PRIMEROS CONTACTOS CON LA REALIDAD
CUANDO Chipiteguy hizo su propuesta de llevarse a Alvarito, este miró la expresión de sus padres, y al ver que los dos aceptaban, fue a su cuarto, se vistió su mejor ropa, besó furtivamente a su madre y a su hermana y salió de casa con el viejo trapero. Marcharon los dos por el muelle de los Vascos, cruzaron el puente y entraron en la plaza del Reducto.
Alvarito se encontró poco contento en el almacén y en la tienda de Chipiteguy: le pareció todo aquello desordenado y sucio; pero cuando le avisaron para comer y le invitaron a lavarse las manos y vio la mesa abundantemente servida y se sentó entre Manón y la andre Mari, se dijo que si no le echaban por torpe, se quedaría allí. Pensaba cumplir de la mejor manera posible. Por la tarde hizo con buena voluntad todo lo que le mandaron; cenó también opíparamente y, después de cenar, la Tomascha llevó al pequeño español, como le llamaron a Alvarito en la casa, a un cuarto abuhardillado del piso tercero, lleno de trastos viejos, y le mostró su cama.
En aquella buhardilla había una estantería con algunos libros, un reloj de cuco, parado, y sobre unas arcas antiguas gran cantidad de manzanas, peras y membrillos, que echaban un olor excelente.
En las vigas de aquel camaranchón había muchas arañas, y Alvarito podía contemplar sus ejercicios gimnásticos en sus hilos.
Por la ventana se veía el río y los tejados del muelle de los Vascos. Desde los primeros momentos que estuvo Alvarito en casa de Chipiteguy se pudo comprender que tenía actividad y deseo de trabajar; lo malo era que a estas condiciones y a su buena intención se unía gran timidez.
Alvarito no tenía costumbre de trabajar. Tampoco tenía soltura ni confianza en sí mismo. Desconfiaba y pensaba que no sería simpático ni oportuno. Esta idea y la de verse precisado a ganarse la vida de cualquier manera le daba una actitud encogida y torpe.
Chipiteguy se reía de él.
—El pequeño aristócrata, el pequeño español con blasones, parece que no da pie con bola —decía a su nieta.
—Déjale, abuelo; ya lo hará mejor. El pobre pone toda su buena intención.
—Sí, es verdad; por eso yo no le digo nada. Es un chico que está bien, muy delicado; no se quedará con un céntimo. Tiene un amor propio un poco cómico.
—Eso no es un defecto.
—No, no. ¡Pero qué torpes son estos aristócratas! Cuando les faltan sus rentas y tienen que emigrar, ya no sirven para nada.
A las dos o tres semanas de estar en el almacén, Chipiteguy dedicó a Alvarito a llevar cuentas.
El sitio donde tenía que trabajar el joven Sánchez de Mendoza, no era muy alegre, entristecía al muchacho. Era un cuarto casi oscuro, con un ventanal que daba al patio, con los cristales rotos, compuestos con papeles pegados, ya sucios y polvorientos. Había en este cuarto una estantería negra con fajas de facturas, una caja de caudales, una mesa y dos bancos. Desde el ventanal se veían los montones de chatarra roñosa y los fardos de trapos. Había en toda la casa muchas ratas, algunas tan atrevidas que le miraban descaradamente a Alvarito, lo que a este le hacía gracia. De noche se les oía roer la madera.
Frechón, el dependiente de Chipiteguy, tipo atrabiliario y malhumorado, declaró la guerra a Alvarito desde que le vio, e hizo lo posible para que le resultara todo al revés. Frechón le ponía siempre mala cara, le daba bufidos por cualquier cosa, y cuando no, comenzaba a silbar y a descoyuntarse las falanges de los dedos y a hacer un ruido desagradable como de huesos de esqueleto, que inquietaba a Álvaro. Unas veces se tiraba de los dedos para producir el sonido, y otras se apretaba los nudillos, que resonaban como una carraca.
Frechón, que era republicano y patriota francés, mortificaba al muchacho como español carlista.
—Don Carlos es un imbécil —le solía decir con frecuencia, como quien lanza un esputo—; los españoles son unos asnos.
