V

PRIMEROS EFECTOS DEL SIMANCAS

EN aquellas circunstancias, Aviraneta vio con claridad que el núcleo fuerte del carlismo se encontraba en Maroto y su gente. Si se quería deshacer el carlismo había que atacar a Maroto por todos los medios posibles.

Era el momento de introducir el Simancas, el conjunto de documentos falsos fabricados por Aviraneta, en el real de Don Carlos.

La cosa no era fácil; había que hacer que el Simancas pasara a manos del pretendiente, como si llegara del campo carlista; sin producir desconfianza alguna acerca de su autenticidad, legitimando su procedencia. ¿Quién podía llevar los documentos? Un partidario de la reina sería sospechoso para la gente del real; un carlista, ganado por dinero, muy expuesto. Sólo un legitimista francés que hubiese estado a sueldo podía desempeñar con relativa facilidad esta misión peligrosa, para la cual, indudablemente, se necesitaba valor y perspicacia.

Aviraneta había conocido a Frechón, el dependiente de Chipiteguy, en la casa del Reducto, y había hablado con él en la posada de Iturri. Pensó que quizá él le podría servir.

Don Eugenio le llamó, le halagó un poco, le escuchó con atención, y le dijo que volviera, quizá entre los dos podrían hacer un buen negocio.

—¿Usted se atrevería a ir a España con una misión? —le preguntó Aviraneta.

—No; ahora no puedo ir.

—¿No tiene usted algún conocido de confianza para darle un encargo difícil para España?

—¿Un francés?

—Sí.

—Tengo un amigo que quizá sirviera.

—¿Ha estado en España?

—Sí, muchas veces. Ahora que ha trabajado para los carlistas.

—¡Ah!

—Pero lo mismo le da trabajar por los liberales.

—¿Y habla español?

—Tan bien como usted.

—¿Quiere usted avisarle?

—Sí; ¿pero qué gano yo con eso?

—Hombre, dígame usted qué quiere que le dé por la noticia.

—Nada; yo traeré a ese amigo mañana.

Al día siguiente Frechón se presentó en el hotel de Francia con su amigo Pablo Roquet. Roquet era un comerciante que había tenido una casa de comisión en Behovia; tipo de hombre de vida misteriosa, que hablaba tan bien el español como el francés.

Roquet se presentó como un señor amable, de unos cuarenta años, moreno, delgado, con el pelo que comenzaba a blanquear en las sienes, vestido de negro. A pesar de su aspecto relativamente joven, tenía más de cincuenta años.

Le citó don Eugenio para el día siguiente; lo tanteó, y vio que era hombre muy hábil y muy insinuante. Tomó informes suyos, y supo que había quebrado varias veces, que era viudo y que vivía con una modista. Doña Paca Falcón conocía a esta pareja.

Roquet tenía algo de reptil, quizá sin mucho veneno; buscaba el enriquecerse, a poder ser, sin perjudicar a nadie. Si se perjudicaba alguien, ¿qué se iba a hacer? El torpe que se fastidiara.

Propuso Aviraneta a Roquet que fuera él el encargado de introducir en el real de Don Carlos el conjunto de documentos falsos, bautizado con el nombre de Simancas.

Roquet era, sin duda, persona muy apropiada para comisión semejante, y comprendió en seguida su importancia.

Roquet exigió al principio mucho dinero, y amenazó un poco insidiosamente con descubrir el hecho a los carlistas. Aviraneta pensó que había dado un paso en falso y se alarmó. Por una inspiración momentánea, fue a visitar a un antiguo policía retirado, el señor Masson, que vivía en una casa de campo de los alrededores de Bayona, y le pidió datos sobre Roquet. Masson se los dio, y le mostró una ficha que guardaba de él.

Pablo Roquet, llamado Juan Filotier, alias La Ardilla, alias La Dulzura, había vivido en Burdeos con el nombre de García, y era conocido en Bayona por Roquet. Era un individuo hábil, metido en negocios difíciles. Había vivido bordeando el Código Penal hasta caer en su red. Había estado procesado varias veces por estafa y pasado mucho tiempo en la cárcel. Con estos antecedentes, Aviraneta esperó a Roquet a pie firme, y se entendieron.

