II

LOS ENEMIGOS

AVIRANETA tenía muchos enemigos en Bayona. Los carlistas desconfiaban de él, y aunque no sabían por quién ni por qué trabajaba, claramente comprendían que no era para ellos. Al mismo tiempo, Valdés, el de los gatos, Salvador y Martínez López, lo desacreditaban en todas partes. La pretensión de Aviraneta de ser un patriota y un liberal entusiasta, de convicciones, les ofendía profundamente. Ellos, granjeros sistemáticos, iban con el que más pagara. Les parecía muy natural cambiar de partido si esto les convenía. Martínez López escribía libelos a favor o en contra. El último lo hizo adulando descaradamente al conde de San Luis, poco antes de la Revolución de 1854.

En el Consulado de España todos eran enemigos de don Eugenio, comenzando por el cónsul Gamboa.

Este tenía por entonces un agente que era su brazo derecho, don Prudencio Nenín, antiguo comerciante de Bilbao, establecido en Bayona, hombre activo y enérgico. Nenín tenía negocios con el cónsul, había intervenido en la primera empresa de Muñagorri y vivía en la fonda de Francia.

A esta fonda se había traslado también por entonces Aviraneta, comprendiendo que era más fácil entrar y salir en un hotel, sin ser espiado, que en una casa particular.

Nenín andaba siempre detrás de Aviraneta, siguiéndole los pasos, cosa que desagradaba profundamente a don Eugenio; este espionaje de los liberales, de los suyos, no lo podía resistir.

Por entonces apareció en la fonda un matrimonio algo misterioso: el conde y la condesa Hervilly, a quienes Nenín comenzó a acompañar constantemente.

El conde parecía un hombre extraño, triste, de aire siniestro, muy atildado, siempre con guantes. Tenía una cara pálida, fina, de hombre inteligente; una voz opaca y sin timbre, y hablaba de una manera un tanto fría y desdeñosa.

Se decía que era hijo o sobrino de un general francés legitimista del mismo título, y, según se afirmó, pensaba entrar en España y alistarse en el ejército carlista, cosa un poco rara, porque cojeaba bastante al andar.

El conde formaba en el grupo de aristócratas extranjeros legitimistas que se consideraban con derecho a intervenir en España. A la cabeza de este grupo se hallaba el príncipe de Lichnowsky.

El príncipe de Lichnowsky era un alemán orgulloso, fantástico. Creía que su título de príncipe le autorizaba a todo. Pasó en España una larga temporada en las filas carlistas. Unos años después de la guerra, estando en su país, cuando la revolución de 1848, le hicieron miembro del Parlamento de Francfort. Allí pretendió tratar con desprecio y con altivez a los republicanos, y en un motín popular le mataron en las calles.

El conde de Hervilly era un legitimista, un realista, para quien el mundo tenía dos hemisferios: uno, el de los aristócratas, con todos los derechos, y otro, el de los no aristócratas, con los deberes.

La condesa de Hervilly, mujer muy guapa, cubana o mejicana, hablaba el castellano y el francés a la perfección.

Nenín presentó Aviraneta al conde y a la condesa. A don Eugenio le dieron los dos una impresión de misterio, de desconfianza. Le chocó que tuviera ella deseos de intimar con él. El conspirador no era vanidoso y sabía muy bien que no estaba en el caso de hacer efecto en las mujeres. La curiosidad que manifestó la condesa de Hervilly por su vida le impulsó a enterarse de quién era aquella señora curiosa.

Pidió a los mozos del hotel y a la dueña informes de la dama. La pintaron como una persona extraña, de gustos exóticos, perezosa, ardiente, muy caprichosa. Le gustaban mucho las flores, los perfumes, el vivir perezoso e indolente.

Se llamaba Sonia. Unos decían que era cubana, otros que haitiana, otros que gitana y otros que judía o rusa. Al parecer, tenía al marido dominado.

¿Qué hacía este matrimonio en Bayona? ¿Por qué estaba allí? ¿Qué esperaban? Los del hotel no lo sabían.

