VUELTA
DE su estancia en Granada no pudo sacar Alvarito ningún gran entusiasmo por la Alhambra, que, a pesar de estar considerada como una perla, dentro de la retórica mundial, a él le pareció, con sus calados de escayola o de estuco, algo como una decoración de teatro, buena para ver, pasar y no volver. Aquel edificio famoso le impresionó mucho menos que la catedral de Sigüenza.
La vega granadina le gustó más y le produjo cierta melancolía el contemplarla, al anochecer, desde la azotea de un carmen.
De la Alhambra, el único recuerdo fuerte que conservó fue el de una inglesa muy guapa y el de un señor que medía el palacio de Carlos V, para averiguar si era circular o un poco elíptico, dando pasos con un paraguas en la mano.
Granada le dio la impresión de un pueblo muy provinciano, con gente irritada, reñidora y zarrapastrosa. Todo el mundo tenía una idea de superioridad sobre el resto de los mortales un poco cómica, y la gente de la clase rica una altivez de manchego, unida a la pretensión de ser gracioso del andaluz. Además, le parecieron las mujeres ásperas, y los chicos de la calle, descuidados, sucios y con aire de hospicianos.
Había entonces mucho entusiasmo en Granada por la indumentaria moruna: turbantes, albornoces y babuchas; que parece conservaba para hacer las delicias de los turistas y de los dependientes de comercio; pero a nuestro viajero no se le contagió el entusiasmo por aquella guardarropía.
Alvarito había podido notar el contraste de la España humilde y de la España petulante; por una rara paradoja, la España humilde, olvidada, y a la que nadie elogiaba, le había parecido hermosa y llena de sabor; en cambio, aquella España, cantada antes y después por los Chateaubriand, los Washington Irving y los Gautier, se les antojó un poco lugar común, un tanto baratija teatral.
De Granada, al viajero se le ocurrió marchar a Málaga, y de allí partir y dar la vuelta a España, embarcado.
Salía una diligencia de Granada a Motril; pero estaban todos los sitios ocupados, y Álvaro decidió alquilar un coche y marchar solo.
De Granada a Motril, el camino era muy malo y desierto. No se cruzó más que con recuas de burros, al salir de Granada, y después, de tarde en tarde, con algunas carretas. A un lado y a otro comenzaban a aparecer grandes piteras con sus paletas verdes, casas pequeñas y ventorros medio derruidos. En ciertos puntos de la carretera se pasaba entre nubes de polvo.
A trechos muy largos, entre montes secos, con peñas y matorrales, se veían algunos angostos valles fértiles.
Todo el campo le pareció trágico, abandonado, árido y solitario.
Ya muy entrada la noche llegó a Motril, y durmió en la primera posada que le salió al paso.
Al día siguiente alquiló otro cochecillo, y se dispuso a marchar a Málaga rápidamente. Cruzó por campos de caña de azúcar y por algunos pueblos próximos al mar.
Comió en uno de estos, y poco después de comer, a primera hora de la tarde, chocó el coche con una piedra, se torció una de las ruedas, y tuvieron que parar para componerla.
—Si quiere usted esperar —le dijo el cochero— voy a ver si encuentro al herrero del pueblo.
—Bueno. Esperaré.
Había cerca un pueblecillo; una aldea, respaldada sobre un cerro, con casas cuadradas, de un piso, como las de un nacimiento de chicos. Cerca del pueblo, a una distancia de un kilómetro próximamente, en la playa, se veía un fuerte militar abandonado.
Alvarito estuvo sentado al borde de la carretera, mirando al mar, cuando se le acercó un campesino a ofrecérsele por si necesitaba algo.
El hombre le dijo:
—Si uté quiere, yo etaré aquí, y uté puede acercarse a la playa. Ya le avisaré cuando tengan arreglao el coche.
Alvarito se sentó en el campo.
Estando tendido en la hierba, se le acercó un carabinero, con un fusil; un veterano, grueso, amable y sonriente, con un hablar de León o de Zamora.
—¡Buenas tardes!
—¡Buenas tardes!
—¿Qué le ha pasado a usted, caballero? ¿Se le ha estropeado el coche?
—Sí; ha chocado contra una piedra y ha saltado la rueda. El cochero ha ido al pueblo a ver si encuentra alguna herramienta y alguien que le ayude.