Roquet, cuando vio que Aviraneta conocía sus antecedentes, se amansó. Aviraneta le dio lo que pudo y le prometió varias cosas, unas factibles y otras imaginarias. Se pusieron de acuerdo Roquet y don Eugenio en lo que se había de decir al llevar el Simancas al real de Don Carlos. Aviraneta había inventado una historia. Era así:

Un legitimista francés de escasos recursos, que habitaba en Bayona y que alquilaba un gabinete con su alcoba, había tenido como huésped a un español que llevaba como equipaje un baúl y una maleta. Este español, después de pasar un mes en la casa, tuvo que salir precipitadamente y sin equipaje de Bayona; sin duda, alguien le perseguía. El español recomendó al francés legitimista que le alquilaba el cuarto que tuviera cuidado con su baúl y su maleta. Unos días después, el hijo del legitimista, un muchacho de diez a once años, jugando, encontró una llave en un rincón, ensayó si la llave venía bien para el baúl, lo abrió y halló dentro unos documentos y una caja de cartón. El chico los miró y se los enseñó a su padre, que se enteró de lo que eran. El legitimista, por un lado, quería que lo que había descubierto por casualidad sirviera a Don Carlos; pero, por otro, no quería aparecer como un hombre capaz de un abuso de confianza…

—Está bien —dijo Roquet al oír la explicación.

Ya puestos de acuerdo los dos, don Eugenio escribió una nota para que Roquet se la entregara a los jefes Lanz y Soroa, que ya de antemano habían estado en relaciones con él y que eran de los afiliados al partido apostólico.

Les decía en la nota lo siguiente:

«Existe una trama infernal contra Don Carlos, de la cual es jefe Maroto. Maroto proyecta inutilizar para siempre a Carlos V. Esta conjuración se rige por una sociedad secreta, establecida entre los generales marotistas del real, y esta sociedad, de fines siniestros, depende de otra instalada en Madrid, la Sociedad Española de Jovellanos, que es, en principio, masónica. La sociedad de Jovellanos y la marotista del real se comunican por un comisario que habita en Bayona. Gran parte de los documentos que prueban la conjuración están en poder de una familia francesa legitimista que vive en los alrededores de Bayona. El dador podría conseguir algunos de esos papeles.»

Aviraneta pensó que para aquellos fanáticos intransigentes la existencia de una sociedad secreta así no era cosa muy difícil de creer, porque ellos mismos tenían sociedades secretas, verdaderos clubs, en que se conspiraba contra Maroto.

Roquet, bien aleccionado, marchó a España, y días después, al volver, se entrevistó con Aviraneta. Había hablado con Soroa, con Aldave, que era jefe de la frontera, y con Lanz, y decían estos que necesitaban pruebas de la traición de Maroto. Aviraneta redactó otra explicación, y unió a ella tres cartas, que en el argot de la masonería se llaman planchas, en las cuales aparecía Maroto nada menos que como Gran Oriente, y una comunicación de la Sociedad Española de Jovellanos, S.E.B.J., firmada por el Directorio General Jovellanos, en la que se aludía a Maroto claramente y al proyecto de transacción entre moderados cristinos y carlistas. El comunicado terminaba con estas palabras: «Salud, Moderación y Esperanza».

Roquet fue a Tolosa, y se avistó de nuevo con Soroa y otros militares del bando exaltado y les mostró las cartas en las cuales Maroto figuraba como gran jefe de la masonería.

El revuelo que produjo aquello fue enorme. Los militares carlistas tuvieron una junta magna, y nombraron una comisión para visitar a Don Carlos en Durango; pero al pedir audiencia al rey, los marotistas que lo tenían continuamente cercado, consiguieron que se la negasen.

Volvieron los de la comisión a Tolosa, celebraron otra asamblea, y en esta algunos oficiales propusieron matar a Maroto; pero uno de los comandantes jóvenes, un alavés, se opuso; dijo que no, que era indispensable primeramente apoderarse de todos los documentos que había en Francia acusadores de Maroto, y, teniéndolos, prender al general, llevarlo ante un Consejo de guerra, juzgarlo y condenarlo a muerte legalmente.