La condesa de Hervilly aparecía en el comedor del hotel acompañada de su esposo y de Nenín, y visitaba con su marido el Consulado de España.

El conde se manifestaba siempre muy amable con su mujer.

Aviraneta pensó que si había alguien en Bayona que supiera algo de aquellos condes misteriosos, tenía que ser Luci Belz, la empleada de la fonda del Comercio, fue a verla.

Luci Belz le dijo que se decía que la condesa de Hervilly era una aventurera, cómica o bailarina, que había tenido muchos líos. No era fácil comprender si el señor conde estaba enterado de las aventuras de su mujer; pero, al parecer, no lo estaba.

—Yo me he de enterar mejor —concluyó diciendo Luci.

Unos días después, la empleada de la fonda del Comercio llamó a Aviraneta. Se había enterado de varias cosas. El conde de Hervilly, según se decía, era un hombre un tanto monstruoso: le faltaba casi por completo una pierna, y llevaba para andar una de goma. De sus dos manos, la izquierda era como la de un pato, con una membrana entre dedo y dedo; en cambio, la derecha era de una fuerza enorme. Si alguna vez el conde se caía rehusaba ayuda, para que no notasen que le faltaba la pierna. Él explicaba su torpeza diciendo que estaba reumático. Sobre aquel cuerpo estropeado, el conde tenía una cabeza distinguida; pero, al parecer, esta cabeza no tenía pelo, y lo sustituía con una peluca gris y negra. El conde se ocupaba de algunos trabajos históricos y pasaba mucho tiempo encerrado en su cuarto. El conde trataba a la condesa con gran galantería y ella tenía también para él muchas atenciones.

Poco después, doña Paca Falcón, que era amiga de Aviraneta y estaba enterada de la vida de toda la gente de Bayona, le contó que se decía que el conde de Hervilly había conocido a Sonia, su mujer, en París, donde vivía con un tabaquero cubano, que pasaba por tío suyo, pero que al parecer era su amante. El conde quedó enamorado de ella como un loco, al verla, y a los dos días pidió su mano.

Ella parece que le contestó:

—Consúltelo usted con mi tío.

El conde fue a ver al tabaquero, y este le dijo con marcado acento de mal humor:

—Esta muchacha no es mi sobrina, sino mi querida.

—¿Así que usted no tiene ninguna autoridad ni derecho sobre ella?

—Yo, ninguno.

—Muy bien.

Al día siguiente, Hervilly pidió a Sonia que se casara con él, y se casaron. Al poco tiempo el conde se desafió con el tabaquero y lo mató de un tiro.

La historia le pareció bastante extraña a Aviraneta.

La condesa tenía un criado todo un tipo extraño. Era un americano mestizo de indio, moreno, delgado, tostado por el sol, con una cara impasible e inmóvil, los pies muy chicos y las manos muy pequeñas; hombre que hablaba el español, el francés y el inglés con perfección, pero muy lánguidamente. Se llamaba Fernandito. Aviraneta pensó que debía ser mejicano, e intentó interrogarle y hablarle de su país, pero Fernandito el indio no contestó. Este autómata no parecía tener vida más que ante sus señores.

La Falcón le contó a Aviraneta que se decía que a Fernandito, Sonia le había encontrado una noche en una calle de París, tendido en un banco, abandonado y gravemente enfermo.

Sonia parece que lo llevó a su casa, le cuidó y le salvó, y desde entonces el indio se había convertido en un perro de presa de aquella mujer, por la que tenía un entusiasmo sin límites. Todos estos detalles no eran para tranquilizar ni inspirar confianza en aquella gente.

Días después, Aviraneta vio en el comedor de la fonda de Francia a la condesa de Hervilly con la señora de Vargas. Él se inclinó ceremoniosamente y ellas le saludaron, sonriendo; pero don Eugenio no quedó muy tranquilo. Ya sabía que Fermina se creía con motivo para odiarle; pero la otra, la condesa, ¿qué motivo podía tener contra él?