VI

LOS SÁNCHEZ DE MENDOZA

LA familia de los Sánchez de Mendoza llevaba ya más de seis meses rodando por distintos puntos de Francia. Habían estado en Burdeos, en París, y, por último, en Bayona, perseguidos implacablemente por la miseria.

El señor Sánchez de Mendoza se hacía la ilusión de que la miseria le había sorprendido, como puede sorprender un catarro; pero era lo cierto que siempre había vivido pobremente y de mala manera.

El señor don Francisco Xavier Sánchez de Mendoza Montemayor y Porras era manchego, de una pequeña aldea, entre Minglanilla y Graja de Iniesta.

Sánchez de Mendoza hablaba de su casa como si fuera un palacio y elogiaba Minglanilla como si se tratara de un emporio.

En cambio, su mujer, natural de Cañete, encontraba su pueblo el centro del universo, y todo lo comparaba con él.

Alvarito, el hijo de don Francisco, había vivido los primeros años de la niñez entre Graja de Iniesta y Cañete, y aunque no recordaba bien estos pueblos, creía, bajo la palabra de honor de sus ascendientes, que eran verdaderamente admirables.

El padre de Alvarito, don Francisco Xavier, había educado a su hijo en el respeto por la religión, el rey y la nobleza, como a hidalgo de limpia y esclarecida prosapia.

Algunos enemigos mordaces, ¿quién no los tiene?, aseguraban que el señor Sánchez de Mendoza se llamaba, sencillamente, Francisco Sánchez, que quizá su padre o su madre tuvieran algún apellido Mendoza, y que, con la facilidad de arreglar los asuntos familiares al gusto de uno en una época oscura, se hacía llamar Sánchez de Mendoza.

Se decía que su padre había sido secretario del Ayuntamiento de un pueblo de la Mancha y que no había tenido nunca una peseta. Don Francisco, en cambio, aseguraba que su padre fue el segundón de una casa hidalga, ilustre y rica, y que tuvo un alto cargo en Cuba.

Sánchez de Mendoza mostraba su escudo a todo el que quisiera verlo, un escudo con más cuarteles que un pueblo prusiano.

El ilustre hidalgo de la familia de los Sánchez de Mendoza no podía emplearse en quehaceres vulgares y plebeyos. Como el perro de la fábula de Samaniego, pensaba que esto se lo debía a haber nacido perro y no pollino.

En su casa de la calle de los Vascos, don Francisco Xavier se dedicaba a ver cómo trabajaban los individuos de su familia, cómo guisaba su mujer y cómo bordaba su hija. Alguna rara vez pintaba a la acuarela los escudos que dibujaba su chico.

Los Sánchez de Mendoza y los Montemayor le preocupaban demasiado para que él pudiera consagrarse a trabajos de baja estofa. Había descubierto don Francisco Xavier que uno de sus antepasados, un Pérez del Olmo, era bastardo, y el terrible descubrimiento y la necesidad de poner en su escudo una barra de bastardía le preocupaba tanto, que este pensamiento no se separaba jamás de su espíritu.

El señor Sánchez de Mendoza se consideraba literato; había escrito un artículo, Españoles y católicos antes que nada, y una hoja impresa con este título: Vindicación de don Francisco Xavier Sánchez de Mendoza Montemayor y Porras de los calumniosos cargos hechos contra él. Dedicada al rey nuestro señor, Su Majestad Don Carlos V.

Los que habían leído esta Vindicación decían que en ella no se podía averiguar cuáles eran los calumniosos cargos que se habían hecho a don Francisco Xavier, pero en la hoja se hablaba del condigno castigo, de las venerandas tradiciones, de la hidra de la anarquía y de la defensa del trono y del altar, y esto, naturalmente, ya era algo.

Todos aquellos lugares comunes políticos, empleados principalmente por sus correligionarios, sonaban muy agradablemente en los oídos de don Francisco Xavier, y a veces le conmovían, hasta tal punto, que sentía que le brotaban las lágrimas y se le apretaba la garganta.

El artículo y la Vindicación, las dos obras más importantes salidas de su pluma, preocupaban mucho al buen hidalgo. Pensaba si sería el momento de hacer una segunda edición de ellas; suponía que el mundo entero las había tomado en cuenta. Con estas preocupaciones, era imposible que el hidalgo se acomodase a un trabajo vulgar.