—No sé si encontrará a nadie. Es un pueblo chico.
—¿Cómo se llama?
—La Herradura.
—Así que hemos dado en la herradura y no en el clavo —dijo Alvarito, filosóficamente.
—¿Usted no es de por aquí? —preguntó el carabinero.
—No.
—¿Dónde vive usted?, aunque sea mala pregunta.
—Vivo en Bayona, en Francia.
—¡Ah! Lo conozco. He estado de servicio en Irún. ¿Quiere usted venir a tomar algo? Ahí, en ese cuartel antiguo, tenemos una cantina. El coche tardará en arreglarse.
—Bueno; aquí en la carretera ha quedado un hombre, y le voy a avisar.
—Dígale usted que cuando tengan arreglado el coche que le llamen.
Alvarito volvió a la carretera.
—¿No ha llegado aún el cochero? —preguntó al campesino.
—No, zeñó.
—Cuando venga llame usted; yo estaré ahí abajo.
—Zí, zeñó.
—No se olvide.
—No tenga uté cuidao. Yo, cuando me pongo a zervir, me tiro de cabesa.
La frase hizo reír a Alvarito. Bajó con el carabinero a la cantina, estuvo charlando con él, hasta que le llamó el campesino. Habían arreglado el coche. Subió a la carretera con dos carabineros, y tomó de nuevo el camino de Málaga.
—Eso carabinero son muy tuno —le dijo el cochero, riendo.
—Pues, ¿por qué?
—Que etaban hasiendo un alijo de tabaco de contrabando con el vito bueno de lo carabinero cuando uté se ha plantao precisamente en el sitio desde donde se veía to. Han debido etar al principio muy amoscaos al verle.
—Tiene gracia.
Con mucho retraso, y ya entrada la noche, pudo llegar Alvarito a Málaga.
Al día siguiente marchó al puerto a enterarse. No había ningún barco que fuese al Cantábrico o a Burdeos. Le dijeron que para hacer el viaje por mar sería mejor trasladarse a Cádiz y esperar allí a ver si encontraba algún vapor que saliera en la dirección deseada.
Como veía la cosa difícil y estaba cansado de tener iniciativa, se decidió a ir a Madrid en diligencia.
En Madrid no le chocó nada, llegando de aldeas pobres y de campos desolados; todo le pareció grande, cómodo y hasta magnífico.
En la fonda se encontró con gente muy divertida, entre ella un cómico que hacía los papeles de barba en el teatro del Príncipe, un barítono italiano de ópera y un torero.
Los tres tenían gran amistad, y solían ir a verse trabajar, y se juzgaban unos a otros severamente.
El cómico era el más vanidoso de todos; luego, el torero, y el barítono, cosa rara en un cantante, era el más modesto.
Alvarito vio, por primera vez, una corrida, en la que toreaba el compañero de la fonda; pero el espectáculo no le produjo más que desagrado. Luego, en la mesa, oyó los comentarios del actor y del barítono juzgando la faena del torero.
El barítono tenía muy buena idea del cómico.
—Es un hombre genial —le dijo a Álvaro—, pero se va a malograr. Tiene inspiración, fuego; pero no basta la inspiración, hay que estudiar, hay que trabajar, y él no estudia. Bebe mucho, y la voz se le va a enronquecer enseguida. Es una lástima.
Álvaro fue al teatro del Príncipe a ver al cómico.
No representaba la compañía casi nunca obras españolas; la mayoría de las veces ponían en escena traducciones de comedias y melodramas, mutilados, lo que les daba un aire híbrido y falso.
En algunos momentos felices, el cómico le pareció a Alvarito que estaba inspirado; pero, en general, se le veía distraído y se comprendía que no sabía el papel, por lo mucho que miraba al apuntador. Álvaro no podía compararle con otros actores, porque no había visto ninguno de importancia; pero encontró que sus buenos momentos no compensaban del todo el descuido que tenía en el resto de la obra.
El barítono Campana se hizo amigo de Alvarito. Campana era un cantante que cumplía siempre y que trabajaba a gusto.
—Es lo que nos pasa a los medianos —decía él—; tenemos, en general, la seriedad y la puntualidad que no tienen los ilustres.
Álvaro fue varias veces a la ópera a oírle.
