XII

UN HOMBRE ENIGMÁTICO

UNOS días después, en la terraza de la catedral de Cuenca, Alvarito encontró al señor alto y delgado, con facha de extranjero, a quien conoció en el estudio del pintor de Teruel.

Estuvo hablando con aquel señor largo rato; le dijo él que vivía en un carmen, en Granada; iba a ir días después a esta ciudad. Como tenía sitio sobrante en su coche, le invitó a marchar a Alvarito en su compañía.

¿Quién era aquel señor y de dónde venía? Alvarito no lo supo. Parecía hombre amable; sabía mucho de arte y de Historia; manifestaba gran simpatía por España y por la seriedad de la gente española, y le ofrecía un puesto en su coche. Alvarito recordaba la buena compañía que le deparó la casualidad con el señor Blas el Mantero, y aceptó.

Se pusieron de acuerdo. El coche era un magnífico landó inglés; llevaba un cochero y una especie de lacayo o de ayuda de cámara, encargado de resolver todas las dificultades del camino.

—¿Cómo se llama su señor? —le preguntó Álvaro al criado.

—Llámele usted el Caballero.

El viaje se hizo con una gran facilidad; aquel hombre sabía viajar cómodamente y aprovechar todos los elementos que podían proporcionar los pueblos del camino.

El Caballero y Álvaro hablaron de una porción de cosas; Álvaro se sorprendió de los conocimientos de aquel señor.

Unos días después de salir de Cuenca llegaron a un pueblo, colocado en la falda de un cerro, que tenía en la punta una fortaleza y una iglesia. Comieron en la fonda; recorrieron las calles, de casas blancas con huertos, empedradas con guijos, y subieron hasta el castillo por un camino pedregoso entre altas chumberas. Al llegar arriba veíase una inmensa llanura; abajo, las calles anchas, largas y soleadas, y a lo lejos una porción de pueblos entre campos verdes.

En lo alto del cerro, en un gran descampado, había un antiguo convento con la fachada blanca y el alero azul.

Encontraron en el atrio a un jorobadillo, con un aire de saltamontes, y le preguntaron si no se podría entrar en el convento.

El jorobado dijo que sí. Aunque no quedaba legalmente ninguna comunidad en España, algunos dominicos vivían allí.

Llamaron, les abrieron la puerta y pasaron a un patio; un fraile con aire antiguo trabajaba de albañil, con una artesa delante y la paleta en la mano.

Otro joven fraile, de tipo suspicaz, paseaba y rezaba.

El Caballero no contestó y estuvo preguntando al jorobadillo el fraile joven les mostró unos cuantos lienzos sin valor y una imagen, vestida, dentro de un camarín. Luego el joven les llevó delante de otro fraile, con aire imponente, que debía ser el superior. Aquel convento, grande y deshabitado, le pareció a Alvarito una decoración de sueño. Al salir del convento, el superior, el Caballero y él fueron a un raso empedrado con piedras muy pequeñas, con una cerca con un banco, y se sentaron. El jorobadillo andaba de un lado a otro, subiéndose al banco y poniendo su extraña silueta sobre el horizonte. Parecía que se materializaba y se desmaterializaba rápidamente: cuando corría por la azotea, en el fondo de la pared del convento, no se le veía; en cambio, cuando subía a la cerca se destacaba enorme y absurdo en el cielo azul, como una sátira contra la belleza del lugar y de la hora.

Hablaron el fraile, el Caballero y Alvarito de la religión. El fraile tenía una cara dura, imperiosa, ascética; no había en él la menor benevolencia para nada ni para nadie. Habló de la injusticia de la desamortización y de la abolición de las comunidades religiosas, de sus esperanzas de que la Orden dominica volviera a triunfar en España. Al referirse a Mendizábal, dijo repetidas veces:

—Ese judío nos odia a muerte.

Se veía que aquel fraile era como un guerrillero de la religión, un táctico, un estratega. No tenía el menor espíritu evangélico. Aspiraba a restablecer las preeminencias de su Orden, no sólo contra los hombres del liberalismo, sino contra las comunidades rivales, y pensaba que esto debía hacerse trabajando día tras día, poniendo piedra sobre piedra, con tesón y constancia.

A Alvarito le hizo efecto aquel hombre tan duro, con la voz firme y la mirada inflamada de un guerrillero, de un militar.

Al despedirse, el Caballero se inclinó y besó la mano al fraile. Alvarito retrocedió con un movimiento instintivo de protesta y saludó solamente.

—Es un hombre de talento —dijo el Caballero.

—Sí, sin duda —asintió Alvarito—; pero a mí me ha parecido más bien un político que un religioso.

