LOS JEFES
A pesar de la pobreza y de la miseria del pueblo, a Alvarito no le daban las gentes la impresión paralela de sequedad y de estupidez. Quizás eran menos brutos de lo que hubieran sido en la aldea de Francia, de Inglaterra o de Alemania. Ciertamente había algunos tipos como encanijados, resecados, con un color terroso, tan mezquinos, que, por no tener, no tenían ni nariz, y que para mirar abrían la boca como los tontos.
A los tres o cuatro días llamó a Álvaro el gobernador de la plaza de Cañete, don Heliodoro Gil, para interrogarle. En el interrogatorio, Alvarito estuvo muy hábil. Dijo que, prisionero de los liberales en Pamplona, al volver a Bayona le dieron los carlistas una misión confidencial. Después de realizada pensaba presentarse a sus jefes.
Al visitar al gobernador, este se hallaba en compañía de un ayudante joven, el capitán Barrientos.
Don Heliodoro hizo muchas preguntas a Álvaro. Se notaba que creía que las cosas marchaban mal. Luego, los dos militares le acompañaron a ver las defensas del pueblo. Cabrera había fortificado Cañete un año antes, al volver de su expedición a las provincias de Cuenca y Guadalajara. En aquel mismo año salió una columna carlista al mando del cabecilla Chambonet, saqueó los pueblos de las orillas del Tajo y volvió con muchos alcaldes presos y con cientos de cabezas de ganado. Cabrera dio la orden de perseguir con severidad a las autoridades de los pueblos que festejasen el Convenio de Vergara.
La guarnición de Cañete tenía siete compañías del batallón del Cid y dos del segundo de Cataluña, y víveres para una larga defensa. La fortaleza del castillo contaba con varios cañones de a cuatro, quizá no muy buenos.
A pesar de sus soldados, de sus murallas y de sus cañones, el gobernador de la plaza no estaba muy tranquilo. Veía que los liberales iban rodeando la comarca, y no tenía mucha confianza en su gente.
Al terminar la visita, Alvarito se despidió del gobernador y se fue a su casa. Le contó a su tío Jerónimo cómo había recorrido el castillo y la muralla.
—¿Así, que has visto las defensas de Cañete? —dijo don Jerónimo—. Son formidables. Además, tenemos todo el terreno minado. Ríete tú de Numancia y de Sagunto. Aquí acabaremos todos o venceremos.
Por la tarde, el capitán Barrientos fue a buscar a Alvarito y le invitó a cenar en su compañía. Álvaro aceptó y marcharon los dos al alojamiento del capitán. De sobremesa hablaron largamente.
—¿Qué hay de eso de que el terreno de Cañete está minado? —le preguntó Álvaro.
—Nada. Es una fantasía. ¿Quién le ha dicho a usted esta bola?
—Mi tío Jerónimo.
—¡Don Jerónimo! Está loco.
—¿Cree usted de verdad?
—Sí, hombre, sí; completamente loco. ¿Usted ha visto su observatorio?
—Sí.
—¿Y duda usted de que esté loco?
—A veces, ¿quién sabe?, hay gente que parece loca y no lo está.
—Pues ese sí lo está.
Hablaron de don Jerónimo; pero al capitán no le interesaba mucho este asunto y pasó a otra cosa. Barrientos quería enterarse de la opinión de Alvarito sobre la guerra, y le hizo mil preguntas acerca de lo que se pensaba en Bayona del porvenir del carlismo. Álvaro, al principio habló con precaución; pero viendo que el capitán Barrientos no se recataba con él en decir francamente sus ideas, expuso también sus opiniones con libertad. Él creía que el carlismo marchaba mal y que después del Convenio de Vergara no podría esperarse más sino que le hicieran unos buenos funerales.
—Yo creo lo mismo —repitió varias veces Barrientos.
Al día siguiente, por la mañana, el capitán se presentó de nuevo a Alvarito y hablaron. Barrientos confesó que estaba buscando una ocasión para escaparse de Cañete. La guerra que se hacía allí le asqueaba.
El capitán no tenía condiciones de militar, y menos de guerrillero. Le gustaba leer y tenía libros de Historia y de Literatura. Hablaron Alvarito y Barrientos mucho de la guerra.
