III

LOS EXPULSADOS

UNOS días después de los fusilamientos de Estella fueron expulsados como integrantes por Maroto, más de treinta personas de las principales de la corte de Don Carlos, que pertenecían al partido apostólico. Estas personas marcharon a Francia escoltadas por una compañía alavesa, al mando del general Urbiztondo, que llevaba como ayudantes al coronel Eguía y al teniente coronel Errazquin.

Al llegar a Vera hubo entre los desterrados grandes discusiones y protestas. Estaban allí el obispo de Abarca con su secretario, Pecondón; el canónigo guerrillero, don Juan Echevarría; don José Arias Teijeiro; los generales Uranga, Mazarrasa y García; el brigadier Valmaseda, el padre Larraga, el médico don Teodoro Gelos, cirujano de Don Carlos; el padre Domingo de San José, predicador del real. Estaban también don Diego Miguel García, el que había sido confidente del general González Moreno cuando se preparó la emboscada a Torrijos en Málaga, y doña Jacinta Pérez de Soñanes, alias la Obispa.

Al pisar suelo francés, cada uno de los desterrados expuso su preocupación. Arias Teijeiro, el galleguito herborizador, ardía por vengarse de Maroto, y pensaba marchar cuanto antes a reunirse con Cabrera en el Maestrazgo; el canónigo don Juan Echevarría esperaba sublevar las tropas navarras contra Maroto, y apoderarse del Poder; don Diego Miguel García se preocupaba únicamente de sus maletas, llenas de dinero; doña Jacinta pensaba en su querido obispo de León, y este hablaba de los dolores del Crucificado, considerando, sin duda, sus gruesas nalgas y su abdomen piriforme como semidivinos; Arias Teijeiro habló a todos sus partidarios, dándoles instrucciones, y como el coronel Aguirre quería volver al valle de Araquil, donde estaban acantonadas las tropas que mandaba él, le instó a que abandonara el proyecto y entrara en Francia, pues de lo contrario se exponía a que Maroto le hiciera fusilar, abriendo de nuevo la causa por la muerte del brigadier Cabañas, en la que Aguirre estaba complicado.

Aguirre se decidió por ir a San Juan de Pie de Puerto a esperar el levantamiento anunciado de los apostólicos, y los demás personajes se dirigieron a San Juan de Luz, desde donde el Gobierno francés los envió a distintos puntos próximos.

Al parecer, el general Urbiztondo, al llegar a la raya de la frontera, se despidió de los carlistas con gran indiferencia, lo que indignó a los desterrados, que, a voz en grito, le acusaron de traidor.

Don Antonio de Urbiztondo y Eguía, donostiarra, era poco clerical, y, a pesar de estar entre las filas carlistas, se le tenía por contagiado con el liberalismo y por francmasón.

Sus ascendientes, los Urbiztondo, de San Sebastián, habían sido revolucionarios y afrancesados, hasta el punto de trabajar por la separación de Guipúzcoa de España y su incorporación a la República francesa durante la primera revolución, por lo que fueron condenados a penas graves por un Consejo de guerra español.

Don Antonio de Urbiztondo tenía la levadura liberal. Se contaba que en un pueblo de Cataluña, donde mandaba como general las tropas catalanas, alojó en un convento algunos de sus soldados y pensó en llevarse las cañerías y los cacharros de plomo que encontró allí para fundir balas.

El delegado castrense por Don Carlos en el Principado, que era el obispo de Mondoñedo, negó el permiso para ambas cosas, considerando la tentativa una irreverencia y un sacrilegio, y Urbiztondo, con gran desdén, contestó: «Que únicamente así se podía hacer la guerra; que si hubiera objetos de plomo en las iglesias, se apoderaría de ellos, aunque se ofendiera el obispo, y que se llevaría, con permiso o sin él, hasta las zapatillas del Papa, si eran de plomo».

