MANIOBRAS DE AVIRANETA
AQUÍ el autor tendría que comenzar esta parte pidiendo perdón a los manes de Aristóteles, porque va a dejar a un lado, en su novela, las tres célebres unidades: tiempo, lugar y acción, respetables como tres abadesas o tres damas de palacio con sus almohadas y sus colchas correspondientes. El autor va a seguir su relato y a marchar a campo traviesa, haciendo una trenza, más o menos hábil, con un ramal histórico y otros novelescos. ¡Qué diablo! Está uno metido en las encrucijadas de una larga novela histórica y tiene uno que llevar del ramal a su narración hasta el fin.
Iremos, pues, así mal que bien, unas veces tropezando en los matorrales de la fantasía, y otras, hundiéndonos en el pantano de la Historia.
Antes de los acontecimientos sangrientos de Estella, en donde perdieron la vida cuatro generales carlistas, había Aviraneta comenzado a organizar su acción contra el carlismo y a hacer propaganda en favor de la paz, sobre todo en Guipúzcoa.
Encargó la dirección de la empresa en esta provincia a su primo don Lorenzo de Alzate, a Orbegozo y al jefe político Amilibia, los tres de San Sebastián, que se pusieron a trabajar con actividad en la línea de Hernani y de Andoain.
La primera noticia que tuvo Aviraneta de la escisión que se iba produciendo en el carlismo le vino de la corte. Se enteró de que en Madrid, frente a las Covachuelas, en una tienda de tiradores y galones, vivía una viuda, que se había vuelto a casar con un coronel carlista, llamado Calcena, hombre muy activo, de armas tomar, amigo de Cabrera, y que mantenía correspondencia con el general Aldasoro, que habitaba en Bayona.
Este Calcena era un aventurero, un bandido que había estado mucho tiempo en América de militar y de jugador de ventaja.
Aviraneta indicó al ministro Pita Pizarro la utilidad de violar la correspondencia de Calcena, y por esta se supo los preparativos que hacían los amigos de Arias Teijeiro para deshacerse de Maroto.
La escisión estuvo oculta, para los carlistas, durante bastante tiempo, hasta que estalló y se hizo pública con los fusilamientos de Estella.
Como estos fusilamientos dejaban triunfantes a Maroto y a sus amigos, es decir, daban la victoria a los moderados del carlismo sobre los absolutistas, Aviraneta indicó al Gobierno de Madrid la táctica que debía seguir, resumida en estos consejos: primero, intentar promover disensiones entre los marotistas que formaban el grupo moderado militar, por entonces fuerte y compacto; segundo, apoyar por debajo de cuerda a los absolutistas teocráticos e intransigentes para que atacaran a los marotistas, y tercero, impedir que los carlistas, partidarios de la transacción, se entendieran con los cristinos, de tendencias parecidas, pensamiento que era el que llevaba interiormente el padre Cirilo y la princesa de Beira.
A pesar de todas sus alharacas, la facción absolutista y teocrática sucumbió tan completamente a los golpes de Maroto, por la inercia de sus jefes y la cobardía de Don Carlos, que todos los esfuerzos para reanimar el partido de los puros, así se llamaban ellos a sí mismos, y hacer que volvieran a la pelea contra los marotistas, fueron inútiles. Los hombres más importantes de la facción apostólica aceptaron la derrota y la humillación, convencidos de que su causa estaba perdida.
Los absolutistas puros doblaron la cabeza. No se podía contar con ellos.
Por esta época, don Eugenio redactó y mandó imprimir una proclama falsa, dirigida a los navarros y firmada por el capuchino fray Ignacio de Larraga, confesor de Don Carlos, y uno de los expulsados después de los fusilamientos de Estella. Este padre Larraga, Pico de Oro, según los baztaneses, era un fraile un tanto grotesco. De confesor del duque de Granada, que era un viejo beato, lleno de escrúpulos religiosos, que rezaba a todas horas, en todos los rincones, había pasado a ser confesor de Don Carlos, sustituyendo a don Pedro Ratón. Se decía que Larraga, en el sitio de Zubiri, y el general Ros de Olano lo confirmaba, había avanzado hacia los cristinos y les había echado una plática pedantesca, en medio de la cual, de cuando en cuando, decía con voz tonante: «Ego sum Pater Larraga, secundum Apostolorum».
En la falsa proclama de Aviraneta, atribuida a Larraga, se aseguraba que Maroto y sus compañeros estaban vendidos a los liberales, que era lo mismo que estar vendidos al demonio.
La alocución apócrifa terminaba así: «¡Viva la Religión! ¡Viva Navarra y sus voluntarios!».
Por entonces también escribió Aviraneta un papel, que, traducido al vascuence, corrió mucho por las provincias. Era la carta fingida que escribía un labrador vascongado a un hojalatero, en la cual se intentaba sembrar la cizaña entre vascos y castellanos.
En esta carta se hacía la historia de cómo había empezado la guerra, y se echaba la culpa de la falta del éxito a los castellanos, flojos y poltrones, que para andar unas leguas necesitaban macho o burro.