Frechón le dirigía extrañas preguntas a Alvarito.
—¿Sabes tú lo que harán, al fin, los liberales con vuestro rey, con ese papanatas de Don Carlos? —le preguntó un día.
—¿Qué?
—Llevarlo a la guillotina, y crac.
Otro día le preguntaba:
—¿Tú sabes quién era Marat?
—Un monstruo.
—Eso creéis vosotros los realistas. Era un hombre admirable, que pidió la cabeza de trescientos mil aristócratas.
Otro día le decía:
—¿Tú has oído hablar de la papisa Juana?
—Yo, no.
—Pues era una mujer que fue papa y que parió cuando iba en una procesión.
Alvarito iba tomando gran antipatía por Frechón, y pensaba que algún día tendría que desafiarle.
Muchas veces Alvarito reflexionaba sobre su situación. Creía que depender de un trapero y vivir en su casa era una heroicidad para un aristócrata como él. Más que nada, la verdadera heroicidad pensaba que consistía en vencer el ridículo. Encontrarse bien de dependiente en una tienda de trapos y de hierro viejo tenía su mérito. Esto era ya socialmente tan bajo, que por ello mismo impedía que fuese ridículo. Prefería la trapería a una camisería, o a una bisutería, o a una tienda de guantes, donde hubiese tenido que tratar a clientes distinguidos que le hubieran mirado de arriba abajo.
Además, Alvarito tenía el bello pretexto de encontrarse prendado de la nieta del patrón, y pensaba que con el amor ya no podía haber ridiculez posible.
Alvarito sentía gran temor por ponerse en ridículo. La idea sola le hacía palidecer, y su amor propio le pintaba ocasiones de quedar humillado en todas partes.
Muchas gentes de la vecindad, como si hubieran adivinado su flaco, parecían empeñadas en burlarse de él. El chico de una tienda próxima de la calle de Bourg-Neuf, una tienda de objetos de pesca, que se titulaba «Al Pescador», le llamaba, siempre trapero. Sin duda había notado que le molestaba, y por eso mismo repetía con más frecuencia la palabra.
Varias veces el chiquillo salía a la calle con un saco, se lo echaba al hombro y gritaba:
—¡Galonero! ¡Compro trapos viejos! —y miraba a los balcones.
Alvarito, mortificado, hacía como que no se enteraba.
También Claquemain, el mozo carretero, manifestaba antipatía por el joven Sánchez de Mendoza. Con su bigote grande, la barba sin afeitar y los ojos rojos, solía tomar un aire amenazador. A veces se ennegrecía la cara con carbón y se ponía a hacer gestos y a sacar la lengua y a ponerse bizco para asustar al muchacho. Alvarito se estremecía de miedo.
Cerca de la casa de Chipiteguy vivía un loco que se paseaba arriba y abajo con un sombrero metido hasta las orejas y un gabán raído. A veces tenía ataques, y entonces daba gritos espantosos.
Los chicos se burlaban de él y le llamaban Abadejo y Tripa seca, y él mascullaba una serie de frases violentas contra ellos. Este loco tenía las orejas grandes, los ojos torcidos y la cara cómica.
Cuando el loco veía a Alvarito, se le acercaba y salía decirle a voz en grito:
—Vamos, vamos… A España… ¡A matar…, a matar!… ¡Viva el rey!
Y un loro de un balcón, que se había aprendido la retahíla, repetía también:
—Vamos, vamos… A España… ¡A matar…, a matar! ¡Viva el rey!
Alvarito experimentaba, sobre todo al principio, una gran tristeza al verse en la tienda del trapero. Allí, en casa de Chipiteguy, nadie le conocía; comprendía que pensar en su pobre situación era mortificarse por capricho, que nadie se fijaba en él; pero no podía evitar el sentimiento de vergüenza de estar empleado en una trapería.
Poco a poco se le fue pasando esta vergüenza, y pensó que podría darse por muy contento si la suerte le hiciera sustituir a Chipiteguy casándose con Manón.