—En las provincias Vascongadas y Navarra —dijo el capitán—, la guerra ha sido bárbara; en Castilla la Vieja, Merino y Balmaseda le han dado un carácter más fiero; en Cataluña, más cruel aún, y al acercarse a Valencia y a la Mancha, ha sido lo peor de lo peor. Aquí ya no se respeta la palabra, todo se hace con una saña repugnante. Esta es una guerra de moros; se desnuda a los prisioneros para matarlos a lanzadas, se desnuda a las mujeres para apalearlas y violarlas, se fusila a los chicos. Esto es, sencillamente, una porquería.
—Es la escuela de Cabrera.
—Sí, Cabrera, con sus lugartenientes catalanes, valencianos y manchegos, han deshonrado la guerra y el país. Aquí es corriente cebarse en los cadáveres, mutilándolos y sacándoles los ojos.
—¡Qué horror!
—¡Es un asco! Como le digo a usted, es una guerra de moros.
—Pero parece que en todas partes la guerra es más o menos lo mismo —dijo Alvarito.
—No; allá, en el Norte, la guerra ha sido una guerra de fanatismo, inspirada por los curas; esta es una guerra de ignorancia, de crueldad y de botín.
El capitán Barrientos estuvo largo tiempo contemplando el suelo; luego, dijo:
—La vista de la sangre derramada es una de las cosas más desmoralizadoras para el pueblo. Todas las tradiciones de dulzura y de piedad, formadas por el tiempo y por la razón, se rebasan como el agua rebasa el obstáculo de una presa, y enseguida aparece el hombre tal como es, con toda su barbarie y su crueldad nativa.
—¿A usted le parece un fenómeno general?
—Sí. Creo que si a todos los hombres se les sometiera a esa prueba de la sangre, se quedaría uno asombrado de ver tanta gente feroz y sanguinaria.
—¿Cree usted?
—Sí. Se ve que la mayoría de los hombres tienen un instinto homicida y fiero que les hace recrearse en las convulsiones y en la agonía de los demás.
—¡Es horrible!
—Y a medida que la crueldad y el instinto sanguinario se excitan —siguió diciendo Barrientos— crece con ellos también la lubricidad. En toda esta gente, la crueldad y la sensualidad marchan a la par. Las mujeres han tenido y tienen aquí, durante la guerra, mucho miedo a salir al campo; cuando las han cogido, no se han contentado con violarlas, sino que han concluido por matarlas.
—Es extraño; no parece que la gente sea uno a uno tan salvaje.
—Es el contagio. Basta que a uno se le ocurra un acto cruel para que los demás lo repitan y se desarrolle ese fondo de brutalidad innato en el hombre.
—Una guerra así es peor que una peste.
—Mucho peor. Sobre esta desdichada España se han lanzado en estos últimos años los asesinos, los ladrones, los aventureros y todos los detritus que han venido del mundo.
—Y usted, ¿cómo ha podido soportar esto? —preguntó Alvarito.
—Yo entré engañado —repuso Barrientos—. Tenía en la cabeza una idea caballeresca y ridícula; creía que la guerra sería para los héroes; pero vi claramente que era para los asesinos y para los ladrones, para los que ansían matar y robar sin peligro. Es el ladrón y el asesino listo, que ven la impunidad de asesinar y de robar, el que se encuentra en la guerra a su gusto. Es también el hombre mediocre el que puede prosperar en épocas así.
Por toda España, según el capitán Barrientos, se veía cómo habían fermentado los gérmenes del robo y del asesinato. Ya perdida la guerra por los carlistas, la gente levantisca se resistía a la paz y a la vida normal. Sólo los soldados del ejército organizado, los de Maroto, Villarreal, etc., querían la paz, pero los cabecillas de las partidas pequeñas no la querían.
—Son bandidos; lo mismo les da una cosa que otra —concluyó diciendo Barrientos.
—Pero aquí forman ustedes parte del ejército regular —repuso Álvaro.
—A medias. Ha habido una época en que sí; teníamos el carácter de una guarnición, pero lo vamos perdiendo. Las partidas van mandando, y el gobernador, por debilidad, deja hacer crueldades inútiles, y a medida que esto lo notan, los de la partida se hacen más fuertes.