Después de otras explicaciones, maliciosas para el vulgo, se aseguraba que los vascongados ansiaban la paz, y terminaba la carta con este refrán:
Nagia bada astoa
emaiok astazaiari eroa,
edo astoa hila denean,
garagarra buztanean.
lo que quería decir: «Al burro lerdo hay que darle arriero loco, y al asno muerto, la cebada al rabo».
De aquellas hojas, en vascuence, se introdujeron muchas en el campo carlista. Recomendó también Aviraneta a sus comisionados de la línea de Hernani y de Andoain que mandaran poner tabernas y merenderos en los alrededores y que dejasen pasar sin dificultad hacia el campamento carlista a las chicas que quisieran ver a sus novios o a sus parientes. De esta manera comenzaron a entablarse relaciones entre los de un campo y los de otro, y corrió por las filas carlistas esa idea, casi siempre precursora del abandono de una causa, la idea de que se estaban haciendo componendas a espaldas del ejército, y de que los jefes se preparaban a abandonarles y hacerles traición.
Desde entonces, como si se hubiera dado una consigna, todo el mundo comenzó a hablar de las penalidades de la guerra, de la vida miserable que se hacía, de la diferencia de trato entre los oficiales y la gente de tropa. La paz comenzó a aparecer como un estado de felicidad perfecta.
Los agentes aviranetianos hicieron conocer al pueblo y al soldado que el gran obstáculo para obtener la paz eran Don Carlos y los hojalateros de Castilla, el uno ambicioso y los otros gentes ricas, que no sentían la miseria de la guerra con sus rentas bien saneadas en fincas del Mediodía y en Bancos extranjeros.
Don Eugenio, por entonces, no descansaba; había entrado en correspondencia con un antiguo maestro de la niñez, don Mariano Arizmendi, hombre un tanto sombrío, de genio adusto, de gran influencia entre los personajes carlistas. No se pusieron del todo de acuerdo Arizmendi y él; pero se habló entre ellos repetidamente de que para terminar la guerra era indispensable un convenio, palabra que corrió por el campo carlista y por el liberal.
Sin duda, en aquel momento, la palabra convenio condensaba las aspiraciones de los partidos. Los cristinos no se podían considerar triunfantes en la guerra, ni los carlistas completamente vencidos; era, pues, indispensable que unos y otros cedieran algo en sus respectivos puntos de vista.
Al mismo tiempo que se verificaba aquella transformación en las ideas, don Eugenio iba preparando los documentos falsos que había de utilizar en el legajo que pensaba introducir en la Corte de Don Carlos. A este legajo llamaba «el Simancas».
A pesar de que la Junta carlista de Bayona le espiaba constantemente y le seguía los pasos, don Eugenio tenía relaciones con algunos de los carlistas más perspicuos.
Una de las personas que le dieron datos acerca de las divisiones y rencillas del campo de Don Carlos fue don Manuel Mazarambros, ex relator de Consejo de Castilla. Mazarambros, persona inteligente, estaba enfermo hipocondríaco, y no quería tomar parte activa en la política. Mazarambros se hallaba en correspondencia con el intendente Arizaga, hombre corrompido, muy sagaz, de mucho cuidado, uno de los amigos y consejeros de Maroto, y por él llegaba a saber Aviraneta lo que se pensaba en el Cuartel general. También se aprovechó don Eugenio de las indicaciones de su amigo Vinuesa.
Cuando los expulsados por Maroto llegaron a Francia, Aviraneta tenía confidentes en los dos campos carlistas y sabía día por día y hora por hora lo que hacían los unos y los otros.
La acción de los marotistas era más pública y había informes oficiales de ella; la de los antimarotistas, más secreta.
Don Eugenio estaba en relación con el coronel Aguirre, uno de los antimarotistas exaltados, y este le escribía a la semana dos o tres veces. Lo mismo hacían Bertache y Orejón.
Para las intrigas de los antimarotistas de Bayona contaba con María de Taboada y con don Francisco Xavier Sánchez de Mendoza, a quien Aviraneta había conocido por Alvarito, y al que convidaba a comer algunas veces en la posada de Iturri, de la calle de los Vascos.
Pero aún tenía don Eugenio otros informes. Los fanáticos intransigentes, enemigos de Maroto, habían formado sociedades secretas, verdaderos clubs, en los cuales se conspiraba de continuo contra el general.
Los dos clubs principales antimarotistas estaban: uno, en Azpeitia, y el otro, en Tolosa.
En el de Azpeitia, Aviraneta tenía como confidente a un tal Odriozola, capitán del ejército carlista, hombre ya viejo, que había estado en América, donde perdió la carrera por jugador, y que atribuía su desgracia a Maroto; en el de Tolosa, un oficial llamado Rezusta, que odiaba a Maroto por su poca religión, lo que no era obstáculo para que él mismo fuera uno de los oficiales más descreídos del ejército de Don Carlos.