En casa del trapero, Alvarito conoció a don Eugenio de Aviraneta y le oyó hablar. Don Eugenio solía ir a comer con frecuencia en compañía de Chipiteguy, y en estos días, la comida era todavía más cuidada que de costumbre.
Aviraneta bromeaba mucho con Manón y la galanteaba; también solía hablar con Alvarito y le hacía preguntas acerca de su vida y de su familia, y se reía al oír las contestaciones del muchacho.
Un día este oyó decir que las relaciones entre Chipiteguy y Aviraneta procedían de ser los dos masones. Esta suposición aguzó la curiosidad del joven Sánchez de Mendoza. ¿Serían aquellos dos hombres masones? ¿Pertenecerían a la tenebrosa secta? Aviraneta y Chipiteguy solían hablar mucho a solas de sobremesa, con su copa de licor delante, el uno fumando su pipa y el otro su cigarro habano.
Hablaban de personas que habían conocido, y Aviraneta contaba un sinfín de hechos y anécdotas de gente que había encontrado en Francia, en Egipto, en Grecia, en América y en España.
Chipiteguy le oía encantado. A veces le preguntaba:
—¿Qué fue de aquel Nantil? ¿Qué hizo aquel Cugnet de Montarlot?
Alvarito, cuando oyó por primera vez hablar de jacobinos, franciscanos, cordeleros, de gentes de obispados, creyó que la Revolución francesa la habían hecho los frailes.
Alvarito era demasiado correcto para espiar a su amo, y se decidió a hacerle preguntas, y como vio que a Chipiteguy no le molestaban; sino que, por el contrario, le agradaban, tuvo largas conversaciones con el viejo, sobre todo después de cenar.
—¿Pero eran buenos de verdad los hombres de la Revolución francesa? —le preguntó una vez Álvaro.
—Había de todo; algunos eran demasiado buenos y demasiado honrados. Yo fui una vez con Basterreche al Ministerio de Hacienda durante el Terror, y vimos al ministro, el señor Des Tournelles, que se componía las medias con una aguja en un salón y tenía millones en las cajas. Claro que hubo muchos abusos. Aquí se contó que un convencional, unos decían que Cavaignac y otros que Pinet, prometió salvar la vida del padre de una señorita Labarrere, si esta se entregaba al convencional, y luego parece que se guillotinó al padre. Los hombres, visto de cerca, indudablemente, valen poco —decía el viejo trapero—; no va a haber a la vuelta de la esquina un César o un Alejandro.
Chipiteguy recordaba muchas escenas del tiempo del Terror en París, en Burdeos y en Bayona, y las recordaba con todos sus detalles.
Había conocido también la ciudad de Estrasburgo bajo la tiranía del fraile revolucionario Eulogio Schneider y de su sociedad La Propaganda. Había hablado con Schneider, que era discípulo del iluminado Weisshaupt. Este Schneider era el Marat de Estrasburgo, un Marat a la alemana, predicador y místico. Chipiteguy le vio en París cuando le guillotinaron.
En la capital, durante algún tiempo, Chipiteguy conoció a Etchepare y a algunos otros vascos, amigos de Basterreche, de Pereyra, etc.
Durante algún tiempo se reunían en tertulia en casa de este Pereyra, judío de Bayona, que tuvo en la época del Terror una tienda de tabaco en París, en la calle de San Dionisio, en la que se veía como muestra un gorro frigio colorado. Cuando Pereyra fue preso, naturalmente, se deshizo la tertulia.
Después Chipiteguy se alejó de París y estuvo de soldado republicano en la Vendée y luego marchó a vivir a Bayona.
Fue Chipiteguy amigo de Gastón Etchepare, el tío de Aviraneta, de Bidart. Otro de sus conocidos, compañero a quien él debía favores, Juan Gorostarzu, había sido guillotinado en Ezpeleta por contrarrevolucionario.
Poco después, al suprimir el Gobierno el convento de visitandinas de Hasparren, la cuñada de Gorostarzu, que estaba en este convento, fue a su casa, Arozteguia de Ezpeleta, y puso una escuela, en donde ensañaba a los chicos y chicas las primeras letras mientras ella hilaba. En esta escuela había estudiado el padre de Manón y el poeta vasco, el capitán Duvoisin, a quien Chipiteguy había conocido de niño.
