ESCAPATORIA
CONVERSARON otras veces el capitán Barrientos y Alvarito, y quedaron de acuerdo en que debían marcharse juntos de Cañete; Alvarito volvería a Bayona; Barrientos quería dejar el pueblo y las filas carlistas.
Alvarito le habló a su tío:
—Si tiene usted que darme algo de la herencia para mi madre, démelo usted.
Don Jerónimo refunfuñando, le entregó dos mil pesetas. Según él, era todo lo que correspondía a cada hermano. Alvarito habló en casa de que se marchaba.
—¿Se va usted? —le preguntó la Dámasa.
—Sí.
—Yo también quisiera irme.
—¿Por qué?
—Mi madre me trata muy mal, y la vida se me está haciendo muy triste.
—Pero ¿tiene usted sitio donde ir?
—Tengo tíos en San Clemente, y ellos me recogerían.
—Bueno, pues nada; veremos la manera de salir de aquí. Alvarito contó a Barrientos cómo la Dámasa quería marcharse también de Cañete.
—Hará bien —dijo el capitán—. La tratan de muy mala manera. Su madre es una bestia como hay pocas.
Decidieron los tres escaparse del pueblo. Barrientos dijo que unos días más tarde podría él contar con caballos. Los apostarían cerca de la puerta de la Virgen, montarían y marcharían a Pajaroncillo.
La Bruna y el Tronera enterados de que don Jerónimo había dado dinero a Alvarito, pensaron arrebatárselo.
La Bruna le propuso llevarle a una de las casas vecinas con una muchacha muy guapa que ella conocía; el Tronero le quiso acompañar a un cafetucho donde se jugaba una partida fuerte al monte.
Alvarito aplazó el ir a un lado y a otro, y preparó la fuga. Dispusieron entre el capitán, la Dámasa y Álvaro que el domingo siguiente un muchacho estuviera con los caballos cerca del río, esperándoles a ellos, que saldrían como a pasear.
No dijeron nada de sus planes; pero el Tronera olfateó la maniobra, y comenzó a espiarles.
El domingo por la mañana, el capitán Barrientos mandó a su asistente con los caballos a beber al arroyo. El asistente quería también marcharse.
La Dámasa y Alvarito salieron por la puerta de la Virgen, tomaron por el camino de Boniches, cruzaron el río por un puente pequeño y fueron marchando a cierta distancia del río hasta otro puente. Allí estaban los caballos.
Poco después apareció el capitán Barrientos.
Montaron los cuatro a caballo, llegaron hasta una venta y se encontraron con una patrulla que les pidió explicaciones. El capitán se impuso y lograron pasar. Algún tiempo después notaron que les perseguían. El Tronera y otros cinco o seis hombres a caballo se les acercaban.
—Aquí no hay más solución que salvarse a uña de caballo —dijo Barrientos—. Si la Dámasa no sabe montar, yo la llevaré en brazos.
La Dámasa sabía montar, y marchó valientemente al galope. El que no sabía montar y anduvo con grandes dificultades, siempre expuesto a caerse, fue Alvarito. Aquella carrera le pareció una eternidad. Oyeron repetidas veces silbar las balas por encima de su cabeza. Afortunadamente, los caballos traídos por Barrientos eran muy buenos, y antes de la hora de comer estaban en Pajaroncillo, sanos y salvos.
En aquel pueblo había guarnición liberal, y Barrientos, con su asistente y Alvarito, se presentaron a ella. El jefe de la guarnición, después de oírles, los dejó en libertad, y recomendó a Barrientos siguiera hasta Cuenca para presentarse a las autoridades. El asistente se quedó en Pajaroncillo, pues era de una aldea próxima.
La Dámasa quería ir a San Clemente, donde tenía unos tíos.
De Pajaroncillo tomaron los tres hacia Minglanilla, y Alvarito aprovechó la ocasión para acercarse a Graja de Iniesta, el pueblo de su padre.