La mujer de Sánchez de Mendoza, a pesar de ser más joven que don Francisco Xavier, parecía más vieja; era una pobre mujer pálida, flaca, fatídica, que había vivido siempre miserablemente y que siempre estaba prediciendo desgracias. Para ella todo tenía que terminar, más pronto o más tarde, perfectamente mal.

Además, esta mujer poseía el talento de interpretar sus sueños, talento que había comunicado a su hijo Álvaro, que se preocupaba con espanto de sus pesadillas y quería encontrar una explicación racional de ellas.

La madre de Alvarito pretendía encontrar relaciones absurdas entre los sueños y los acontecimientos.

Soñar con toros era buena suerte; en cambio, soñar con habichuelas, significaba desgracia. El arroz, en sueños, era siempre cosa buena, y las patatas, mala.

Ella no comprobaba nunca tan absurdas suposiciones; pero esto, en vez de convencerle de la inanidad de sus hipótesis, las afirmaba, porque las mezclaba con otras supercherías entre mágicas y cabalísticas.

Alvarito era propenso, como su madre, a las fantasías y a las supersticiones. De chico había sido sonámbulo, y su familia le había encontrado muchas veces sentado en camisa en la cocina o metido debajo de la cama. Había tenido, durante mucho tiempo, grandes miedos de noche, despertándose al poco tiempo de dormirse, estremecido, gritando, y quedando durante largo tiempo asustado y con una gran angustia.

Alvarito pensaba mucho en sus sueños; su madre le hacía fijarse en ellos. Cuando estaba fuerte soñaba recuerdos de épocas muy remotas; en cambio, cuando estaba débil, intranquilo o inquieto, soñaba con acontecimientos más próximos. Alvarito, en sus sueños, era siempre valiente, atrevido y cruel. «¿Seré yo así?», se preguntaba a veces él, preocupado. Con frecuencia soñaba con el mar. Iba por un muelle que avanzaba entre olas tempestuosas, a un lado y a otro, al que no se le veía fin. Otras veces marchaba por un camino, entre sombras, y, al terminar, le aparecía un túnel de luz.

Con la existencia mísera y triste que había llevado era débil y nervioso. Su vida para él tenía una apariencia de algo trágico.

Recordaba vagamente el viaje que había hecho con su madre y su hermana, en condiciones malas, desde Cañete a Vergara, donde estaba empleado su padre en las oficinas del real.

La salida de Vergara a Francia la recordaba como un episodio lastimoso. El viaje a Burdeos le parecía algo enorme; los franceses eran monstruos que se echaban sobre ellos, y su padre se le presentaba entonces como un Orfeo dominando las fieras. Luego, al pasar el tiempo, el pobre Orfeo, don Francisco Xavier, se iba achicando en su retina.

Comenzaba para él la época en que el hijo que ha mirado a su padre como un modelo empieza a criticarle y a encontrarle defectos. «¿No sería su padre demasiado charlatán? —se preguntó Alvarito—. ¿No sería demasiado egoísta?».

Entonces, poco a poco, su cariño y su admiración iban marchando a su madre y a su hermana, las dos sufridas y resignadas, que no salían a pasear, ni iban a darse tono, ni a contar mentiras a las tertulias carlistas.

Alvarito estaba poco desarrollado para sus diecisiete años. Era alto, pero estrecho de espalda, de aire expresivo y de mal color. Espiritualmente era un muchacho despistado, sin rumbo; había pasado parte de la niñez en Cañete, en casa de unos tíos suyos, gente pobre, pero orgullosa y fantástica, en donde no se comía apenas, pero se presumía de firme. En aquella casa se vivía principalmente para fuera, con la preocupación exclusiva de aparentar. Se hablaba de que se comía bien, de que se tenía dinero de sobra. Los tíos de Alvarito creían que todo el pueblo les espiaba, y les parecía necesario darse importancia a fuerza de embustes.

Alvarito, en los seis meses que llevaba en Francia, había aprendido el francés. El muchacho conservaba las preocupaciones de su padre y de su madre y no podía zafarse de ellas. Al principio no quería salir de casa. Estaba asustado. La calle le parecía la enemiga natural de su pobre hogar, y cada francés un monstruo, devorador de familias españolas.

Alvarito había pensado, siguiendo las indicaciones de su padre, entrar en el ejército carlista; pero no tenía la edad necesaria, y la situación del partido iba siendo tan mala, que temía no llegar a encontrar el momento oportuno.