Chipiteguy legitimaba el Terror.
—Era necesario —decía él— para implantar una sociedad nueva, con menos abusos, más justicia y más libertad.
Según él, en todo el país vasco y en las Landas la población estaba en contra de los republicanos franceses y a favor de los monárquicos españoles, dispuestos a entregarse a estos; de aquí que los convencionales Pinet y Cavaignac tuvieran que extremar la violencia.
Los esfuerzos del Comité Revolucionario de Labourd, formado por Hiriart, Dithurbide y Daguerrezar, no habían tenido éxito, ni las proclamas llamando a los emigrados, escritas en vascuence y en francés en Juan de Luz (estaban suprimidos los santos hasta en los nombres de los pueblo) y firmadas por Izoard, Meillan, Chaudron-Rousseau y Panagel.
Chipiteguy le contaba a Alvarito muchas historias de su tiempo, con grandes detalles: el desarrollo de las intrigas políticas, el cómo habían conseguido su fortuna la mayoría de los ricos del pueblo y la marcha de los acontecimientos, del Imperio y de la Restauración.
A Alvarito le chocaba que el viejo tuviera entusiasmo por la revolución. En cambio, de la guerra hablaba siempre mal.
—La guerre! —decía—. C’est une saleté abominable.
—¿De verdad?
—Sí. Tú le has oído a don Eugenio hablar mal de la guerra, pues tiene razón; además de ser una porquería, es una pobre estupidez.
Solía añadir también otras veces:
—Esa salsa de la guerra hay que probarla si se encuentra ocasión. Se aprende a conocer a los hombres.
—Sí, así debe ser —afirmaba Alvarito.
—Lo que no impide para que sea una porquería abominable.
A veces Chipiteguy decía, convencido:
—A aquel pobre Maximiliano le engañaron.
—¿A qué Maximiliano?
—A Robespierre.
A Alvarito le parecía como una obligación de su empleo el escuchar las opiniones del viejo sin protestar.
Hablaba también Chipiteguy de los amigos que había tenido durante el Imperio.
Recordaba con frecuencia al escritor revolucionario Bonneville, republicano entusiasta, que tenía en su vejez una librería de viejo en París, en el Barrio Latino, en el pasaje de los Jacobinos, y a quien había visto, por última vez, hacía quince años. Este Bonneville había escrito bastantes libros, entre ellos uno muy absurdo: Los jesuitas echados de la masonería y sus puñales rotos por los masones, en el que trataba de demostrar, con argumentos muy fantásticos, que los jesuitas eran masones, de la secta de la Rosa Cruz.
Había conocido también Chipiteguy a Albertina Marat, la hermana de Marat, que vivía, en 1838, en una buhardilla de la calle de la Barillérie, en el mayor aislamiento, y trabajaba haciendo agujas de reloj para la casa Breguet, y había visitado a la hermana de Robespierre, Carlota, desconocida en París, que se hacía llamar la señorita Delaroche.
A veces discutían Aviraneta y Chipiteguy. Aviraneta decía que los franceses habían arreglado tan bien la historia de la Revolución francesa, que a todo le habían dado un aire grandioso; así, la toma de la Bastilla, la batalla de Valmy y la de Jemmapes, que no eran en sí grandes acontecimientos, parecían cosas épicas.
—No, no —replicaba Chipiteguy—. Esos acontecimientos se consideran como símbolos.
Cuando no había visitas en casa del trapero, se leían los periódicos. Se recibían El Constitucional y Le Journal des Débats, de París, y los dos diarios de Bayona, El Faro y El Centinela de los Pirineos.
La sobremesa de noche tenía otras compensaciones. A veces cantaba y tocaba el piano Manón, y con frecuencia venían su prima Rosa y otras amigas y se bailaba. Algunas noches jugaban a las damas y al ajedrez. Alvarito casi siempre perdía. No tenía ningún talento para estos juegos. Como Alvarito se hallaba pobremente vestido, Chipiteguy le envió al muchacho al sastre para que le hiciera un traje a la moda, con el cual estaba muy bien.