El barítono Campana conocía al caballero Aquiles-Ronchi, uno de los amigos y confidentes de la reina María Cristina. Campana le dijo a Alvarito que le llevaría a casa de Ronchi[85].
Efectivamente, fueron los dos a visitarle. Ronchi vivía en la plaza de Oriente. Estaba muy rico. La dirección de las Loterías y la protección decidida de María Cristina, le habían llevado a la opulencia.
Alvarito se quedó sorprendido con la exuberancia y la facundia del napolitano. Hablaba una mezcla de castellano, francés e italiano muy cómica. Estaba vestido de comendador de una Orden napolitana, parecía un cochero de casa grande. En aquel momento salía para Palacio.
Ronchi conocía mucho a Aviraneta.
Cuando le dijo Álvaro que veía a don Eugenio en Bayona todos los días, el italiano se alegró.
—Qué fa nosso amito Afinaretta? —le preguntó al joven.
—Está allí, en Bayona.
—Sempre intrigando?
—Siempre.
—Oh quel tipo! Que imaginazione! Que folontá! Ferdaderamente, Afinaretta es un uomo extraordinario.
—Sí, es un tipo raro.
—Oh! Raro, no…; marafillosso, stupendo. Qué fitalida! ¡Qué enerchia! Yo le dico a la nossa rechina fachiano algo por este noma admirable, y no quiere hacer niente, niente.
Ronchi dijo que presentaría a Álvaro a la Reina Cristina; pero Álvaro se negó; dijo que él no tenía categoría para ser presentado en Palacio; que no era más que un empleado de una tienda.
—Está bene. Está bene —dijo Ronchi, dando palmadas en el hombro del muchacho.
Ronchi bajó las escaleras de su casa acompañado por Álvaro y Campana, y, al tomar el coche, les dijo que fueran a almorzar al día siguiente con él.
—¿Vendremos? —preguntó Campana a Alvarito—. ¿Tiene usted algún compromiso?
—Yo, ninguno.
—Entonces, addio!, addio! A rivederci! —gritó Ronchi al subir en el coche, saludando con la mano.
Al día siguiente en el almuerzo, Ronchi contó una porción de anécdotas de su vida de cuando fue revolucionario. Había estado indicado para matar al rey de Nápoles antes de la revolución de 1799.
Preso por regicida y condenado a muerte, se fugó de la prisión. Cuando relató su escapatoria, por el tejado de la cárcel, en calzoncillos, el día mismo de la ejecución, Alvarito y Campana se rieron a carcajadas, Desde aquella época, y viendo la traición de sus compañeros, el napolitano había dejado la política, asqueado. Luego contó sus impresiones cuando en una ciudad de Argelia estuvo a punto de ser empalado, y él reclamaba la cuerda. Después sus aventuras en los bulevares de París, en donde vendía chucherías a cincuenta céntimos.
Para Ronchi, la vida no había sido más que un eterno Carnaval. Todo era locura en el mundo, de arriba abajo. La lotería, que el mismo Ronchi dirigía en España, ¡qué engaño, qué sacacuartos! El Palacio, ¡qué Carnaval! La guerra, ¡qué farsa!
¡Y qué decir de María Cristina, su padrona, enamorada como una loca del signore Muñoz, el hijo del estanquero de Tarancón, echando todos los años un crío al mundo! Estaba loca. ¿No traía a la familia de su amante al Palazzo para exhibirla ante el público? ¿No se hablaba de tú con los padres del signore Muñoz? Era una follia, una pazzia.
Alvarito, en las palabras de Ronchi, encontró una nueva edición de La nave de los locos…
Al día siguiente, Alvarito tomó la diligencia para la frontera. Mientras iba en el coche, pensaba en ese gran misterio que somos unos para otros, y a veces uno para sí mismo.
—¿Quién sabe lo que pensará ese hombre, lo que preocupará a esta mujer, lo que soñará esa jovencita, si es que sueña con algo? —se decía.
Al llegar a la frontera, al notar la tranquilidad y el orden que reinaba en Francia, llevó su imaginación inmediatamente, con melancolía, hacia las tierras de España, a aquella nave de los locos, desgarrada, sangrienta, zarrapastrosa y pobre que era su país.
Madrid, marzo 1925.