La junta se conformó con esta opinión, y como todos estaban ansiando tener los documentos acusadores contra Maroto, le indicaron a Roquet que volviera a Francia y que los llevara.

Para facilitarle la empresa le dieron escolta y una contraseña para el cura de Sara. El cura de Sara, agente carlista, al saber la comisión de Roquet, le acogió con gran entusiasmo, y le dio una carta para que visitara en Guethary al obispo de León.

Roquet se presentó con gran misterio el 9 de junio al obispo; le contó a solas, sin que estuviera delante su secretario, lo que había pasado en Tolosa con los militares, y le mostró las tres cartas masónicas en las que aparecía Maroto como gran jefe de la masonería.

El obispo Abarca quedó petrificado y asustado; apenas se atrevió a tocar aquellos papeles infernales; pero, por otra parte, se alegró de que hubiera datos para probar la traición de Maroto y aplastarlo para siempre.

—El asunto es importantísimo —le dijo el obispo a Roquet—. Yo quisiera tener conferencia con ese francés que posee los documentos, con esa alma pura y noble que la divina Providencia ha dispuesto sea el instrumento de salvación de la preciosa vida de Su Majestad.

Al decir esto el obispo unió sus manos cruzadas a la altura de la boca y puso los ojos en blanco.

Al deseo expresado por el obispo contestó Roquet diciendo que el francés legitimista que tenía los documentos no quería dar la cara, porque se hallaba en una situación económica angustiosa y pretendía un destino del Gobierno de Luis Felipe, y no le convenía aparecer como carlista y menos como hombre capaz de hacer un abuso de confianza. Que lo que quería este francés era algún auxilio en dinero.

—Lo tendrá. Lo tendrá —dijo el obispo.

Inmediatamente don Joaquín Abarca mandó que les sirvieran el almuerzo a Roquet y a él, y después decidió ir con el francés a Bayona a visitar a Miñano.

En el camino, el obispo no hizo más que hablar de aquellos preciosos documentos. Al llegar a Bayona fueron Roquet y él al seminario a buscar al cura Echevarría, que estaba alojado en una celda.

El día anterior, Aviraneta había enviado a don Francisco Xavier Sánchez de Mendoza a casa de Labandero.

Don Eugenio le indicó al hidalgo que dijera que se habían encontrado datos sobre la traición de Maroto, y le convenció de que fuese a casa de Labandero, y si no a la de Lamas Pardo, y le contara a cualquiera de ellos, sin nombrarle a él, por supuesto, que se habían encontrado pruebas fehacientes de que Maroto pertenecía a la masonería, en la que tenía un alto cargo, y de que estaba preparando una gran traición.

Sánchez de Mendoza era conocido entre los carlistas como fiel a la causa y hombre de buenas intenciones, aunque fantástico y muy crédulo.

Labandero, al oír a Sánchez de Mendoza, no dio gran crédito a la noticia; pero, por si acaso, avisó a Echevarría por si quería ir a su casa. Estaban hablando los tres, cuando aparecieron Roquet y el obispo de León, que venían del seminario.

Al ver las cartas masónicas del Simancas, Echevarría y Labandero se quedaron maravillados.

Al día siguiente, Sánchez de Mendoza llamó a don Eugenio, y, confidencialmente, le contó con detalles lo que había ocurrido.

Al parecer, cuando llegaron el obispo Abarca y Roquet, a casa de Labandero y mostraron los papeles, decidieron todos tener una junta con el abate Miñano.

Echevarría avisó a don Basilio García y a don Florencio Sanz; Labandero, a Lamas Pardo; Pecondón apareció con el conde de Hervilly, y todos, en varios grupos, fueron a casa de Miñano. Sánchez de Mendoza quedó muy admirado al saber que el abate trabajaba por los carlistas y al ver su casa lujosa, su biblioteca llena de libros raros, los cuadros y los muebles.