Los domingos, por la mañana, Alvarito se levantaba más tarde que los días de labor; se ponía elegante, con su traje nuevo, y mientras un mendigo con su organillo pasaba por delante de la casa del Reducto y tocaba casi siempre el vals de El carnaval de Venecia, él bajaba las escaleras y salía a la plaza. Veía la procesión de aguadores, de muchachas y de judíos que venían por el puente de barcas de Saint-Esprit. Se dirigía a la catedral, oía misa e iba luego a ver a su familia. Llevaba todo el dinero que le daban a entregárselo a su madre, y luego ella le volvía a dar uno o dos francos para el bolsillo, como le decía.
Alvarito se quedaba a comer con los suyos; pero, a pesar del amor a la familia, encontraba la comida de la calle de los Vascos muy deficiente.
Alvarito nunca había comido como en casa de Chipiteguy, probablemente había supuesto, hasta antes de entrar en ella, que el estado natural de la Humanidad era el del hambre; jamás había visto, hasta entonces, aquellos platos de carne suculenta, los capones blancos y grasos, los pavos rellenos, los pescados, sonrosados, las verduras de todas clases, las trufas, los espárragos, la mantequilla a discreción, los vinos de buena marca, que se bebían a pasto, el café cargado y aromático y la variedad de licores.
La casa de Chipiteguy le daba al joven Sánchez de Mendoza una extraña impresión de cinismo. ¿Cómo se podía vivir así para adentro sin pensar para nada en los demás? Le parecía absurdo que se pudiera gastar lo que se gastaba allí en comer y beber.
El régimen de la familia de Chipiteguy no se parecía en nada al de la casa de sus tíos, en la Mancha. Allá, todo pompa, decoro y vida exterior, sin realidad alguna; aquí, por el contrario, todo positivo. En la familia de Chipiteguy la ostentación no tenía importancia.
Uno de los lugares que maravillaban a Alvarito en la casa era la cocina, grande, clara, espaciosa, con todos los cacharros bruñidos, en donde ardía el fuego desde la mañana hasta la noche. La cocina se consideraba como lo más trascendental de toda la casa; allí no faltaba de nada. En el comedor pasaba lo mismo; los muebles no eran elegantes, pero los manteles eran magníficos; los cubiertos, de plata maciza; la cristalería muy buena; había dos o tres vajillas de porcelana, y una, soberbia, para los días de convite, con los bordes de oro.
Alvarito, con el trato de la casa del Reducto, iba llenándose y haciéndose macizo y fuerte.
A los tres meses de vivir con la familia de Chipiteguy desapareció el aire espiritado y débil que había tenido siempre el joven.
Frechón y Claquemain le reprochaban el haber engordado, y le decían a cada paso que los españoles eran unos muertos de hambre, que no comían más que garbanzos duros, y eso de tarde en tarde.
Los domingos, después de pasar el día con su familia, Alvarito andaba por el pueblo.
Le parecían muy tristes y muy aburridos aquellos domingos de Bayona en las calles; pero era peor quedarse en su casa.
En el piso, pobre y sombrío, de la oscura calle de los Vascos no se respiraba alegría. Su madre estaba siempre fregando o limpiando; su hermana Dolores, bordaba, y el padre, don Francisco Xavier, charlaba constantemente de política, del carlismo, y, sobre todo, de genealogía y de blasón.
El señor Sánchez de Mendoza andaba a vueltas con los escudos de su familia y con aquella barra de bastardía que aparecía en unos Pérez del Olmo antecesores suyos.
Al anochecer encendían en el comedor una palmatoria de aceite, que daba luz de ánimas benditas.
De noche no se hacía fuego en la cocina de la casa del hidalgo y se comía frío. Alvarito veía cómo su madre ponía en la mesa unos platos desconchados, unas tazas desportilladas, tres vasos diferentes y los cubiertos de metal.
Alvarito veía que, si cenaba allí, su padre no se lo agradecía, porque mermaba la cantidad de la comida, ya escasa.
El chico se despedía de su familia, e iba hacia la plaza del Reducto.