Estas palabras produjeron en el partido carlista un asombro y una indignación, que fueron, en parte, causa de que Urbiztondo estuviera mucho tiempo de cuartel, hasta que Maroto, nombrado general en jefe, le llevó de nuevo al servicio activo.

Urbiztondo, por equivocación, había sido carlista. Era un militar inteligente, hombre de mucho nervio. Fue de los buenos generales del carlismo. Pasado al ejército de la reina, después del Convenio de Vergara, fue capitán general de Filipinas, en cuyo mando estuvo muy acertado; después, ministro de la Guerra con Narváez, en 1856, y al año siguiente murió en un duelo en un salón del Palacio real, por una cuestión de etiqueta, batiéndose con un oficial que le había prohibido la entrada. Al menos esta fue la voz popular.

—Probablemente —dijo Urbiztondo a los desterrados al llegar a la frontera—, pronto tendré yo también que venirme a Francia.

—Es muy posible —le contestó doña Jacinta de Soñanes, la Obispa, con retintín—; pero no será por la misma causa que nosotros ni por el mismo camino.

—Sí, es posible que salga por Behovia —replicó el general, sin dar ninguna importancia a la alusión.

Esto ocurría a principios de marzo.

Ya habían llegado a San Juan de Luz y a Bayona los expulsados por Maroto, cuando un día el cónsul Gamboa llamó a don Eugenio de Aviraneta y le dijo:

—Deseaba mucho hablar con usted, y hoy mismo pensaba llamarle.

—¿Qué pasa?

—El subprefecto y yo estamos todavía indecisos sin saber qué partido tomar con los personajes carlistas expulsados por Maroto.

—Pues, ¿por qué?

—El subprefecto es de opinión que se interne a esos carlistas en cuarenta o cincuenta leguas de la frontera. Yo no sé qué hacer. He preguntado al Gobierno, que no contesta. ¿A usted qué le parece?

—Hay que dejarles vivir en la frontera —contestó don Eugenio—. ¿Para qué internarlos? El vigilar a un político, no teniéndole encerrado en la cárcel, es imposible. Además, estos emigrados, con sus maniobras, nos han de ser útiles a nosotros.

—¿Cree usted…?

—Claro que sí. A nosotros no nos pueden hacer daño alguno.

—¿Supone usted que conspirarán?

—Están conspirando ya.

—¿Contra quién?

—¡Contra quién ha de ser; contra Maroto!

—¿Usted supone que eso nos conviene?

—Claro que sí. Hoy, Maroto es la única fuerza respetable del carlismo. Alejar de la frontera ese foco de discordia para los enemigos sería una verdadera tontería.

—Sí. Quizá tenga usted razón. ¿Usted cree que esa gente tiene algún plan determinado?

—Sí; sus propósitos son sublevar los batallones navarros contra Maroto.

—¿Quién los dirige?

—El principal caudillo es el cura Echevarría.

—¿Y usted cree que alcanzarán su objeto?

—Creo que se sublevarán más pronto o más tarde.

—Su éxito no sería un bien para nosotros. Harían de nuevo la guerra cruel.

—¡Bah! No tendrán éxito. No harán más que dividirse.

Gamboa comprendía que lo que le decía Aviraneta era muy lógico, y decidió indicar al subprefecto que no se molestara a los desterrados.

Esta fue la razón por la cual las autoridades francesas dejaron en Guethary al obispo de León; en Bayona y sus alrededores, al cura Echevarría, a don Basilio y a otros jefes carlistas, y al coronel Aguirre, en San Juan de Pie de Puerto, determinaciones todas que los periódicos de Madrid comentaron con la petulancia y la tontería habitual en ellos.

Don Eugenio no dijo a Gamboa que alguno de aquellos carlistas trabajaba secretamente para él, y que el coronel Aguirre, comandante del quinto batallón de Navarra, fanático apostólico e intransigente, en cuyo batallón servían de oficiales García Orejón, Luis Arreche (Bertache) y otros muchos, estaba subvencionado por el Gobierno de la reina para sublevar las tropas contra Maroto.