, tienen tan poco carácter, que si a los más ilustres y mejor dibujados se les quitan los accesorios históricos, los bigotes y las patillas, los galones y los penachos, un par de frases y otro par de anécdotas, no les conocería ni su padre.
El tío, el sobrino y Alvarito estuvieron haciendo cábalas acerca de quiénes podrían ser aquellos personajes, y llegaron a identificar a María Antonieta, a la Brinvilliers, a Mirabeau, Robespierre, Marat, Fouché, Fualdés, Paganini, Dantón, Fieschi con su querida, madame Roland y Robinsón Crusoe. Algunos no eran muy seguros; otros, por ejemplo, como Marat, con el cuerpo desnudo, encogido, como para ser metido en una bañera, con una herida en el pecho y un pañuelo atado a la cabeza, eran indudables.
Las demás figuras quedaron sin identificar. Algunas se comprendía que eran de varones, otras de hembras; no faltaban quienes tenían aire ambiguo.
A las figuras no identificadas, Chipiteguy y Marcelo les pusieron motes: el Inglés, el Diplomático, la Española. A una le llamaron la Dama bonita.
—Esta pícara tiene aire gracioso —dijo Chipiteguy—. Es alguna dama del antiguo régimen. Con su cara sonrosada y sus ojos azules, la estoy viendo riéndose de su marido y de sus galanteadores.
Alvarito la encontraba cierto lejano parecido con Manón.
Chipiteguy no se arredró por la dificultad de identificar sus figuras ambiguas y borrosas, y en colaboración de Alvarito decidió quién había de ser esta y la otra, y después de su decisión, sintiéndose tan Curtius como el señor David, puso a los personajes pelucas y patillas, pegadas o sujetas con tachuelas. Les encasquetó tricornios y morriones y los transformó en generales célebres de la guerra carlista. Los ultrajes a la ceroplastia eran continuos.
En Bayona, y en aquella época, este disfraz carlista de los personajes era lo que podía tener más interés para el respetable público.
Además de las figuras separadas, había un grupo de tres hombres, que por su actitud estaban asesinando a otro; pero el muerto faltaba. Estos tres vinieron vestidos. Uno de los asesinos, hombre joven, con los ojos torcidos, la boca de labios gruesos, la nariz chata, gorra en la cabeza y pañuelo rojo al cuello, levantaba el brazo, armado con un puñal. El otro, más viejo, rechoncho, fuerte, de mirada inteligente y viva, tenía un cuchillo medio oculto en la mano. El tercero, un testigo, unido a los dos asesinos por la fatalidad y por unos listones de madera, era un hombre que gritaba, pidiendo socorro, y abría mucho la boca, enseñando los dientes y las encías. Este tipo, que debía ser una persona honrada, tenía el pelo gris, la cara con muchas arrugas, anteojos, gabán y bastón en la mano. A pesar de su presunta honradez, era casi más antipático que los criminales unidos a él.
Chipiteguy pensó que podría llamarse al joven el Asesino, al otro el Patibulario y al viejo que gritaba el Voceador.
Todas las figuras de cera tenían ese aspecto horrible y feo, un poco de fantasma, de las obras ceroplásticas. Era un extraño carnaval de figuras inmóviles y sin expresión, aunque algunas tenían como un lugar común expresivo y amanerado.
Había tipos con aire de pedantería y de discreción, que parecían decir: «¡Ah!, no crean ustedes; nosotros también guardamos nuestro secreto».
Cuando estuvieron vestidos, se les arrimó a los personajes a la pared del almacén.
Manón, al verlos, sintió la repugnancia de aquellas figuras de aire hipócrita y pedantesco, y exclamó:
—¡Qué asquerosos tipos!
Luego pidió a su abuelo permiso para romperlos a pedradas.
—¡Hombre, hombre! ¡Qué chica! Tú eres iconoclasta. Déjalos. Después de todo, no te has de casar con ninguno de ellos —dijo Chipiteguy—, y ya verás cómo cada uno nos trae sus cuartitos.
La mayoría de los personajes fueron transformados en militares y guerrilleros de la guerra carlista, menos el grupo de los asesinos.
Aquellos tipos tenían aire tan repugnante y tan vil, que no podía transformárselos en guerrilleros. Tampoco se les pudo cambiar en monederos falsos. Lo más que se les hubiera podido convertir era en verdugos.
¿Qué crimen habían cometido? Chipiteguy no lo sabía. Su sobrino Marcelo dijo que quizá se podría averiguar el crimen leyendo las causas y procesos célebres; pero Chipiteguy pensó que, después de todo, no valía la pena. A aquellos tres siniestros personajes, unidos por el destino y por los listones que tenían al pie, no era tampoco fácil separarlos.
Chipiteguy pensó que debía guardar el grupo oculto hasta que se agenciara un asesinado de cera que tuviese un poco de aspecto. Estos tres personajes horribles fueron a parar a la cueva, envueltos en telas de sacos.