—¿Pero hay aquí partidas?
—Sí; sobre todo hay una que nos da mucho que hacer —contestó el capitán—. A unas cuantas leguas de aquí hay un pueblo que se llama Beteta, en el partido de Priego. Está en terreno muy quebrado, muy abrupto y fácil de defender, y Cabrera lo fortificó el año pasado. En Beteta se ha formado una partida de verdaderos bandidos que aterrorizan a las gentes de los alrededores. Los manda el Cantarero, que tiene como lugartenientes al Adelantado, de Cañete, y a Navarrito, de Albarracín.
—¿Al nieto del general?
—Al mismo. ¿Conoce usted al general?
—Sí, he estado en su casa.
—Es un fantoche.
—Completo.
El Cantarero de Beteta es un hombre ya viejo que no piensa más que en reunir dinero; el Navarrito es hombre muy violento y que mató a su hermano; el Adelantado se caracteriza por ser muy mujeriego y andar siempre de zambra en zambra. Los demás guerrilleros son gente digna de estos jefes: ladrones, asesinos; algunos muy conocidos por sus fechorías. Entre ellos están el Pastor, el Veneno, el Bizco, Caparrota, la Rosa, el Baulero, el Aperador, el Garboso, Chispilla y algunos más.
—Gente distinguida.
—Son todos ellos de una violencia y de una crueldad terribles; dignos del patio de un presidio. El Garboso, el Pastor y el Veneno llevaron, no hace mucho, a un pobre viejo nacional pegándole y pinchándole en la plaza de un pueblo, y le hicieron arrodillarse y poner el cuello en un tajo. El viejo era valiente, y gritó: «¡Viva la nación! ¡Viva la libertad!». El Garboso le cortó la cabeza a hachazos.
—¡Qué barbaridad!
—Fue un espectáculo repugnante. En esta partida del Cantarero, que tiene su punto de refugio en Beteta, hay varias mujeres, cosa no muy común en esta guerra.
—Sí, es verdad; no se ha hablado de guerrilleras.
—En cambio, como sabe usted seguramente, las mujeres tomaron parte muy importante en la guerra de la Independencia.
—¿Y usted cree que ha sido una ventaja grande?
—Grandísima, porque de haber intervenido ellas, la guerra hubiera tomado aún mayor ferocidad. Hay varias mujeres en la partida del Cantarero, entre ellas Juana la Pintada, Vicenta Serra y la principal, la que las capitanea a todas, la Rubia de Masegosa. La Rubia es la querida del Adelantado. Esta Rubia tiene una idea romancesca y le gusta montar a caballo y tomar aires de amazona. Es una mujer que no es fea, tiene la tez blanca, la boca pequeña, los ojos de almendra y el pelo negro. Yo la he visto. Cuando se enfurece se le crispa el labio y muestra un colmillo blanco, con una fiereza de animal rabioso. Llama cobardes a todos, y quiere ver derramar sangre. Cuando el Garboso y el Pastor decapitaron al viejo nacional, se sortearon entre todos para ser verdugos, y, al parecer, la Rubia entró en el sorteo, porque se consideraba con fuerza bastante para cortar la cabeza de un hombre con un hacha.
—¡Qué bestia!
—La Rubia de Masegosa vio también cómo violaron a una muchacha, que se había burlado de ella, y luego la mataron clavándola una estaca en el vientre.
—¡Cuánta brutalidad!
—Ahora hay otra cosa. Esta partida del Cantarero de Beteta está en contra de nosotros. Nos tienen por tibios. Ellos, probablemente, si los pescan los liberales serán fusilados, porque son todos bandidos; en cambio, nosotros, no; somos militares, y seríamos tratados como militares. Aquí, en Cañete, el representante de la partida del Cantarero es el Tronera, que quiere que la guarnición corneta toda clase de brutalidades para ponerse como fuera de la ley, y entonces hacerse solidaria de la partida del Cantarero. Don Heliodoro no comprende esto, y, como no lo comprende, yo voy a buscar la salvación por mi cuenta.
—Hace usted bien.
—No se lo diga usted a nadie.
—No tenga usted cuidado.
Cómo el capitán iba a buscar su salvación, no se lo indicó claramente a Alvarito.