El Caballero no contestó y estuvo preguntando al jorobadillo el nombre de los distintos pueblos que se veían desde allá; luego, volviéndose a Alvarito, hablando al parecer más consigo mismo que con los otros, dijo:

—Hay como tres naturalezas en el hombre: la naturaleza que se podría llamar natural, la naturaleza social y la naturaleza divina. La naturaleza natural la forman los instintos, las necesidades, las pasiones, todo lo vivo y lo egoísta; la naturaleza social la forman las convenciones, las fórmulas, los medios de relación entre unos y otros; la naturaleza divina o heroica la constituye ese impulso de la bondad, de amor al prójimo, que han tenido algunos hombres, tan exaltado, que ha vencido sus naturalezas natural y social. Todos los hombres tenemos algo de esos tres elementos; unos más, otros menos. ¿No le parece a usted?

—Es posible —contestó Alvarito.

—A la primera naturaleza —siguió diciendo el Caballero— corresponde el egoísmo; a la segunda, la sociedad; a la tercera, la bondad. Por encima de la justicia escueta, equitativa y recta, de que hablaba este fraile, hay una justicia superior, impregnada de piedad. Nosotros podemos imaginar esta última; pero no llegamos a ella más que con grandes esfuerzos. Esa aspiración a la justicia corriente está impregnando el liberalismo y la democracia y las palabras de este religioso; la otra justicia superior, sería la santidad. Los hombres del siglo diecinueve, religiosos o laicos, a lo más quieren aspirar a la rectitud, y no pasan de ahí.

El Caballero siguió afirmando que había que establecer, no la igualdad y la libertad, sino la fraternidad entre los hombres.

Estas palabras místicas en este raso del convento solitario, en un día espléndido de sol, con la silueta del jorobado como un saltamontes en el horizonte azul, impresionaron a Álvaro.

Como había visto a todo el mundo defender la indiferencia y el egoísmo por los demás, cosa sin duda normal y corriente, pensó que aquel misterioso personaje debía ser algo raro.

Unas leguas antes de Granada, a la salida de un pueblo, se encontraron con un hombrecillo bajo, vestido de negro, con patillas, sombrero ancho y un saco al hombro, que iba montado en un burro. El Caballero le conocía; le llamó y le invitó a subir en el coche. El hombre subió; puso su saco, que parecía pesado, a sus pies, y ató el borrico al eje del coche.

—¿Hay mucho trabajo, maestro? —le preguntó el Caballero.

—Siempre hay.

El hombrecito no parecía tener afición a referirse a sus faenas, y habló de lo hermoso que estaba el campo, y de lo simpáticas que eran las labores agrícolas.

—¿Quién será este tipo? —se preguntó Álvaro.

Era un hombre bajo y grueso, con unos ojos pequeños y vivos, el pelo negro y fuerte; tenía una expresión ambigua en la cara, una mezcla de fortaleza tranquila y de animalidad.

No parecía un obrero, ni un campesino; quizá era algún tratante; pero para ser tratante daba la impresión de ser demasiado taciturno. No le gustaba, sin duda, acercarse a nadie, y se veía que tenía instintivamente la preocupación de apartarse. Era membrudo y con las manos grandes y fuertes.

Un par de leguas antes de Granada, el hombrecito dijo:

—Aquí me bajo.

—¿No tendrá usted obra? —le preguntó el Caballero.

—No; aquí tengo un amigo. ¡Buenas tardes, señores!

—¡Adiós, maestro!

El hombrecillo tomó su saco al hombro, y, cogiendo al burro del ronzal, entró por una callejuela.

Poco después, a la entrada de una aldea, un mendigo se acercó al coche a pedir limosna.

—Fíjese usted en ese hombre —le dijo el Caballero a Alvarito, mientras sacaba una moneda del bolsillo.

—¿Qué le pasa?

—Fíjese.

Era un pordiosero; tenía la piel abultada y blanquecina, los párpados hinchados y los ojos pequeños y vivos.

—¿Qué le ocurre a ese hombre? —preguntó Alvarito.

—Es un leproso.

Al llegar a Granada, el Caballero quiso hospedar en su casa, un carmen del monte de la Alhambra, a Alvarito; pero este dijo que no, aunque lo agradecía mucho, y se marchó a una fonda.

—Venga usted a verme —le dijo el Caballero.

—Iré con mucho gusto.

Aquel señor, cuyo nombre no sabía, le daba una impresión misteriosa.

Al día siguiente, por la mañana, preguntó en la fonda por el Caballero. Por las señas se figuraban quién era y dónde vivía; pero no sabían más, o no lo querían decir.

—Y uno a quien llaman el maestro aquí en Granada, ¿tampoco le conocen?

—¡El maestro! ¿Será un maestro de escuela?

—No, no. Es un hombre pequeñito, cano, con patillas, vestido de negro, que viajaba en un burro y llevaba un saco.

