LA TERRAZA DE LA CATEDRAL
EL capitán Barrientos conocía gente en Cuenca, era de la provincia y tenía un tío canónigo. Barrientos llevó a Alvarito a una casa de la plaza y él comenzó a arreglar sus asuntos.
—Yo creo que voy a entrar en el ejército cristino —le dijo a Álvaro al día siguiente—. ¿Usted qué piensa hacer?
—Yo tendría que ir a Bayona; pero la verdad es que no tengo ninguna prisa.
—¿Se encuentra usted bien aquí?
—Sí, este es un pueblo agradable.
El capitán Barrientos presentó a Alvarito a su tío don Tomás, el canónigo.
Don Tomás, alto, corpulento, había sido capitán de voluntarios realistas, con los feotas. Era muy charlatán, no decía cosa de provecho y no sabía nada de nada. Por ironía del destino se llamaba García Liberal. A pesar de su ignorancia y de su necedad, hablaba mal de todos sus compañeros. Del obispo decía que era tan bruto que no distinguía cuándo subía y cuándo bajaba las cuestas; lo que para un ex guerrillero tenía que significar mayor brutalidad que no entender a los padres de la Iglesia.
Con el canónigo, Alvarito pudo ver la catedral en todos sus rincones, subir a las torres y meterse en los desvanes, donde se hallaban amontonadas figuras rotas de los altares y de los pasos de Semana Santa.
Como le dejaron entrar y salir, escogió para pasar el tiempo un patio de la catedral, al borde de la muralla que caía sobre la hoz del Huécar.
Desde allá se oía a los niños de coro en una casa cercana ensayando los cánticos de las fiestas próximas. Aquel patio de la catedral, como una terraza colgada sobre la hoz del río, tenía una porción de santos de piedra, arrumbados y desnarigados.
Muchas veces Alvarito iba a aquella terraza, después de pasar el claustro abandonado, y se quedaba allí, en el pretil, contemplando muy abajo las aguas verdes del río y las piedras y los árboles de la hoz.
Desde aquella azotea, ante el sol claro, en aquel pueblo al cual no le unía nada, ni recuerdos, ni amistades, Alvarito pensó muchas veces en su vida. Le sorprendía el pensamiento de la inanidad de la existencia. ¿Qué sería de él? ¿Qué sería la vida? ¿Habría otra vida? ¿No habría nada y la muerte sería el sueño eterno? Si no había nada detrás, ¿tendría objeto el ser bueno? La bondad, el honor, la patria, ¿eran algo o no eran más que ilusiones? ¿Por qué allí le sorprendían estas ideas y no en otra parte?
Estos pueblos, como Cuenca, en alto, tienen algo de atalayas, de miradores, y parece que al mismo tiempo que se puede extender la mirada por un paisaje físico, se puede también, por paralelismo, extenderla por un paisaje moral.
El porqué de las cosas, el porqué de la vida no se le hubiera puesto como problema en un pueblo de poca altitud como Bayona; allí, en cambio, sobre la alta azotea de la catedral, se le planteaba casi constantemente.
Se le figuró que en aquella España, seca y sin árboles, veía la vida con mucha más claridad que mientras había estado en Bayona; le parecían los horizontes vitales como clarificados y desprovistos de bruma, pero tristes, llenos de desolación. Algunos días, en el pórtico de la catedral contemplaba la multitud de mendigos arremolinados allí.
A Alvarito le extrañaba que en una capital pequeña hubiera tal número de mendigos. Era un pequeño ejército, una tropa numerosa de lisiados, tullidos, ciegos, mudos y paralíticos. ¿Cómo vivían? ¿Quién los alimentaba? No podía comprenderlo. Al convertir en oficio la exhibición de su miseria, aquellas gentes le daban un aspecto de pura decoración.
Había algunos mendigos de aire medieval, pedigüeños con retahílas clásicas y antiguas. Entre todos se distinguían un militar, que decía haber estado en la guerra de la Independencia, en la batalla de Bailén, y un exclaustrado, vestido con un traje harapiento y un sombrero de copa destrozado. Conoció también Álvaro al ataudero del callejón de los Canónigos, Damián, y le vio trabajar en sus ataúdes, delante de su reloj macabro, acompañado de su cuervo y de su gato negro.