A Alvarito, el recordarlos le daba horror. ¿Por qué no le parecían unos peleles, armados con palos y llenos de hojas de maíz, como eran? ¿Por qué no los tenía por muñecos o maniquíes vestidos con ropas de prenderías? No sabía por qué, pero le hacían efecto. Sin duda, no era la cosa completamente extraña, porque el loco de la vecindad, a quien llamaban Abadejo, al ver los muñecos, se estremeció, le dio un ataque y empezó a dar gritos de melusina.
Se veía que aquellas figuras siniestras obraban en la gente de imaginación débil, perturbándolos. La ceroplastia tenía una acción indudable en el sistema nervioso.
Un día, Chipiteguy le dijo a Alvarito:
—Al ciudadano Marat le tenemos que hacer una herida mayor. Toma este cuchillo y caliéntalo en el fuego, en la cocina.
Alvarito hizo lo que le mandaban.
—Ahora —le dijo el viejo— húndeselo en el pecho al Ciudadano Marat.
—¿Yo?
—Sí. ¿Qué, te da miedo?
—No, no. ¿Por qué me va a dar miedo?
—Con cuidado.
Alvarito cogió el cuchillo caliente y lo clavó en el pecho del gran revolucionario. Chirrió la cera y quedó una como herida horrorosa, que luego se pintó de bermellón.
Chipiteguy no tenía idea buena. Buscaba lo impresionante, lo sensacional. A una de las figuras de mujer se le ocurrió ponerle un antifaz en la cara, con lo que la dejó más siniestra.
Cuando concluyó el arreglo de sus figuras, Chipiteguy construyó una barraca en la plaza de la puerta de España, donde solían tocar la música los soldados. Su instalación tuvo éxito. Durante mucho tiempo la gente fue por la tarde a ver las figuras de Chipiteguy. La barraca no tenía luz de quinqués de petróleo. Esto le daba al lugar un aire de cueva misterioso y siniestro.
A la entrada, para cobrar, solía estar una muchacha vestida de lentejuelas, y dentro había un francés ex carlista que explicaba la vida y las aventuras de cada personaje con gran lujo de detalles. Por entonces, las siluetas y tipos de los generales españoles liberales y carlistas no se conocían con exactitud, al menos en Francia, y Paganini, Fieschi y Robespierre, pelos más, pelos menos, podían pasar indiferentemente por Cabrera, Zurbano o Zumalacárregui…
Una tarde, poco después de la inauguración de la barraca de Chipiteguy, instalada cerca de la puerta de España, charlaban dos jóvenes elegantes con don Eugenio de Aviraneta, mientras contemplaban las figuras de cera.
Uno de los jóvenes era un pintor, que vestía como un dandy, frac azul, pantalón con trabillas y grandes melenas; el otro era Ochoa, el escritor.
—Oiga usted, don Eugenio —le dijo Ochoa a Aviraneta—, ¿qué cantidad de verdad hay en estos retratos?
Aviraneta se sonrió; era amigo de Chipiteguy.
—No están mal —dijo.
—Es curioso —exclamó el pintor—; las figuras de cera son más pintorescas y más típicas cuanto más estropeadas y viejas están.
—¡Ah, claro! No es obra artística —indicó Aviraneta.
—Indudablemente —dijo el pintor con petulancia—, las figuras de cera son algo atrayente, sobre todo para los chicos y la gente del pueblo. Es un espectáculo de gran curiosidad, emocionante…
—Pero al mismo tiempo, de extraña repulsión —indicó Aviraneta.
—Es cierto —añadió Ochoa—. Esta curiosidad y este atractivo son malsanos. Tiene todo esto la sugestión de la cosa prohibida y pornográfica; algo de la inquietud que produce la máscara, y al mismo tiempo, ese fondo malo, encanallado, histérico, que se revela en la curiosidad por los muertos, por las salas de disección, los gabinetes anatómicos y las operaciones.
Alvarito se puso a escuchar la conversación de los tres señores, porque le interesaba.
—¿A ustedes les produce repugnancia? —preguntó el pintor—. A mí me inspira más bien risa.
—A mí, una barraca de figuras de cera me parece un depósito de cadáveres de broma —murmuró Aviraneta.
—Sí, sí, tiene usted razón —dijo Ochoa—; a mí me parece lo mismo, y creo que la causa principal de esto es que todo en esas figuras sabe a muerto.
—Pues a mí, principalmente, todo ello me produce risa —insistió el pintor—; aquel general con su tricornio y su sable es de lo más grotesco que se puede imaginar.
—Los generales de verdad son más grotescos —afirmó Aviraneta.
—Yo creo que en una exhibición así, el recuerdo de la muerte es lo que se impone —siguió diciendo Ochoa—. El color de la cera es color de muerto, y, unido a la repugnancia que producen, los ojos de cristal, los pelos postizos y los trajes acusan más esta impresión.
—Mire usted qué monja —señaló el artista—. Es siniestra, ¿eh?
—Parece un fantasma —dijo Aviraneta.
—Sí, es horrible. ¿Cómo puede encontrar eso nadie bello? —preguntó el pintor.
—Hay gente para quien lo horrible es lo bello —replicó Ochoa.
—¡Bah! —exclamó el pintor.
—¿No lo era también para Shakespeare?