Al llegar a la aldea, sé quedó maravillado. Se encontraba ante un grupo de casas míseras, de color amarillento y gris, con los tejados inclinados al suelo, una iglesia pequeña y varios corrales con las tapias de adobes.
El campo era una llanura parda, rojiza, sin árboles, con un molino de viento fantástico en lo alto de una loma. A la entrada de la aldea había un parador y a la puerta de este un carro. Se veía una calle desierta y dos o tres cerdos que husmeaban en los rincones.
Aquel pueblo achaparrado, con sus paredones amarillentos, le pareció terrible y no le dio ninguna gana de entrar en él, ni de preguntar por sus parientes. ¿Se habría equivocado? ¿Dónde estaban los palacios, los escudos, las huertas a que se refería su padre? No lo quiso averiguar, porque iba teniendo más que la sospecha de que su padre mentía con una tranquilidad absoluta.
Era el anochecer; el cielo se llenaba de luces rojas y daba al campo una gran melancolía.
Volvió a Minglanilla, y al día siguiente la Dámasa, Barrientos y Alvarito marcharon en una tartana desvencijada camino de San Clemente. Se detuvieron de noche a dormir en un pueblo del camino, en un gran parador con pretensiones de fonda. A Alvarito le dieron un cuarto grande, pintado, con molduras en las paredes y en el techo, y una cama, también grande y alta, con una sábana almidonada.
Al poco tiempo de estar en la cama oyó algo que caía sobre la sábana almidonada y hacía un ligero ruido.
—¿Qué demonio caerá aquí? —se preguntó.
Encendió un fósforo, y vio sobre la manta varias pulgas.
—¡Qué pulgas más gruesas! —se dijo.
Al coger una, se le aplastó entre los dedos. Eran chinches.
—¡Qué cosa más repugnante! —pensó. En su casa, a pesar de la pobreza, no había visto chinches; su madre tenía en esto mucho cuidado.
Sacó un colchón de la cama, lo llevó a otro extremo del cuarto, se tendió, y, a pesar de su preocupación se durmió.
Soñó que se hallaba en una habitación llena de animales terribles, todos pesados y adormecidos; una boa grande dejaba un rastro de humedad en los ladrillos del suelo; una serpiente de cascabel se escondía, tímida, entre unas piedras; un cocodrilo bostezaba con la boca abierta. De pronto, alguien le decía: «¡Afuera! Empieza la función». Salió del cuarto seguido de dos tigres que saltaban y jugueteaban como gatos, y enseguida, por una ventana de cristal vio todos aquellos animales; la boa, el cocodrilo y los demás, agitándose de una manera furiosa.
Se despertó, volvió a dormirse, y soñó de nuevo. Ahora se encontraba en la barraca de las figuras de cera, que estaban todas muy graves y muy serias, cuando de un agujero del techo apareció una chinche monstruosa, con los ojos rojos y amenazadores, y después una segunda y otra tercera.
Las chinches aquellas se ponían a hablar gravemente, y, después de maduras reflexiones, comenzaban a subirse por las piernas de las figuras de cera, y allí donde mordían, salía una mancha roja.
Al despertarse, Alvarito comprendió que las chinches, aunque sin hablar y sin dialogar, le estaban devorando.
Al levantarse de la cama se lavó en la fuente con cuidado, y, después de almorzar con el capitán Barrientos y con la Dámasa, tomaron, en un coche destartalado, el camino de San Clemente.
En el pueblo, preguntando aquí y allá, dieron con la casa de los parientes de la chica y fueron a verlos. Los tíos de la Dámasa eran de la familia de sor Patrocinio, la monja milagrera, amiga de los reyes y con gran influencia en Palacio. Sus parientes del pueblo la consideraban como una tunanta que se hacía ella misma las llagas.
La familia aceptó con gusto el que la Dámasa fuera a vivir con ella. La muchacha se despidió de Alvarito y del capitán Barrientos y estos marcharon a Cuenca.