—¿Con un sombrero ancho?

—Sí.

—¿Y a ese le llamaban el maestro?

—Sí.

—Pues es el verdugo.

Alvarito dio un salto al oírlo.

Iba a ir a casa del Caballero, pero pensó si sería mejor dejar la visita. Por otra parte tenía gran curiosidad. ¿Quién podía ser aquel hombre, rico y culto, que hablaba como un filántropo y tenía amistad con el verdugo? ¿Qué clase de tipo podía ser aquel, que manifestaba simpatía y cordialidad por un ser envilecido?

Aunque quizá no era muy correcto, decidió enterarse, y fue a los alrededores de la casa del Caballero, que estaba en el monte de la Alhambra, hacia el paseo de la Bomba. Entró en una cueva próxima. A un gitano, sucio y mal encarado, le preguntó:

—Diga usted, ¿en esta casa vive un extranjero?

—¿Extranjero? No sé si lo é. Ahí vive un zeñó rico, que tiene mucha afición a los chavaliyo.

—¿Pues? ¿Por qué?

—Porque es un manflorita —contestó el gitano con aire de cinismo.

No había que decir más. Alvarito sintió una gran impresión de desagrado, y volvió a la fonda.

Alvarito pensó, con cierto terror, si en el cristianismo, en el socialismo, en toda tendencia filantrópica y hasta pedagógica, no habría un comienzo de homosexualismo, es decir, de anormalidad.

El viajero que le había acompañado a Álvaro era uno más en el mundo de la extravagancia, un personaje nuevo para La nave de los locos.

Al día siguiente, Alvarito tuvo un sueño extravagante. Cuidaba a un ciego loco y agresivo. El hombre se le quería escapar por las rendijas de las puertas, él se lo impedía, y el loco quería morderle. Esto ocurría en un cuarto con una ventana. Desde la ventana se veía un valle amarillo y dorado, lleno de flores, y enfrente unos montes altos, como de cristal, todos de aristas puntiagudas. El valle se entenebrecía y quedaba como un paisaje frío y lunar. Entonces él salía a una escalera y empezaba a subirla por la parte de afuera de la barandilla y a pulso, con grandes dificultades, seguido por un hombre que iba también subiendo del mismo modo.

La escalera llegaba a una sala con columnas, en donde mucha gente iba y venía y accionaba con frenesí. Desde un mirador se veía una gran ciudad. En ella se celebraba una feria del mundo entero, al lado del mar, en unas barracas hechas con esteras.

De cuando en cuando entraban más hombres y más mujeres en la sala, y los que estaban ya dentro, como disgustados por ello, les insultaban al verlos entrar y les enseñaban los dientes. Una mujer medio desnuda se paseaba echando una moneda al alto a cara y cruz. Cuando era cara, cogía la moneda del suelo y la besaba; si cruz, la tiraba por la ventana.

De pronto se puso a hablar esta mujer, y apareció cerca de un pilar próximo a donde se encontraba Álvaro una muchacha, vestida de chico, parecida a Manón, que se reía.

Luego Alvarito se halló con un trozo de papel en las manos, escrito en una lengua extraña e incomprensible.

Necesitaba encontrar un sitio a propósito para leer, sin gente, y no lo encontraba.

Estaba en una casa grande, destartalada, complicada; llevaba en la mano su documento y buscaba un sitio recóndito, tranquilo, en donde nadie le viera, para entregarse a la lectura. Abría la puerta de un cuarto, lo miraba, lo inspeccionaba y le parecía bien cerrado. Sacaba papel e iba a leerlo, cuando de pronto, en la pared de enfrente, veía una lucerna redonda, un ventanillo misterioso desde donde podían espiarle.

Guardaba el documento precipitadamente, entraba en otro cuarto, lo examinaba, le parecía seguro y, al ir a leer, notaba la claraboya misteriosa enfrente, y así una vez, y dos, y seis, pasaba cuartos y más cuartos, sin poder leer su papel, hasta que, en medio de una galería, sobre una mesa y dentro de una caja larga, como un ataúd, vio un cuerpo con formas de mujer, envuelto en una arpillera y atado con estropajos.

Luego se asomaba al balcón. Tenía delante una montaña verde, de una luminosidad extraordinaria, con unos palacios de mármol, blancos, brillantes, un cielo azul espléndido y unas flores que chispeaban. Absorto contemplaba el paisaje cuando se le acercó una figura de cera que se parecía a Olarra.

El recuerdo de aquella figura de cera le perseguía. Luego soñó que la veía bailar en silencio, mientras un fraile, un fantasma blanco y negro, hacía girar el manubrio de un organillo al cual no se oía. Era un baile vertiginoso; con el movimiento, a la figura se le iban soltando las piernas, los brazos y, por último, la cabeza…