—Yo no he leído a Shakespeare —replicó el artista, como si esto fuese una superioridad.
—Un francés, ¿para qué va a leer nada extranjero? —exclamó Aviraneta—. Ellos lo tienen todo en casa.
—Es verdad —contestó el artista, sin notar la ironía de don Eugenio.
Alvarito escuchó con atención. Él no sólo no había leído, sino que no había oído hablar nunca de Shakespeare.
—En todo se acentúa la idea de muerte y de sepulcro —insistió Ochoa—; la cera tiene algo de carne, pero de carne muerta; los ojos vidriosos de cristal son ojos de cadáver; el pelo separado de la persona es de las cosas que más recuerdan al muerto. Las ropas, sobre todo usadas, hablan de un difunto: son como testigos de todo el bien y el mal que ha hecho un hombre de verdad en la vida, porque no es muy probable que el sastre las hiciera para muñecos. Todo lo que se reúne en las figuras de cera es funerario y sepulcral.
—Como tú, querido Ochoa —saltó el pintor—, que también estás funerario y sepulcral.
—El tamaño quizás influye también —añadió Aviraneta—. Si las figuras fueran mayores o menores que el natural, probablemente no darían tanto la impresión de cosas muertas; pero esos gabanes usados, esas gorras, esos sombreros, que los han llevado seguramente gentes vivas, nos sugieren un poco la vida del difunto.
—¡Qué macabros están ustedes! —exclamó el pintor.
—No, macabros, no. Insistimos un poco para aclarar —replicó Ochoa—. Indudablemente tiene usted razón, don Eugenio. El tamaño influye mucho. Es el del natural; por tanto, el del muerto. Aumentándolo o achicándolo, bastaría probablemente para quitar esa impresión. Un muñeco no da nunca esa sensación desagradable, porque no hay la posibilidad de confundirle con una persona. ¿Por qué la posibilidad de la confusión es tan desagradable?
—Es la posibilidad del fantasma, del espectro —dijo Aviraneta—. Un fantasma como una mosca o como un monte no podría ser fantasma asustador.
—Luego hay el otro punto —insistió Ochoa—. ¿Por qué una figura tan realista como una figura de cera no produce efecto artístico? Indudablemente, todas estas impresiones reunidas de curiosidad y de repulsión de que hemos hablado estorban para producir una sensación de suavidad y de dulzura. ¿Por qué el asesino con un puñal en la mano y la víctima con una herida de la que brota sangre nos son odiosas en figuras de cera y no en un cuadro?
—Resolver esa cuestión sería encontrar el tope del arte —dijo Aviraneta—, sería saber dónde están sus límites.
—Es cierto —añadió Ochoa—. No sabemos cuál es el límite del arte. ¿Por qué el pelo rubio o negro pintado en la tela está bien y, en cambio, la peluca rubia o morena sobre una figura de cera es repugnante? ¿Por qué los tiñosos de Murillo, en su cuadro Santa Isabel, son hasta bonitos, y, en cambio, un tiñoso en figura de cera sería aún más desagradable que en realidad?
—Sin duda, la realidad, y el hombre dentro de ella, es como un monstruo lleno de tentáculos —observó Aviraneta—, y unos de estos viven de aire y de luz, y otros, de sangre y de cieno; el arte los aprovecha, pero no puede aprovecharlos todos.
—Y las figuras de cera toman de la realidad esos tentáculos cenagosos, los más hundidos en el barro humano —añadió Ochoa.
—Es indudable —dijo Aviraneta.
—A mí lo que asombra —añadió Ochoa— por qué este arte de las figuras de cera, cuando llega a la suma perfección, no llega a la belleza. Ustedes habrán visto en el castillo de Potsdam la figura del gran Federico en cera.
—Yo, no —dijo Aviraneta.
—Yo, tampoco —repuso el pintor.
—Todos afirman que es de un parecido absoluto. Las facciones del rey de Prusia están vaciadas en la cara del muerto; el que pintó la cara conocía al gran Federico, y sus mejillas apergaminadas y sus ojos rodeados de un círculo morado son de una verdad completa. El traje y los accesorios son los mismos que usaba el rey; la peluca de estopa, el uniforme azul, desteñido y raído; las botas, el sombrero, la espada, la flauta, son los que él empleaba. Es casi la realidad… sin el espíritu.
—¿Y qué efecto hace? —preguntó Aviraneta.
—Igual que estas figuras de cera. Da repugnancia y miedo —contestó Ochoa.
Quizás iban a seguir los comentarios, que Alvarito oía muy interesado, cuando se presentó Chipiteguy, que saludó afectuosamente a Aviraneta.
—¿Quién es este tipo? —preguntó el pintor a Ochoa.
—¿El viejo? Es el dueño de las figuras de cera.
—No; el otro.
Ochoa le explicó quién era el conspirador, y el artista estuvo contemplando a Aviraneta.
—Es un tipo curioso —murmuró—; tiene una bonita cabeza.
—Sí, es un poco águila o buitre.
Alvarito escuchó con atención aquellas teorías acerca de la ceroplastia que expusieron los tres señores, y pensó sobre ellas. En muchas cosas estaba conforme.