Le parecía muy triste el anochecer de Bayona, a orillas del Adour, en las Avenidas Marinas y en las de Boufflers.
El río se extendía ancho, como de plata; los embarcaderos de maderas negras de algunos almacenes del barrio de Saint-Esprit alzaban sus brazos giratorios, con sus poleas en la punta; la ciudadela, en la orilla derecha del Adour, se levantaba, con su muralla gris, sobre una colina verde, con taludes de hierba.
Aquel río, casi desierto, con pocos barcos, se extendía tranquilo, con un color de perla. En el fondo, hacia su desembocadura, se veía una línea de colinas bajas con árboles, algunas gentes en los bancos y algunos pescadores, inmóviles, con la caña en la mano.
A veces, en los anocheceres espléndidos, con el cielo de color de rosa y lleno de nubes incendiadas, el río, ancho, tomaba reflejos de escarlata y de nácar. En el otoño, en los días de bruma, todos los objetos adquirían un aire espectral, principalmente los barcos amarrados al muelle.
Alvarito se veía muchas veces invadido por la tristeza de aquellos crepúsculos; pero luchaba con ella como podía. En ocasiones, al llegar delante de la casa algún día de lluvia, oía que Manón tocaba el piano. En vez de subir, se detenía en la plaza del Reducto, mojándose y soñando.
¡Qué de cosas no hubiera hecho él para conquistarla! En un momento inventaba mil intrigas de novelas de aventuras, tan imposibles las unas como las otras. Luego pensaba con tristeza que no tenía medios de atraer a Manón.
De noche, después de cenar, se asomaba a la ventana de su buhardilla, fumaba y fantaseaba, veía enfrente el Reducto con sus tejados, sus murallas y sus garitas, y el río de aguas oscuras, verdaderamente siniestro. Era un espectáculo sombrío y amenazador el contemplar de noche cómo las aguas negras del Nive iban entrando, de una manera silenciosa y con un murmullo confuso, en el ancho cauce, igualmente negro, del Adour.
Los días de temporal, en la casa del Reducto, azotaba mucho el viento, sobre todo del Noroeste. De noche se le oía zumbar y silbar, y a veces lamentarse con sus quejidos tristes. En la buhardilla donde dormía Alvarito resonaban las gotas de lluvia en el tejado, haciendo un ruido metálico, agradable para oírlo desde la cama.
Al cabo de una temporada, Alvarito tenía partidarios en la casa del Reducto; Chipiteguy le consideraba mucho; la andre Mari y la Tomascha estaban de su parte, porque era obediente y no faltaba nunca a la misa del domingo; Manón le trataba con cierto desdén amistoso, como si creyera que no valía la pena de perder el tiempo hablando con un jovencito insignificante. Ella se colocaba en la actitud de una muchacha al lado de un niño.
Manón le prestó a Álvaro varios libros. Él tenía paciencia y ganas de ilustrarse, y leyó Los mártires, de Chateaubriand; el Viaje del joven Anacarsis, el Telémaco y otros libros enfáticos, capaces de hacer dormir de pie al más predispuesto al insomnio.
Después de esta lectura desabrida, el Robinsón Crusoe le gustó muchísimo.
Frechón le dijo que debía leer unos tomos que tenía Chipiteguy en su despacho: Los crímenes de los reyes de Francia, desde Clodoveo hasta Luis XVI, y Los crímenes de los Papas, desde San Pedro hasta Pío VI, obras las dos de La Vicomterie de Saint-Samson, escritas con mucho fuego, y que produjeron, al ser publicadas, gran escándalo. También leyó, por consejo de Frechón, los folletos de Pablo Luis Courier, y más tarde el Quijote, que le hizo mucho efecto y le infundió el deseo de leer romances y libros de caballería. ¿Pero dónde se encontraban estas novelas de caballeros andantes? No lo sabía.
Muchas veces Álvaro recitaba, con voz dolorida, el romance del marqués de Mantua, que aparece en el Quijote:
¿Dónde estás, señora mía,
que no te duele mi mal?
O no lo sabes, señora,
o eres falsa y desleal.
Y al recitar este romance pensaba en Manón.