VI

EL CAMPO

POR entonces, en casa del general Navarro, Alvarito conoció a un profesor del Instituto de Teruel. El profesor pasaba en Albarracín las vacaciones de Semana Santa. Era botánico, cazador, bibliófilo y, principalmente, hombre de gran curiosidad por todo cuanto fuese del dominio de las ciencias naturales.

El señor Golfín, hombre moreno, atezado, de barba negra y anteojos, se hallaba curtido por el sol y el aire. Conocía la flora y la fauna del país admirablemente, aunque, según su opinión, no la conocía bastante bien.

El señor Golfín invitó a Alvarito a hacer excursiones en su compañía. Cuando finalizara la Semana Santa marcharían los dos a Teruel.

Con el profesor, Álvaro visitó los alrededores. Estos aledaños de Albarracín eran despoblados, desnudos, de una terrible soledad.

El profesor mostró a Alvarito las murallas de la ciudad antigua, y juntos recorrieron las colinas de peña caliza por donde pasa el Guadalaviar desde las sierras Idúbedas.

Todo aquel campo tenía un aire desolado como pocos; era una tierra de anarquismo cósmico, bronca y maravillosa; un paisaje para aventuras de caballeros andantes; despoblado, desierto, sin aldeas, con barrancos dramáticos llenos de árboles, con cuevas sugeridoras de monstruos y endriagos. La tierra de las proximidades de Albarracín, según dijo el profesor, se iba haciendo cada vez más fría, sin saber por qué, y la vida desaparecía paulatinamente de los contornos. Unos días después, el señor Golfín y Álvaro se alejaron de la ciudad, hacia el país de los madereros. Allí no se notaba la guerra, ni la guerra ni la paz, porque aquello parecía un lugar desierto y abandonado.

Alvarito vio cómo los madereros arreglaban los riachuelos para conducir la madera cortada y cómo los descargaban en carros especiales para llevar árboles enteros.

Pasados unos días de excursiones, el profesor y Alvarito, en dos caballejos, se dirigieron camino de Teruel.

Charlaron de muchas cosas. El profesor no tenía la genialidad del Epístola ni su facundia, y lo que sabía, lo sabía a fuerza de estudio.

El señor Golfín le habló de su familia, procedente de Cáceres; de los Golfines, dueños, en la parte vieja de la ciudad extremeña, de un gran palacio. Según el profesor, el apellido Golfín procedía, probablemente, del alemán Wolf (lobo) o de Wölfin (loba[84]).

El señor Golfín llevaba en el bolsillo un libro, sacado de alguna casa albarracinense, que se titulaba Gobierno general, moral y político, hallado en las fieras y animales silvestres, por el padre fray Andrés Ferrer de Valdecebro, natural de Albarracín. El profesor leía, a veces, trozos de este libro, impreso en Barcelona a finales del siglo XVII, y le parecía tan disparatado, que se quedaba atónito.

El señor Golfín indicaba a Álvaro los árboles y las plantas con sus nombres científicos. Alvarito no tenía memoria para recordar tanto dato; quizá no sentía tampoco mucha afición por estos conocimientos.

En el campo veían las sabinas como árboles, el junípero, el boj, el cantueso, el romero, el tomillo. Nubes de cuervos y de chovas revoloteaban por el aire, y a veces pasaba el quebrantahuesos blanco, la abubilla y la oropéndola.

El señor Golfín daba grandes explicaciones a Alvarito sobre la geografía y la constitución de los terrenos.

Era el profesor un poco aficionado a las fantasías geográficas. Así, muchas veces, Alvarito le oía decir:

—Si los Pirineos estuvieran de Norte a Sur, toda la vida española sería distinta.

Otra vez decía:

—Si en España tuviéramos una región con lagos, nuestra psicología, probablemente, no sería la misma.

El profesor y Alvarito se hicieron muy amigos; durmieron en la paja de los desvanes y comieron en el campo, sentados sobre la manta, extendida, mientras tenían ante los ojos una de las decoraciones más extraordinarias de la vieja España.

Para comer al mediodía, como el sol apretaba ya mucho, solían buscar la barrancada de algún río, y allí, en el prado, con yezgos y lechetreznas, o en el juncal, con matas redondas, se detenían, contemplaban las rocas, altas, amarillas y rojas, algunas llenas de cuevas.

Veían las peñas con aire de murallas quebradas, con altísimos escarpes, llenos de pinos y de robles; las hoces, con recodos misteriosos, y los resaltos, en donde nacían confundidos el espliego, la jara, la retama y el tomillo. Después de comer, el señor Golfín se dedicaba a las explicaciones científicas.

A veces subían por una calzada de piedras, detrás de alguna recua de mulas con sus arrieros, y se oían las campanillas de las colleras y los cascos de las caballerías, que echaban chispas.

El ver los pueblos al amanecer y al anochecer, el salir de la aldea cuando los campesinos vuelven a sus hogares cantando, el entrar por la calle del pueblo cuando van los labriegos a sus faenas, todo ello es, sin duda, materia propicia para filosofar sobre la vida y sus horizontes.

Los campesinos, por lo que notó Alvarito, estaban ya hartos de no poder coger sus cosechas; muchos, al principio, quizás habían deseado la guerra, pero ya ansiaban la paz de cualquier manera que fuese.

Era difícil, sin verlo, suponer la miseria de aquellos pueblos, su vida estrecha y de tan poca substancia. El tiempo no le sobraba al profesor; aún estaban lejos, y tuvieron que apresurarse y marchar en línea recta a Teruel, montados en sus caballerías. Como en la célebre estampa del gran Durero, en donde va el caballero tranquilo, cercado por la muerte y el diablo, así marchaba Alvarito, pensando vagamente en la vida dejada atrás, en su familia y en su dama.