En el despacho de Miñano, a puerta cerrada y con el mayor secreto, Roquet mostró las tres planchas masónicas. Pasaron de mano en mano y las examinaron con cuidado. A ninguno se le ocurrió la idea de una mistificación y que aquello podía ser una falsedad.

—¿Qué hacemos? —preguntó el obispo.

—Hay que comunicar eso a don Carlos —contestó Miñano.

—Y cuanto antes —añadió Echevarría.

—¿Usted no tiene un agente en el real? —preguntó Miñano al obispo.

—Sí; Enciso.

—Pues escríbale usted para que facilite el paso del señor Roquet a presencia de don Carlos.

El obispo de León estaba asustado y no se atrevía a escribir la carta por temor a comprometerse.

—¿Cree usted que sea necesaria? —preguntó varias veces a Miñano.

—Sí; me parece indispensable.

Entonces el obispo redactó un corto billete, que decía así:

«Señor don Miguel Enciso:

Tenga la bondad de hacer que el dador pueda hablar con nuestro principal en un asunto importante de comercio.

A.»

Al terminar la reunión Sánchez de Mendoza dijo en tono solemne y melodramático:

—Ahora, guerra a muerte a Maroto. ¡Abajo el traidor!

—¡Abajo! —contestaron todos con frialdad, pensando, sin duda, que era inoportuno dar gritos en una reunión secreta.

Después de muchas cábalas acerca de las consecuencias que podía tener el descubrimiento de las planchas masónicas, los apostólicos, en grupos, volvieron a Bayona.

Las reuniones en casa de Miñano se convirtieron con el tiempo en una junta carlista y apostólica, dirigida por el obispo de León, Echevarría, fray Antonio Casares y Labandero, y en la que hacía de secretario Sanz, el hermano del general navarro, fusilado en Estella.

Maroto lo supo un mes más tarde, y en un escrito que publicó, decía:

«Todos los avisos y partes que recibo por diferentes conductos indican una próxima revolución en el ejército y las provincias, la que parece es fomentada más particularmente por fray Antonio Casares, capuchino pagado que servía de capellán en el quinto batallón de Navarra; por el reverendo obispo de León y por el oficial que fue de la Secretaría de la Guerra, don Florencio Sanz, secretario actualmente de una junta formada en Bayona, compuesta de los expulsados, y con acuerdo del cónsul en dicha plaza, por el Gobierno usurpador y revolucionario, en la cual hace también su papel el inmoral abate Miñano y otros inficionados en sus mismas doctrinas.»

Maroto se engañaba respecto a Miñano, porque el abate no estaba inficionado en ninguna doctrina; más bien había conseguido desinficionarse de todas.

Al día siguiente, Roquet y don Eugenio tuvieron una larga conferencia en casa de Iturri; se pusieron de acuerdo en los más pequeños detalles, y poco después salía Roquet camino de España. El obispo de León le indicó al agente que si veía a Don Carlos le dijera que él, Abarca, garantizaba la verdad de la existencia de las cartas masónicas de Maroto.

Dos días más tarde estaba el francés en Tolosa, veía a don Miguel Enciso, le entregaba la carta del obispo de León, y después, juntos, Enciso y Roquet, encargaban al coronel Soroa que se presentara al pretendiente con las cartas masónicas y con el recado del obispo de León.

Soroa y Roquet marcharon a Oñate, y Roquet fue presentado al intendente general, don Juan José Marcó del Pont, que unos días más tarde dejó su cargo de intendente para ser ministró de Hacienda.

Marcó de Pont era enemigo rabioso de Maroto y enemigo desenmascarado.

Hacía unos días que Espartero había enviado a Maroto un periódico de Madrid, que contenía copia de las cartas interceptadas enviadas por Arias Teijeiro desde el campo de Cabrera a Don Carlos, cartas dirigidas bajo sobre a Marcó del Pont y en las que se insultaba y ponía como un trapo a Maroto.

Maroto estaba dispuesto a echarle el guante a Marcó del Pont y a fusilarle. Marcó lo sabía, y el odio se le acrecentó con el miedo.