El joven Sánchez de Mendoza quería sentir con el mismo fervor el entusiasmo monárquico de su padre; pero no le era tan fácil, y por más esfuerzos que hacía para exaltarse, la cuestión de la legitimidad no le llegaba a preocupar.

Había oído en Bayona y en Burdeos discutir el pro y el contra de esta cuestión.

Alvarito quería pensar que la guerra era la santa cruzada de los buenos contra los malos, de los religiosos contra los impíos. Alvarito quería creer que los carlistas eran todos honrados y caballerosos, incapaces de villanías; que Don Carlos era un santo, y que el honor, la lealtad, la patria y el rey tenían un altar en el pecho de cada carlista. No sabía si en el tópico admitido el altar estaba en el pecho o en el corazón. Seguramente no estaba en el bazo ni el hígado.

A pesar del altar pectoral o cardíaco, Álvaro estaba oyendo hablar a cada paso de trastadas, de chanchullos y de traiciones en el campo carlista. Al pensar en entrar en el ejército de Don Carlos, lo que le preocupaba principalmente a Alvarito era el temor de quedar mal. ¿Tendría suficiente valor? La muerte no le arredraba; pero suponía que no debía ser siempre fácil dominar los nervios.

Su miedo era que le vieran en un momento de depresión. Temía no poder estar a la altura de los demás sobre todo a la altura del modelo imaginado por él.

Pensaba a veces, que quizá su falta de energía dimanaba de sentirse decaído por la mala alimentación.

Alvarito sabía poco; había aprendido a leer, a escribir y a hacer cuentas y a pintar a la acuarela escudos nobiliarios, que vendía su padre a los españoles emigrados, aristócratas y ricos.

Alvarito mantenía la ilusión de pensar que quizá poseyera algún talento de pintor. Le gustaban las estampas que reproducían cuadros de la época de David, Ingres y el barón de Gros, y se imaginaba, a veces, que le gustaría más ser pintor que militar.

Había visto también grabados que reproducían cuadros de Ribera, de Zurbarán y de Velázquez, que le sorprendieron, y le parecieron muy malos. «¿Cómo gustará esto?», se preguntaba él, y no lo comprendía.

Alvarito era un muchacho muy nervioso, muy inquieto, que tenía de noche grandes terrores.

La preocupación por los sueños, que le había inculcado su madre, le tenía amedrentado. Muchas noches se despertaba temblando y creía oír la respiración de un hombre que le espiaba a pocos pasos de la cama.

Los vecinos de la casa de la calle de los Vascos le aterrorizaban. Había una vieja enlutada, a quien se había encontrado en la escalera varias veces, al anochecer, y le había mirado con una sonrisa insinuante, y pensar en ella le ponía la carne de gallina.

Los cuartos oscuros, las alamedas solitarias al anochecer, las orillas del río, todo esto le impresionaba.

Las mismas estampas le daban, a veces, una sensación de misterio y de pavor. Había una que había visto en un escaparate que le perturbaba. Representaba una dama elegante con un talle esbelto, al lado de un joven melenudo, con el pantalón de trabillas y el frac. La escena ocurría en el salón de un palacio, delante de un piano. La dama tenía un aire lánguido; en cambio, el hombre, la miraba con unos ojos de loco.

Alvarito no sabía lo que representaba; pero aquella escena le daba impresión de vértigo. Como predispuesto a ver cosas raras, en ocasiones las veía o las creía ver. Una de las veces que salió de noche en Bayona a dar un recado a un personaje carlista, su padre estaba enfermo, iba por una calle casi oscura, con tapias a un lado y a otro, que no tenía más que un farol de tarde en tarde, cuando vio venir un jorobado pequeño, cuadrado, petulante, con bigote y perilla cana; al cabo de poco tiempo, otro jorobado, y poco después, otro. Estos tres jorobados le produjeron tal espanto, que echó a correr hacia su casa. Luego, su madre y él discutieron largo tiempo si estos tres jorobados serían reales o imaginarios, y si eran imaginarios, qué podían representar.

Llegó una época en que Alvarito notó que la alarma, la inquietud, nacían en él antes que el motivo, y que después encontraba el motivo para legitimar su alarma. Tardó mucho en comprender esto, y cuando lo comprendió se sintió más miserable y más desvalido que nunca.