Marcó del Pont se enteró del asunto de las cartas masónicas y llevó a Soroa y a Roquet a presencia de Don Carlos.

El pretendiente examinó las tres cartas masónicas; las leyó, reflexionó, y dijo, disimulando la gran impresión que le producían (su único talento era este: disimular).

—Esto, en el fondo, no tiene mucha importancia. Ya sabía yo que entre mis generales había algunos masones.

—Señor —replicó Soroa, poniéndose rojo de indignación, con una violencia de vasco fanático—: Los generales que estén en el ejército carlista y pertenezcan a la masonería, no pueden ser más que traidores.

—Sí; yo también lo creo así —dijo Don Carlos. Roquet calló.

—¿Y los otros papeles? —preguntó el pretendiente.

—Los otros papeles los tiene ese señor legitimista de Bayona —contestó Roquet.

—¿Usted los ha visto?

—Sí.

—¿Qué son?

—Hay un pliego grande de papel que tiene este título: «Cuadro sinóptico del Triángulo del norte de España»; en él hay muchos óvalos a manera de lente, pintados de verde y rojo.

—¿Hay nombres?

—No; en el centro de cada óvalo hay un número. En el lado de los verdes hay un letrero que dice: «Civiles». Y en el de los rojos, se lee: «Militares». Encima del pliego, a la cabeza, hay muchos números y jeroglíficos que no hemos sabido descifrar. Hay, además, una cajita de cartón con una esfera, con el nombre de «Esfera de luz», llena de signos parecidos a los de estas cartas.

—¿Y cómo ha llegado todo esto a Bayona? —preguntó Don Carlos.

—Este legitimista que quiere presentar estos papeles es un hombre que se encuentra en mala situación y suele alquilar un gabinete con su alcoba. A este gabinete vino un español con su equipaje y estuvo unos cuantos días; pero parece que alguien le perseguía, o que le mandaron algún recado urgente, porque el caso fue que tuvo que escaparse y recomendó al señor legitimista, dueño de la casa, que tuviera cuidado con su baúl. En esto, el hijo del legitimista, un muchacho de doce a trece años, abre por curiosidad el baúl se encuentra con el pliego pintado y con la esfera de luz, y creyendo que eran juguetes, se los enseña a su padre.

—Y ese señor francés, legitimista, ¿no querría venir él mismo aquí con sus documentos? —preguntó el pretendiente.

—No quiere, porque no le conviene que se sepa su nombre —contestó Roquet—. Está haciendo gestiones para conseguir un destino con el Gobierno francés, y si se supiera que había violado un secreto, tendría por ello muy mala nota.

—Yo le daría una cruz o un título si me proporcionara esos papeles —dijo el pretendiente.

—Él no está en situación para desear distinciones. Él no quiere más sino hacer este servicio a la causa de Su Majestad para que vea quiénes son los que le rodean. Él dejaría los papeles durante quince días para que los examinaran detenidamente, bajo palabra de honor de que se los habían de devolver, y pediría por esto tres mil francos.

—Bueno, pues se le darán —dijo el pretendiente.

Por lo que contó Roquet, tanto Don Carlos como Marcó del Pont estaban inquietos y recelosos y al mismo tiempo muy satisfechos con la perspectiva de dar la zancadilla a Maroto y acabar definitivamente con él. Hablaron el rey y el ministro largo rato, retirados a un lado de la habitación. Don Carlos pensó en escribir una orden al gobernador de Vera para que facilitase y diese escolta a la persona portadora de los documentos cuando se presentara en la frontera; pero, al ir a escribir la nota, Marcó del Pont dijo que él mismo acompañaría a Roquet hasta Vera, y diría al comandante de esta villa fronteriza, coronel Lanz, que cuando Roquet volviese de Bayona le llevasen con escolta hasta el real.

El francés se comprometió a llevar los documentos, y Marcó del Pont le aseguró que, después de comprobar su autenticidad y su importancia, le entregaría tres mil francos para el legitimista y otros tres mil como garantía de que se le devolverían todos los papeles.